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lunes, 3 de junio de 2013

¿A quién le damos la medalla?

Aunque algunos de mis lectores me han recriminado que me haya vuelto demasiado denso en el tratamiento de los asuntos que he sacado a colación en este blog (asuntos que por propia naturaleza  han suscitado agrias disputas y afiladas controversias entre ciudadanos que por lo demás vivían en aparente armonía), me atrevería a decir que los sucesos y fenómenos que nos salen al paso sólo con dificultad y mucho más ingenio del que soy capaz permitirían un enfoque más alegre. En este post, escribiré de uno de los dos asuntos acerca de los que había reflexionado con cierta periodicidad y que convergieron, no sé si felizmente, el pasado 30 de mayo: el Día de Canarias y la entrega de premios.


Bandera de Canarias

Así pues, con motivo de la  celebración del Día de Canarias, el gobierno de la Comunidad tuvo a bien, como todos los años en la misma fecha, entregar premios  (Literatura, Bellas Artes e Interpretación, Investigación e Innovación, Acervo y patrimonio histórico, Internacional, Comunicación, Acciones altruistas y solidarias y Deportes) a diversos ciudadanos que, en opinión del jurado creado a tal efecto, se lo merecían. Tales premios se llaman, cómo no, Premios Canarias.

Pero no es el gobierno canario el único: las administraciones públicas, a todos los niveles, parecen aquejadas de la compulsión por otorgar  premios, medallas, honores y distinciones. Haciendo una rápida recapitulación local, aunque puede extrapolarse a todos los municipios, provincias y comunidades, el Ayuntamiento de Las Palmas otorga, cada año también, honores y distinciones (Hijo predilecto, Hijo adoptivo y Medalla de oro); el Cabildo de Gran Canaria, por medio de su Comisión de Honores y Distinciones concede premios (Hijo predilecto, Hijo adoptivo, Can de oro y premios Roque Nublo, en 6 modalidades) y el Gobierno de Canarias los ya mencionados Premios Canarias. Por no hablar de los premios estatales a nivel nacional, de ministerios, de universidades y  de todo tipo de fundaciones semipúblicas. En realidad, hacer una lista completa de todos sería una tarea hercúlea y aún más si incluimos los premios otorgados por instituciones privadas.

Voy a partir de la base que la concesión de la distinción pública obedece, al menos en su origen, a que la sociedad, de la mano de sus representantes democráticamente elegidos, quiere otorgar reconocimiento a aquellos de sus conciudadanos o entidades (asociaciones, organizaciones no gubernamentales, empresas, etc.) que han contribuido de algún modo u otro a su bienestar o mejora. En principio, el asunto parece sencillo. Sin necesidad de hacer aquí un estudio antropológico profundo, podemos convenir en que los seres humanos en general necesitamos y deseamos el reconocimiento de los demás; lo cual parece ser una característica universal, pues cada cultura establece su propio baremo de honores y distinciones. A este respecto, Hegel o, en nuestros días, Axel Honneth han teorizado filosóficamente al respecto,  en sus planos íntimo (amoroso), jurídica y social. Además, el reconocimiento de nuestros conciudadanos nada tiene que ver con las recompensas del mercado: la admiración que podemos sentir por aquellos no depende de su caché profesional o de la venta de sus productos. En este sentido, los honores que la comunidad dispensa a uno de los suyos deberían conllevar una admiración específicamente moral o ética. Es, al fin y al cabo, una recompensa a la virtud.
Le reconozco, Sr. Honneth.

Sin embargo, es dudoso que tales premios que pretenden otorgar reconocimiento social por parte de las autoridades públicas sean reconocidos como tales por la ciudadanía. Me explico: año tras año se otorgan todos estos honores y distinciones o bien de manera discrecional por el partido en el poder o bien entre acuerdo de las fuerzas políticas. El ámbito en el que se deciden tales premios (salvo los que están delegados en jurados, que serían un subnivel) se encuentra en la parte superior en la toma de decisiones políticas o administrativas. Más bien, parece que es o a iniciativa del grupo político en el poder o a petición de los lobbies (en el mejor de los sentidos) culturales, académicos o empresariales como se consideran los nombres candidatos. Es decir, como en tantas otras esferas, la ciudadanía finalmente se encuentra con los premiados y distinguidos. En ningún momento (no tiene que ser necesariamente desde el principio en todos los ámbitos, pues hay algunos muy especializados, como los científicos cuyo conocimiento general será, en general, escaso) se le consulta, sino que desde un etéreo consenso o acuerdo nunca explicitado desde arriba se nos señala quienes son los tocados por la gloria. Es difícil concebir que un político sea hasta tal punto omnisciente del favor de la ciudadanía o que tales lobbies la representen de manera significativa. Así que, como no puede ser de otro modo, la ignorante ciudadanía o bien se encoge de hombros o se limita a no darse por enterada. Al final, el premio, el honor, la distinción se limitarán a ser un guión más en el currículo profesional o un agasajo institucional inter pares, por mucho que los medios de comunicación dediquen páginas y fotografías al festival de trofeos y discursos e intenten convencernos de su importancia. La ciudadanía puede sospechar que las razones para las medallas no obedezcan al  mero merecimiento, sino que influyan otras no explicitadas. Como señala el filósofo Michael Walzer: "Si los funcionarios estatales seleccionan de manera sistemática a mujeres y hombres a quienes era políticamente oportuno honrar, devalúan los honores que distribuyen. De ahí el fenómeno de la distribución mixta, en la que unos cuantos individuos con merecimientos son incorporados a la lista de honores a fin de disimular a quienes son honrados por razones políticas; el artificio no funciona casi nunca" (Walzer, M. Las esferas de la justicia).
El muy reconocido Michael Walzer.

Esa necesidad de ser reconocidos es la que lleva a muchos, sobre todo si además se recompensa con dinero, a reclamar para sí tal distinción. Si la ciudadanía fuera consultada, poco se podría argüir en contra de la decisión mayoritaria; pero si se tiene la certeza, o al menos la sospecha, de que uno puede trabajarse la candidatura y la distinción, no resulta extraño que los aspirantes desplieguen toda su capacidad de influencia política y mediática para asegurarse el resultado. Tampoco, de que se quejen con una amargura rayana en lo cómico que ellos sí se lo merecían. O de que se lo deberían haber dado (el premio) hace tiempo.

Tal como están las cosas hoy en día, el mejor reconocimiento que puede tener cualquier persona en su actividad profesional o social es el que no se concede institucionalmente sino el que parte de sus colegas, conciudadanos, pacientes o clientes. Hemos llegado a tal punto de disociación entre la clase política y la ciudadanía que en muchos casos, y no de modo tan paradójico, suscita más admiración el que rechaza un premio que quien lo acepta, como son los casos del escritor Miguel Marías o del artista Santiago Sierra. Y es que, como señala Walzer: "El honor público no es un regalo o un soborno sino un discurso veraz acerca de la distinción y el valor".