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sábado, 6 de diciembre de 2014

Podemos y la democracia deliberativa

Uno, que es propenso a tomar la palabra y a votar en cada ocasión que se presente, ha tenido, desde su posición de observador político, la oportunidad de participar en los últimos tiempos en la elección de candidaturas internas de un par de organizaciones. Tal escenario era inimaginable hace sólo un lustro.  La eclosión del sistema de primarias tanto para militantes como su ampliación a la ciudadanía en general ha afectado a todos los partidos situados, por decirlo con una metáfora espacial, en el centro-izquierda y a los que prefieren considerarse transversales, como Podemos. Por otro lado, los nuevos aires de la política española han introducido en el vocabulario político conceptos como democracia deliberativa que solían permanecer enclaustrados en las publicaciones de los filósofos políticos.

A este respecto, mucho se hablado de la democratización que comporta el sistema de primarias, con un entusiasmo que ha alcanzado su clímax en las fechas previas a la elección de candidatos en el partido de turno. No es menos cierto también que los defectos que se han señalado no han gozado de la misma repercusión. Comparado con el sistema de elección de candidatos del Partido Popular, por dar un ejemplo, el de Izquierda Abierta para las Europeas o, hace pocas fechas, el de Podemos dan la impresión de ser el clímax de la democracia y del pluralismo político. Sin embargo, no todo es como aparece a primera vista. Hablemos, por ejemplo, del caso de este último (ya) partido. Tras estos meses en que esta organización ha sido omnipresente en los medios de comunicación (desde su lanzadera mediática en Público, pasando por otros medios más o menos afines hasta los que los rechazan de plano), me gustaría compartir con Vds. algunas de mis reflexiones:



Elegidos para la gloria.

a) En primer lugar, mucho se habla de la calidad de los líderes y de los programas, pero me gustaría resaltar la importancia de la calidad de los votantes. Calidad intelectual y política, se entiende. Con esto me refiero no sólo a la necesidad de cierta formación en el arte de razonar y argumentar, que quizá no ha estado a disposición de todos los ciudadanos con inquietudes políticas, sino, sobre todo, a una disposición crítica, que hay que cultivar. Dicha disposición no viene, contra lo que pudiera pensarse, dada de modo natural. Votar programas o candidaturas en bloque como hicieron muchos votantes en el congreso fundacional como partido de Podemos parece contradecir, precisamente, esa cualidad crítica, por no hablar de la desvirtuación del principio de listas abiertas. Pudiendo votar individualmente a cada uno de los 62 miembros del Consejo Ciudadano y de los 10 de la Comisión de Garantías, los inscritos en Podemos premiaron al equipo de Pablo Iglesias  con una media del 88'6% de los votos.



¡Yo no quería un portavoz, sino tres!

b) En relación con el punto anterior, a nadie se le escapa que, ante una inflación de candidatos y programas, el votante se inclina por lo conocido, que también es lo que le ahorra esfuerzo cognitivo y tiempo. Más allá del carisma, la valía intelectual y la intrepidez en los debates, la dimensión mediática de Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero, Íñigo Errejón, Carolina Bescansa (en orden decreciente), etc., aseguró su triunfo sin posible contestación. Hasta qué punto, entonces, se trató más de un plebiscito, de una ratificación del programa y de los miembros del equipo del líder, que de una verdadera contienda electoral es una cuestión que no debería soslayarse. En la anterior votación masiva, en la que se debatió acerca de la estructura de la organización, sus contendientes más mediáticos, agrupados en el sector de Pablo Echenique y  Teresa Rodríguez, entre otros, apenas alcanzaron el 19% de los votos. La conclusión que salta a la vista es que no todos los candidatos en unas primarias o en una elección con listas abiertas parten en igualdad de condiciones, situación que se agrava si hay multiplicidad de candidaturas y no se crean mecanismos para compensar de algún modo tal disparidad en el conocimiento de los votantes. Da la impresión, tal y como se  han realizado las votaciones hasta ahora en Podemos, que toda la parafernalia de participación ciudadana estaba diseñada y conducida para que condujera a la aclamación del esquema de organización política y de su dirección. En resumen, no había otra incógnita que saber con cuánto margen ganaría el equipo de Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero. 



