Confieso que me asaltó la misma tentación que a muchos otros. La muerte del poeta parecía una ocasión propicia para deleitarme en el ensayo literario, líricamente ribeteado, acompañado quizá por alguna anécdota personal u oída a terceros que nos acercase al personaje. Podría haber evocado aquellos recitales en los que el poeta lanzaba a su escaso público versos y ocurrencias, referencias insólitas e intertextualidades trilingües, y guiños personales casi siempre incomprensibles. Entre paredes húmedas, proyectaba sobre nosotros la sombra benjaminiana del Ángel de la Historia...
¿Lo ven? Uno traiciona sus propias expectativas y los propósitos de redención. No tenemos palabra ni voluntad. La vanidad que todo lo corroe nos empuja con brazos de piedra a arrojarnos en la vanagloria mientras nos engañamos escribiendo cantos fúnebres, elegías y panegíricos, haciendo creer que rendimos homenaje. Todos querríamos ser, de algún modo, Miguel Hernández, pero como "el hachazo invisible y homicida" ya está escrito nos vemos obligados a perfeccionar la prosa, a buscar un asomo de originalidad sea en la cola de los saldos, sea en la nocturnidad de un desguace. Buscamos el manto del poeta para que nos abrigue en nuestra orfandad artística, cuando ni siquiera somos capaces de subirnos a hombros de gigantes para ver mejor y más lejos. Nuestra mediocridad insultaría al mismo dios que nos hubiese creado, y cuando personas especiales aparecen en nuestro mundo lo hacen tirados en el banco de un parque. Incapaces de reconocer la grandeza ajena, permanecemos ciegos a nuestras miserias.
Angelus Novus, de Paul Klee (Wikipedia). |
Una vez muerto el poeta, proseguimos con nuestra lectura de la sección de Cultura de los diarios. Nos encandilan el bazar y el zoco, la mercadería y los precios, las luces de neón de un 24 horas que, en el fondo, sabemos que sólo puede ofrecernos un fugaz alivio para nuestra hambre de madrugada. Qué frío hace, déjennos arroparnos con la capa de la esperanza infundada, de la lisonja inmerecida, del tributo de tinta corrida. Y qué decir de aquellos que lloriquean por los premios oficiales y mendigan la aprobación de los jurados, de los que dicen: "¡Es que me lo merezco!" y cuentan a todo el que quiera escucharlo que la vida se ha cebado con él, que si viviera en Londres o en Nueva York sería reconocido. Vivan los artistas subvencionados, vivan los llorones y los miserables, vivan las sinecuras y los gastos pagados. Pero el lector es aún peor: busca redimirse de la culpa y trascender sus carencias sin esfuerzo, tendiendo las manos yertas y temblorosas al calor de ese fuego ajeno que nunca podrá poseer. Ese lector que parasita la música y la letra, el óleo y el movimiento. Tú, lector, ¿a qué aspiras? ¿Qué pretendes hacer con el cuchillo y la pistola? Sí, cierra el libro, apaga la música, hazte un ovillo y sueña con otra vida. Qué frío y qué asco.
Los versos se agotan, la capacidad de nominar se debilita, cada cosa tiene un nombre y casi nunca es el adecuado. ¿Cuándo perdimos la esperanza? ¿Cuándo decidimos rendirnos, al fin? Nuestro mundo está teñido de sangre y de miedo, y la tristeza se filtra por las comisuras de la sonrisa. Las nobles calaveras no se dejan besar ya por labios pretenciosos. Sigamos con nuestra vida y conformémonos con la felicidad de tresillo y televisión mientras dure. Dejemos de buscar y de aprender y corramos las cortinas para no ver el abismo al que nos precipitaremos tarde o temprano. Nuestra única elección, deberíamos saberlo a estas alturas, consiste en caer con ignominia o sin ella.
No sé casi nada del poeta que murió el otro día. Y no me avergüenza desnudar mi ignorancia. Quizá lo vi en San Telmo o en Triana, lugares que frecuento, y no reparé en él, tomándolo por uno de tantos mendigos. Creo que lo que mendigaba eran cigarrillos, pepsicolas y un poco de atención, no sé si por ese orden. La muerte le allegará unos cuantos lectores que se acercarán a sus poemarios con curiosidad porque la muerte es una cosa que une o acerca mucho, sobre todo a los vivos, espeluznados al pensar en lo que nos espera. A mí me sonrojan un poco estas modas luctuosas y efímeras pero sobre todo los desmedidos elogios del muerto, que son un abuso porque él ya no se puede defender de sus aduladores.
ResponderEliminarCelebro, Ubaldo, que no hayas caído en lo mismo, y te alabo el gusto.
Juan Pablo Sánchez Vicedo.
Gracias por tu comentario en mi blog. Efectivamente, hay una conexión entre los dos artículos. El arte e incluso la poesía (que es, desde mi punto de vista el arte más "puro" o "arte de las artes") genera por defecto afectaciones y actitudes de lo más vulgar, tanto en lo que se refiere al reconocimiento social como en las supuestas esperanzas de redención íntimas del (aspirante a) artista. Supongo que quitarse ese lastre de encima pasa por intentar mantenerse lo más cerca de las obras que se hacen o se disfrutan comprendiendo y respetando su autonomía. En fin, mis condolencias por Panero, pero lo que hay que hacer es leerlo.
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