Cuando uno decide escribir sobre los asuntos que le interesan o de los que es experto (no siempre coinciden), siempre tiene la preocupación de no escribir estupideces. Al menos, de no parecer evidentemente estúpido. Así, salvo que el texto sea de carácter expresivo, en cuyo caso, poca crítica hay que hacer, a menos que tenga pretensiones artísticas, uno tiene el deber de informarse de manera profusa, de buscar fuentes, de aclarar pensamientos y de asegurarse de la lógica de sus proposiciones: algo tan simple, en principio, como que las conclusiones se puedan derivar de las premisas y de que la argumentación no recurra a falacias para asegurarse la supervivencia. Así, es sobre todo el miedo a parecer estúpido al lector que sepa tanto o más que uno lo que nos induciría a ser cuidadosos en el proceso de la escritura. Evitemos los tópicos, los pensamientos trillados, los lugares comunes, los verbos con adverbio incorporado, los nombres con adjetivo adosado. Y más: rompamos la burbuja de la costumbre y del consenso, tiremos a la basura el traje de la respetabilidad del sentido común. Hasta la misma búsqueda de la originalidad la podemos dejar de lado como otra moda, propia de nuestra época, pero sin porvenir (¿qué nos importa el porvenir?). Tradición y originalidad, costumbre e innovación, palabras y mentiras. Simplemente, hagámonos respetar, procuremos no demostrar nuestra estupidez. Pero hoy, ayer, mañana, el mismo concepto de respeto es una noria que gira bajo un volcán.
No obstante, lo reconozco, es difícil. Cómo evitar la palabra que siempre aparece y que ya no significa nada, como evitar que el texto sea un palimpsesto más o menos inconsciente, más o menos vanidoso; cómo evitar que le hablen a uno, como diría Bourdieu; cómo evitar la cita de autoridad que demuestra al lector que uno ha leído, cómo evitar que por pura vanagloria uno reniegue de su propia cita y se injurie por ella, y así hasta el infinito... Y por qué queremos convencer al lector de nada: dejémoslos tranquilo con sus propias miserias y no le contaminemos con las nuestras, tan aferradas a nosotros que son ellas más nosotros que nosotros mismos. Así, todo texto no es más que el trasunto de impotencias sin reconocer, de frases balbuceadas de ambiguo sentido que quieren significar, pero que se evaporan como sangre quemada. Oh, la imposibilidad de la comunicación de verdad; oh, la deconstrucción de los textos; oh, la hermenéutica oh, oh, oh, oh, oh.
La esfera pública es un vertedero a donde arrojamos el pensamiento hecho picadillo. La trituradora de la socialización y los matarifes de los medios de comunicación ejecutan la labor de descuartizamiento con obsesiva sistematicidad. ¡Un brindis por las élites del pensamiento que acunan a las del poder! Por otro lado, ¿qué se puede esperar de la propia opinión, si conocemos lo miserables que somos, si somos conscientes hasta el asco de nuestro cinismo, de nuestra angustia, de nuestro miedo y de nuestro egoísmo? Y no se salva nadie. ¿Qué podemos esperar, pues, de los demás, encerrados en sus jaulas de soledad y locura, alimentados por valores que los envenenan (sí, a nosotros también)? Vivimos en un continuo desguace, entre chirridos de metales y ladridos de perros encadenados. Si hubiera algo de vergüenza en este mundo, los periódicos amanecerían mañana en blanco, salvo las esquelas. Los que más sufren son los que menos hablan, pero el continuo cacareo de los canallas ahoga el sonido del llanto, y hasta la desdicha se convierte en anuncio de televisión.
Cómo evitar ser estúpido o, al menos, parecerlo. Uno debería planteárselo en serio, cada vez que comienza a escribir. Y sin embargo.
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