Algunas podemos menos que otros.

Como contrapunto, y a modo de ejemplo, en las primarias con participación ciudadana de Izquierda Abierta a las Elecciones Europeas se presentaron seis candidatos, cada uno de los cuales tenía derecho a mostrar un vídeo de presentación de la candidatura y otro de conclusión al final del período electoral. Además, se organizaron al menos dos debates entre los candidatos. De este modo, tanto los militantes y simpatizantes como los ciudadanos de a pie  pudieron informarse de las propuestas de los candidatos y votar con algo de conocimiento. Por otro lado, tenemos las diversas primarias regionales del PSOE, en las que bien, como en Madrid, sólo votaba la militancia y en la cual para proponer una candidatura se necesitaba una cantidad casi imposible de avales o bien, como en Canarias, donde la ciudadanía podía votar previo pago de 2 euros y la firma de un compromiso con la ideología socialdemócrata, las familias del partido en mayor o menor grado acarrearon inscritos hacia su candidato: se demostró la trampa cuando la dirección nacional descubrió que  se había pagado con unas pocas tarjetas de crédito la inscripción de miles de ciudadanos. Se anuló, al parecer, cerca del 40% del censo, lo que no fue óbice para que la candidata con mayor porcentaje de sospechosos ganara las primarias.


c) Se podría pensar que tácticamente era necesario todo lo anterior para que un proyecto político que es, sin duda, loable e ilusionante en sus fines, adquiriese la forma, estructura y dirección óptimas, tal y como estaban consideradas por los fundadores del proyecto. Sin embargo, tal ejecución no deja de suscitar sospechas a todos aquellos que, como yo, se sintieron atraídos por los cantos políticos a la participación ciudadana, al debate y a alguna forma de democracia deliberativa. Visto lo visto, tanto la participación ciudadana como el debate son procedimientos pastoreados con el fin de alcanzar los resultados apetecidos. Se obtiene así una forma de legitimidad viciada que puede blandirse, quizá, en un debate de cadena de TV generalista, pero que no resiste un análisis en términos democrático-deliberativos pues la dimensión isegórica y la epistémica han sido reducidas a su mínima expresión.



Cuando éramos tan pobres y tan felices.

d) Da la impresión de que los doctores en Ciencia Política se han cambiado a otro plan de posgrado y se han matriculado en un máster de Praxis Política. Nada que objetar, salvo que ese vocabulario que habían logrado imponer en el debate político en el último año (uno de sus éxitos) adquiere ahora un sentido diferente, bastante decepcionante, por cierto. Los críticos con la actual dirección ya han sido orillados, sus propuestas desechadas por el peso de los votos, y todos aquellos programas y candidatos de los demás círculos que se presentaron en las últimas votaciones, condenados al olvido, una vez apagado el brillo númerico de su testimonio de pluralidad. Tanto ceremonial participativo parece haber servido, de momento, sólo de propaganda hacia adentro y hacia afuera. Si, al final, todo se reduce a confiar en los líderes del partido, por encima de las contingencias del presente, pase lo que pase, digan lo que digan, y aun concediéndoles la posibilidad de que sean capaces de inaugurar una nueva etapa de democracia y prosperidad en España, lo cierto es que no hacían tantas alforjas para tan corto viaje deliberativo.


domingo, 5 de octubre de 2014

De los libros a la participación política

Son días de soledades varias y de tardes inmensas, como avenidas moscovitas. Tardes para leer y para pensar. Algo menos para escribir, me temo...  Una entrada de blog, sencilla, podría ser la enumeración y breves comentarios de lo que llevo leyendo el último mes o año. Por si fuera de interés para alguien más, como para esos sufridos seres humanos que, a despecho de mi estilo y de los temas de los que me ocupo aquí, emplean parte de su tiempo en leerme. Se lo agradezco, y no sólo por vanidad. Respecto de mi capacidad de comprender todos los conceptos, diría que unos cuantos, sí, y, más de lo que creo, muchos no. En ocasiones uno está más receptivo para unos asuntos y enfoques que en otras; a veces, se disfruta de lucidez para abordar problemas complejos, y en cambio, con frecuencia, es imposible pasar más allá de una página sin preguntarse si uno se ha vuelto analfabeto funcional.



