Unas nuevas elecciones (que no una repetición de las anteriores) se celebran dentro de apenas un mes. A estas alturas, hacer pronósticos políticos sobre el resultado de las elecciones no sólo conduciría al hastío propio y de mis lectores, sino que lo igualaría uno a esos columnistas de batín y zapatillas que pueblan los medios de comunicación (otros prefieren llamarlos líderes o caudillos mediáticos) y parasitan la sociedad en general. Menos aún, ejercer de consejero áulico y exponer por qué un partido debe pactar con otro o cómo hacer para ganar las elecciones, o más escaños, etc., etc. ad nauseam. Dejemos eso, en todo caso, para los momentos dipsomaníacos en los que el mundo parece poder ser diseñado a impulsos de la voluntad.
Mi propósito en este espacio es, más bien, ejercer una mirada crítica a la política, y pasar por encima (eso se lo podemos dejar a los periódicos) de los conflictos por las listas, del redondeo de votos en el sistema electoral o de la propagación ridícula de los argumentarios por concejales perplejos. Prefiero hacer una llamada de atención sobre el modo en que se desenvuelve este ritual político que, por rutinario, damos por sentado. Incluso el partido emergente, cuyos líderes se llenaban la boca, hasta hace poco, de participación popular y proceso constituyente, se ha integrado de forma plena en el sistema político representativo y utiliza, sin mayor cargo de conciencia, los procedimientos y usos habituales, teniendo en cuenta a la ciudadanía sólo a base de encuestas. Hay que señalar, al respecto, que al menos los principales partidos (entendiendo por "principales" lo que han tenido hasta ahora mayores cuotas de poder, número de votos y de diputados) insisten en pretender encarnar en ellos ciertas esencias ideológicas, en una especie de transubstanciación de los pretendidos valores (liberales, socialdemócratas, etc., aun en su casi infinita variedad). Así, los ciudadanos, más o menos seguros, más o menos vacilantes, de sus convicciones sobre cómo es el mundo y sobre cómo debería ser (combinando una evaluación descriptiva con otra normativa) estarían abocados a identificarse con unos u otros. Nada nuevo, sin duda.
Sin embargo, debo recordar, aun a riesgo de expresar lo obvio, que los partidos políticos, a pesar de sus pretensiones metafísicas, no son más que minorías organizadas. Es decir, un grupo de personas, que cuentan con una mayor o menor capacidad para intentar convencer a la mayoría atomizada de que hará bien en dejarse gobernar por ellos. Esta visión está privilegiada por la tradición liberal y, más concretamente, por las diversas constituciones de este cariz que en el mundo han sido. El archiconocido artículo 6 de la Constitución reza así: "Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos" (la cursiva es mía). Es en este sentido en el que, desde la perspectiva liberal, la participación política legítima está canalizada principalmente (fundamentalmente) por los partidos políticos que concurren en elecciones periódicas, libres y competitivas. De hecho, en estas décadas hemos asistido a la sistemática cooptación de asociaciones y movimientos ciudadanos de todo tipo por los partidos políticos. Esta tendencia, a pesar de haber sido desafiada a partir, sobre todo, del 15-M, se ha revigorizado con la asunción selectiva por el partido emergente de los principios movilizadores de gran parte de los colectivos ciudadanos que desde aquel momento se constituyeron.
El asunto, no obstante, no es baladí: la ciudadanía no tiene por qué dar por sentado nada de lo que otros hayan decidido. Es normal la instauración de procedimientos y mecanismos para la ulterior resolución de problemas que afecten a la colectividad. Lo que es discutible es que ninguno de ellos haya sido sometido al debate ciudadano. En España lo habitual es que la participación ciudadana se entienda como legitimación plebiscitaria, algo a lo que no ha escapado, tampoco, el partido emergente. Quizá sea el momento de que los partidos tengan el espacio que merecen, que, a tenor de su infiltración en las instituciones y la patrimonialización del Estado a su cuenta, debería ser mucho menor que el ocupado hasta ahora. Quizá lo sea, también, de que la ciudadanía amplíe su capacidad problematizadora y decisoria. Es posible que consideremos que muchos ciudadanos son estúpidos e ignorantes, y sin duda no nos equivocaremos. No obstante, muchos políticos también lo son, y apenas se discute su legitimidad para tomar decisiones al haber resultado elegidos. La participación ciudadana no sólo contribuye a reforzar la legitimidad de las decisiones (previo debate) sino que es muy probable que contribuya a aumentar la calidad epistémica de ellas dado que, al fin y al cabo, por simple cuestión de probabilidad, hay más gente comprometida, justa, inteligente y experta fuera de las instituciones que dentro. Aclaro que considero que no hay que exigir un ciudadano heroico, todo el tiempo coherente entre valores públicamente declarados y acciones privadamente realizadas, ni entregado en cuerpo y alma a la búsqueda de información política o movilizado sin desmayo por una causa u otra. Es más sencillo pedir y reforzar una actitud crítica, sin que importe de dónde venga el llamamiento a la conformidad y a la sumisión. Necesitamos una ciudadanía crítica con el Estado, crítica con los partidos, crítica con las empresas, crítica con la sociedad civil y, finalmente, crítica consigo misma, con el oído aguzado a las injusticias, sensible a la desigualdades.
Es lógico que los partidos tradicionales sospechen del empoderamiento político ciudadano, que es tanto proceso como resultado de mayor implicación en la política: de hecho, llevan gestionando el poder desde hace décadas casi sin oposición, dado el consenso, eficazmente construido vía medios de comunicación, que existía sobre el crucial papel de los partidos. Lo llamativo en este, si se puede llamar así, nuevo ciclo político es que el partido emergente, tanto en su funcionamiento interno como en su acción en las instituciones en las que ha alcanzado cuotas de poder, ha mostrado un continuismo que calificaría de flagrante, por su contradicción con el espíritu que decía animarle (a tenor de las declaraciones de sus portavoces más conspicuos). Continuismo porque no se ha apartado de las prácticas de los otros partidos por las que, en el ámbito interno, se prima la cohesión a expensas de la pluralidad; continuismo porque en el ámbito externo adolece del paternalismo característico de los partidos tradicionales, por el que suele manifestarse que conoce mejor los intereses de los ciudadanos que ellos mismos. Al fin y al cabo, la legitimidad que se obtiene al haber sido democráticamente elegidos, por los procedimientos sancionados por las leyes, los habilita, según se desprende de su acción política, para fundirse en un solo cuerpo con la ciudadanía y así poder dirigirla -o sancionarla- cuando sea menester. Además, el partido emergente sufre de la mayor intolerancia hacia la crítica. Mayor, en mi opinión, que los partidos clásicos, ya anclados desde hace tiempo en el cinismo y en el ensimismamiento. Dado que según sus simpatizantes este nuevo partido representa a la izquierda de verdad (y más aún tras su coalición electoral con IU), cuando no es un partido transversal, según sus líderes, cualquier crítica hacia él se toma no como una oportunidad de enmendar errores y mejorar sus planteamientos, sino como un ataque a su supuesta actividad emancipadora y democratizadora. En definitiva, el crítico se convierte en un huésped del Hotel Gran Abismo donde rumia su envidia y masculla su frustración mientras otros, estos sí clarividentes, se empeñan en cambiar el mundo.
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