Desde la celebración de las últimas elecciones generales en España hasta hoy, la esfera pública política (el parlamento nacional, principalmente) y la esfera pública de los medios de comunicación más o menos masivos han colaborado de forma estrecha en trasladar a la ciudadanía un drama político cuyo desenlace todavía se presenta como abierto, en su doble sentido de estar inconcluso y de estar a la vista de todos. Sin embargo, y dada la relación de fuerzas políticas digamos pro-sistema y pro-reforma debería resultar evidente que, independientemente del nombre del futuro presidente, el resultado final ya está decantado.
Por otro lado, no olvidemos que todos estos análisis, por llamarlos así, suelen omitir a otros actores que ejercen fuerte influencia en la toma de decisiones políticas, aunque formalmente no estén legitimados como tales, por lo que es explicable su ausencia casi absoluta en los medios de comunicación o en las declaraciones de los portavoces de los partidos. Si bien las grandes empresas, los bancos y, sí, los mercados, son mencionados de vez en cuando como elementos espurios de presión fáctica en la acción de los partidos políticos o del gobierno, y en la conformación final del poder, aquellos actores como las potencias extranjeras resultan invisibles, algo llamativo cuando, desde hace siglos, su papel en la política interna (y externa) de nuestro país ha resultado importante, cuando no determinante, en las decisiones gubernamentales, por no hablar de la ascendencia, nada disimulada, de ciertos organismos internacionales sobre el rumbo de las decisiones estatales.
No obstante todo lo anterior, aun siendo importante, lo que se escenifica con afán explicativo totalizador es el combate dialéctico entre representantes de grandes sectores ideológicos de la ciudadanía. Me explico: en un sistema liberal-representativo como el nuestro, los ciudadanos eligen a unos representantes políticos, que serán quienes legislen y formen gobierno (dado que el partido mayoritario en la cámara casi siempre es el que gobierna, el Parlamento se ha convertido en la práctica en a) una instancia cuasi administrativa que ratifica las iniciativas legislativas del gobierno y b) retórica, en la que los portavoces y líderes simulan intercambiar argumentos, pero, en realidad, se dirigen a la opinión pública). Como ya se ha señalado hasta la saciedad, los representantes no son ni una traslación mimética del cuerpo social, ni su presencia es proporcional a la pluralidad social, ni, es lo más importante, son delegados de la ciudadanía. Los representantes, así pues, no representan en concreto sino en abstracto y, por lo tanto, representan a todos. Como también sabemos, el mandato imperativo está específicamente prohibido, por lo que se supone que el representante es independiente de las directrices de los representados, por ejemplo, de la circunscripción electoral. La evolución del sistema de partidos, la cartelización de éstos y la dependencia casi absoluta del representante respecto del partido del que forma parte hacen pensar, sin embargo, que el mandato imperativo existe, aunque desde otro lugar, que es la cúpula del partido o la voluntad del líder. Una constatación más siniestra, a la luz de la corrupción, con trazas de sistémica, que parece omnipresente en el cuerpo político representativo a todos los niveles de la Administración, es que dicho mandato imperativo a veces proviene, también, de lobbies y empresas.
La función de la representación consiste, como ya señaló Madison (quien, por cierto, abominaba de los partidos o facciones), en afinar y ampliar la opinión pública al pasarla por el tamiz "de un grupo escogido de ciudadanos, cuya
prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y
amor a la justicia no estará dispuesto a sacrificarlo ante consideraciones parciales o de
orden temporal. Con este sistema, es muy posible que la voz pública, expresada por los
representantes del pueblo, este más en consonancia con el bien público que si la
expresara el pueblo mismo, convocado con ese fin". Así pues, el sufrido ciudadano que, aguijoneado por un encomiable interés por la política, se convierta en público de debates parlamentarios o sesiones de investidura deberá tener en cuenta que esos representantes a quienes ve y oye por televisión o cuyas opiniones lee en los diarios no están, ni más ni menos, que convirtiendo en buenas decisiones y en buenas políticas, guiados solo por el interés general, o si queremos, del país, la materia bruta de la que está conformada la opinión pública, compuesta de muchos como él.
El espíritu que guiaba la opinión de los republicanos como Madison en la gestación de la Constitución de los Estados Unidos era el evitar la supuesta tiranía de las mayorías, que, por naturaleza, se supone que son tumultuosas, que se dejan arrastrar por la pasión del momento y, por tanto, también fáciles de manipular. En sus diversas encarnaciones históricas, esa ha sido la idea motriz de los regímenes que se han venido en llamar, sobre todo en el siglo XX, democráticos (Madison explícitamente rechazaba la Democracia contraponiendo sus defectos a las virtudes de la República) y que con más propiedad deberíamos llamar liberal-representativos o constitucionales. Es decir, compuestos por una carta o código de derechos (fundamentales) que suelen muy protegidas de su eventual derogación por una mayoría parlamentaria, el imperio de la ley, y un sistema por sufragio universal de elección de representantes de la ciudadanía, en elecciones periódicas, libres y competitivas. Mayor participación se ha considerado, en general, más perjudicial que beneficiosa para la estabilidad del sistema.