De mayor, quiero ser librero.


La desesperación de un lector maduro como yo no es sólo el tiempo que le queda por leer todo lo que querría, sino el tiempo perdido en que no se leyeron aquellos libros cuando más fructíferos podían haber sido. Con la política, pienso lo mismo. La interiorización del pensamiento consumista, individualista y, sí, neoliberal es asombrosa, y sólo se revela cuando se hace un ejercicio de extrañamiento a base de lecturas y conversaciones de cierto nivel intelectual. Debe haberse producido un desarrollo en los juicios y en los valores, un cuestionamiento de usos y costumbres que se haya vuelto sistemático. Al final, todo retorna a la lectura, al estudio y a la reflexión. A continuación, lo leído y lo reflexionado se utiliza en el debate y la discusión. Y volvemos al principio. No es complicado: es cuestión sólo de dos elementos no siempre disponibles: voluntad y tiempo. A estas alturas, uno no lee libros malos. Esa frivolidad no está permitida. Es más, ni llegan a la mesa. Debe de haber un amigo invisible que los tira por la ventana antes de que se perciba su presencia. Los libros son más o menos interesantes, más o menos complicados. Los únicos textos que leo a los que podría calificar de malos por su caída en falacias, errores, frases hechas o simple mala fe son las columnas de opinión de los periódicos, cómo no.


"¡Venga Vd. mañana, hombre!"

En la entrada anterior a esta, me atreví a señalar a algunos de los columnistas locales que me parecían malos (basándome en las características que he señalado), aun a sabiendas, o quizá por eso, que todos los que escribimos en el espacio público estamos expuestos a la crítica por la propia naturaleza de ese espacio. De todos modos, sólo seleccioné un par, a modo de ejemplo. En la prensa local hay unos cuantos más, ubicuos, pertinaces e insufribles, y con sus artículos se podría escribir una enciclopedia sobre falacias en la argumentación. Ahora bien, yendo más allá del artículo o columnista concretos, me arriesgo a afirmar que no es suficiente limitarnos al papel de lector. Me explico: encontrarnos ante un artículo de opinión, leerlo y juzgarlo no es suficiente. También deberíamos preguntarnos quién es esa persona, por qué escribe lo que escribe y, también, quién le ha permitido ese espacio y con qué intención. Esta última pregunta es especialmente relevante en los medios de comunicación tradicionales por su difusión y alcance, por la composición de su accionariado y del consejo de administración que los rige. Me atrevería a denominar este conjunto de preguntas como la desfetichización del columnista/articulista/líder de opinión/caudillo mediático.  Así, uno va abandonando la lectura de los periódicos nacionales por defraudación y se permite el de los locales sólo porque representan un campo de estudio menos normalizado, en el que el fraude intelectual y el contrabando moral son más visibles, como la hilera de hormigas a lo largo del tronco de un árbol. Esa visibilidad se produce, sin duda, por la incompetencia de sus instigadores y perpetradores. Sin embargo, en Internet, en los medios de autocomunicación de masas, esta relevancia se vuelve más tenue: para escribir un blog, por ejemplo, sólo se requieren ganas. Salvo excepciones, el blog individual no llega a tantos lectores como un medio de comunicación (tradicional o digital). Aunque las motivaciones sean inconfesables, el bloguero (y el twittero o instagramero o youtubero) no dispone del prestigio que eventualmente le presta el medio de comunicación a sus empleados y colaboradores.



Tú, cítame. Ya me leerás otro día.

Me atrevería a señalar, antes que lo hagan Vds., que, en la reflexión anterior, echo en falta el concepto de acción. A la lectura y la reflexión, al debate y a la discusión, debería seguir, en algún momento, la acción: la encarnación en el mundo social de aquella transformación moral e intelectual. La exposición en el espacio público es fundamental, condición necesaria. Dicha presencia o irrupción se lleva a cabo de diferentes formas:  sin pretensión de agotar su enumeración, pueden consistir en la presencia en una manifestación, en una toma de postura pública, si se tiene la oportunidad, vía medio de comunicación,  en el ocasional blog personal (como éste) y también en todas esas conversaciones informales con el conocido, la taxista, el portero, la vecina, el farmacéutico, la amiga jueza, el empresario... Sin desterrar todas esas conversaciones amables y corteses que lubrican las relaciones humanas, permitámonos también tiempo para el intercambio de argumentos (momento ideal) o para la discusión, aunque sea acalorada. Los gobernantes autoritarios detestan que la gente normal, la ciudadanía, hable de política. Les parece una especie de usurpación de roles inquietante. Aún mas les molesta,por tanto, que participe en política. Ese sería el siguiente paso.

