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viernes, 28 de junio de 2013

Debatiendo en el chiringuito

Tras unos días digiriendo el éxito de mi último post, me he decidido a escribir de nuevo acerca de un asunto que no sólo estudio, sino (o porque) que me obsesiona: la formación de opiniones, el diálogo y el debate. Y no, no se apresuren a abandonar mi blog: ¡porque hoy no me meta con los artistas no significa que no tenga nada interesante que decir!

Como ya he señalado en varias de mis entradas anteriores, el debate político en los medios de comunicación es omnipresente, sin que eso signifique en la mayoría de los casos un enriquecimiento de la esfera pública. Ni los periodistas expertos ejercen de traductores de la complejidad de los asuntos a un lenguaje más comprensible al ciudadano no especialista, ni es habitual encontrar expertos académicos o profesionales de los asuntos en los medios de comunicación. Así, como hemos señalado, los debates-espectáculo no concretan ni dan forma a las preocupaciones de numerosos sectores de la ciudadanía y, como consecuencia, no los hacen llegar a los representantes legislativos o al Ejecutivo. Más bien, da la impresión de asistir a una representación con papeles bien asignados en la que, en una suerte de parodia del teatro ilustrado, se pretende educar entreteniendo. Se entiende educar, claro está,  como persuasión o disuasión sin apelación a la razón: más bien como la internalización por parte del público  de consignas o clichés mediante la emoción o la cantinela estratégica.

El Ejecutivo: ni más, ni menos.
Esperaríamos que las simplificaciones, los tópicos y las falacias más toscas permanecieran en el ámbito de la cafetería o de la barra de bar, donde se gestan de un modo casi natural. Sería mucho esperar, tanto por la Historia de España en general, como la de nuestro sistema educativo en particular, que las discusiones en ese nivel informal ciudadano cumplieran con las condiciones ideales del diálogo, tal y como las presenta Habermas (quien ha recogido y ampliado las aportaciones previas de Charles S. Peirce y George H. Mead).


Me llamo George y parezco simpático.
Sin embargo, no es insólito, ni mucho menos, que en este nivel quien esté a favor de alguna medida del Gobierno actual sea tildado de facha, y quien se defina como progresista, de tonto. En una fase más acalorada, al primero se le comparará con un nazi (aunque este adjetivo ya se emplea desde cualquier posición ideológica para denigrar a un adversario también de cualquier tendencia) y al segundo se le sugerirá que se vaya a vivir a Corea del Norte. Incluso en la conversación espontánea con ciudadanos de formación universitaria y carrera profesional consolidada, no es sencillo mantener la conversación a base de argumentos honrados, es decir, que los interlocutores no pretendan manipular al adversario a base de falacias, ni se sientan impelidos a echar mano de la descalificación personal. Esto no supone, empero, un desprecio de las emociones. Éstas, como guía del pensamiento, sirven para discernir lo que en nuestro código moral está bien o mal. El acaloramiento, la vehemencia, los sentimientos de simpatía o antipatía no deberían estar reñidos con la presentación de argumentos razonables y con la disposición a aprender o, al menos, a conocer puntos de vista diferentes u opuestos en asuntos de preocupación pública y respecto de los cuales no cabe esperar un consenso definitivo.

En este momento, podríamos observar que los medios de comunicación no hacen sino reflejar el nivel medio del debate político, al igual -suele argüirse- que la conducta de muchos políticos no es sino un trasunto de la moralidad del ciudadano medio. Aparte de las dificultades para encontrar o definir al ciudadano medio, el asunto es algo más complejo, por cuanto, al menos en un Estado democrático, tanto los medios de comunicación como los políticos y los partidos a los que pertenecen deben ser evaluados de manera constante y sistemática, pues  son elementos indispensables para su funcionamiento, al igual que la crítica, en cuanto supone detección de posibles errores o fallos y anhelo de perfeccionamiento. Por tanto, los argumentos descriptivos justificadores no contribuyen a mejorar el funcionamiento de las instituciones, algo que es propio de los argumentos prescriptivos. Es decir, no basta con decir que algo es, sino que es necesario señalar lo que debe ser. No es suficiente ni satisfactorio refugiarse en el argumento-espejo de la naturaleza de los medios de comunicación y de los políticos. Hay que ir más allá e imaginar modelos normativos tanto para unos como para otros.
El pragmatismo es lo mío.

Lo que evidentemente no debe ser es que los platós de televisión o las radios sean la traslación de la barra del bar de la esquina o del chiringuito de playa, con el calamar atragantado o blandiendo el mondadientes mientras a voz en cuello se suelta el "y tú más" o el "tú antes". Resulta curioso cómo las personas se afilian identitariamente con un partido político o con un periódico de determinado sesgo partidista sin recibir nada a cambio, salvo, quizá (y aquí saco a relucir mi psicología folk) la gratificación que resulta de pertenecer real o de modo imaginario a un conjunto humano mayor e identificar a un enemigo al que atribuirle las desgracias comunes y las personales. Si en este plano informal, tal forma de proceder es llamativa, curiosa, digna quizá de estudios psicológicos y sociológicos, en el plano de concreción más formal que debería ser el de los medios de comunicación es inaceptable. No olvidemos que incluso los medios de comunicación privados realizan sus emisiones en virtud de una concesión pública, y si estamos de acuerdo en que no sólo son elementos inherentes a una democracia sino vitalmente necesarios para su sostenimiento, no sería descabellado pensar que su protección es una prioridad. Protección, aclaro, contra la absoluta subordinación de su diseño y contenidos a la obtención de beneficios empresariales o a las especulaciones bursátiles. Dando por sentado que como empresas privadas deben ser rentables para su continuidad, no sería demasiado difícil justificar, no obstante, la legitimidad del Estado para reestructurarlos en aras de una democracia más perfeccionada que esta en la que vivimos.



Hay cierto consenso en el diagnóstico de los problemas de los medios de comunicación y de los partidos políticos, que tienen un cariz estructural, por lo que su rediseño implica también someter a crítica y cambio otros procedimientos, usos y costumbres de nuestro sistema político. Además, como sugerí en un post anterior, no esperemos que sean ellos mismos (los responsables de los partidos políticos y de los medios) los encargados de encontrar soluciones definitivas o, al menos, propuestas encaminadas a una transformación radical. En un plano más general, es hora de que personas con ánimo altruista, verdaderos patriotas constitucionales y expertos de distintos ámbitos (que no se reduzcan a periodistas deseosos de promocionar su último libro ni a empleados de fundaciones afines) colaboren entre sí, recogiendo las inquietudes que se manifiestan en la esfera pública, para idear nuevas estructuras y procedimientos democráticos que canalicen las demandas de los diversos sectores de la ciudadanía. El objetivo no es otro, en definitiva, que imaginar un país mejor en el que todos podamos vivir en pie de igualdad, libertad y dignidad.