Esta idea motriz viene reforzada por la supuesta complejidad de los asuntos políticos, en sus casi infinitos matices de consecuencias, beneficios y perjuicios, que implica la especialización en ellos, ya sea por la dificultad de la materia como por el consumo de tiempo necesario para su abordaje. Tal concepción de la división del trabajo, por la que unos elegidos se convierten en profesionales de la política y expertos en ella, se refuerza con la tesis de la ignorancia pública, o, más bien, de la ignorancia del público, por la que se considera que la gran mayoría de los ciudadanos o bien no se interesan por la política o bien son incompetentes en ella. En realidad, se piensan ambas cosas. A estos efectos, los partidos políticos tienen la función de empaquetar conjuntos de propuestas y una cierta visión ideológica de la sociedad. Ésta última se afila en época electoral y se vuelve roma el resto del tiempo, cuando se gestan pactos de estado o de gobernabilidad. Son de alguna manera un atajo cognitivo para esos ciudadanos que, implicados de lleno en sus actividades privadas, poco tiempo y ganas tienen para aprender las sutilezas de la política y de la gestión de los asuntos públicos.
Todo este extenso preámbulo viene a cuenta de que en esta época convulsa de crisis económica, de crisis de los partidos, de crisis de las instituciones, en la que se ha producido un desbordamiento ciudadano de los canales habituales de participación política, en la que las demandas de la ciudadanía han sido tan apremiantes y numerosas que no podían ser satisfechas o aplacadas de un modo u otro por las instituciones, concurrían las circunstancias necesarias para que produjera de manera efectiva no sólo un mayor control y fiscalización de lo público por los ciudadanos sino un incremento significativo de la participación de éstos en las decisiones políticas. Fenómenos como el 15-M, nuevas asociaciones ciudadanas reivindicativas como la PAH o las Mareas, el surgimiento de nuevos partidos que en su estreno mediático proponían un nuevo proceso constituyente, la propagación de procedimientos de elección de líderes por los que se invitaba a votar a la militancia y a la ciudadanía en general, y la promesa de mayor participación ciudadana en los diferentes estratos de la administración pública, auguraban un futuro cercano más democrático y menos representativo. Sin embargo, la inteligencia aplicada a la manipulación nunca deja de sorprender. Por ejemplo, las primarias en los partidos tradicionales han sustituido a la elección colegiada del líder o a la designación discrecional del heredero en el cargo, pero han devenido en impúdicos pastoreos de votos o en una sofisticada y digital ilusión de pluralidad que sólo ha permitido a efectos prácticos la ratificación plebiscitaria, y las consultas a la ciudadanía han desaparecido del argumentario de los partidos, incluso, lo que es más llamativo, de los emergentes.
Podrá decirse, a modo de defensa, que no es esta buena época, precisamente, para experimentos democráticos, ya que las circunstancias económicas son tan graves que se precisa de una jerarquía consolidada en la toma de decisiones (el consenso político, sin ironía, considera que dicha cadena jerárquica comienza en Bruselas) que, parafraseando a Madison, no se deje llevar por las tornadizas pasiones de la opinión pública. No puedo resistirme a señalar, no obstante, que fue nuestro sistema político el que posibilitó (con su marco legal, con su sistema electoral, y con la influencia, por lo que se ve, desmedida de los partidos, que cooptaron de hecho las instituciones públicas) que fuera posible elegir a aquellos representantes que medraron con aquellas prácticas y que han conducido a nuestro país a la situación actual. No resulta descabellado pensar que habría que cambiar el sistema, y no sólo a los representantes, de tal modo que se crearan procedimientos e instituciones que, dado el fracaso político y moral de aquellos, posibilitaran la participación de la ciudadanía, aun sabiendo que es un proceso a medio plazo, no un resultado que se obtiene de inmediato. Panaceas políticas no hay, pero, sin duda, la legitimidad de un sistema que no aliene a la mayoría de la población de la toma de decisiones, por difícil que sea el periodo de aprendizaje de valores y procedimientos democráticos, sólo puede incrementarse. Al fin y al cabo, la democracia es la participación de los ciudadanos, considerados como libres e iguales, en la toma de decisiones que afecten a la colectividad. Lo demás lo podrán llamar como quieran, pero es otra cosa.
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