Está por ver, no obstante, que la traslación a gran escala del debate al interior de los partidos políticos y de los nuevos "movimientos ciudadanos" sea eficaz en cuanto al planteamiento, tratamiento y solución de los problemas que preocupan a la mayoría de los ciudadanos (o no a la mayoría, pero que son relevantes porque afectan a derechos y deberes de minorías). La famosa tensión entre participación y representación, el problema de los grandes números, en definitiva. Las dificultades que surgen en el asamblearismo no son desdeñables, por lo que se requiere la creación de mecanismos y reglas que sin negar la voz al que lo desee (por lo que perdería su razón de ser una democracia deliberativa) sí que permita el filtrado de argumentos relevantes ajustados al caso en plazos razonables (que dependerán de la urgencia). A este respecto, es posible que en una primera fase de participación dichos problemas sean más ostensibles por cuanto que somos una ciudadanía poco acostumbrada a debatir y mucho menos a participar. Hasta hace poco, era de mal gusto hablar de política (y de religión) con extraños (e incluso entre familiares) y se consideraba de buen tono decir que uno "pasaba" de la política. Eso era el sentido común de entonces. La retirada del ciudadano a su vida privada, al ocio y al consumo y, quien tuviera ese espíritu, a los negocios, que se fomentó desde la mitificada Transición, ha conducido de un modo más o menos necesario a la decadencia de la clase política y al cuestionamiento de las instituciones desde el momento en que la economía (en sentido amplio) traicionó los "sueños de prosperidad" de la mayoría de los españoles. Albergo la esperanza de que transcurrido un tiempo, y ya más educados en el toma y daca de argumentos y buenas razones, más acostumbrados al diálogo, en definitiva, la dirección política sea más una cuestión de ajuste y organización de las contribuciones e inquietudes de los diferentes sectores populares que la de erigirse en vanguardia clarividente o paternalista. Queda un largo camino.

martes, 22 de julio de 2014

El caballo de Troya en los medios de comunicación


Al menos un dilema de carácter moral debe formularse de entrada todo aquel que aspire a participar en la esfera pública en calidad de experto o de intelectual. Un dilema que surge, sobre todo, cuando pretende participar de modo regular en uno o más medios de comunicación. ¿Debe cobrar por participar en un debate o tertulia en un medio comercial o, por el contrario, debe limitarse a exponer su visión de la sociedad y su -en el caso de que la haya- crítica, despreciando todo tipo de remuneración? 

Por un lado, el medio de comunicación comercial, es decir, no público, con accionariado privado y, al menos en teoría, independiente tiene varios objetivos no excluyentes: ganar dinero para retribuir la inversión de sus accionistas y asegurarse su supervivencia, conquistar una posición influyente en la esfera pública que le otorgue capacidad negociadora con el gobierno de turno (este objetivo no es obligatorio, pero sí común entre los grandes medios, que suelen pertenecer a grandes holdings) y propagar una cierta visión del mundo de acuerdo con sus intereses o su ideología (la de los dueños). Es una empresa con ánimo de lucro y que, por tanto, opera con la lógica competitiva que le es propia. Por otro lado, y ya introduciéndonos en la retribución monetaria de empleados y colaboradores, no es extraño que en la parrilla de programación de una radio, por ejemplo, el conductor de un programa cobre un "extra" por gestionar la publicidad que se emita en él. Así, el periodista cobra, los técnicos cobran (salvo los becarios en su nueva modalidad de indigencia) y la empresa gana dinero (al menos, idealmente), pero quien aporta un  diferencial, quien en este caso ya sea experto o intelectual aporta un contenido más allá de la mera opinión, suele ser el único que no cobra, a pesar del enorme costo y esfuerzo que dicha formación ha supuesto a lo largo de la vida. 
(Nota: en el nuevo paradigma económico-mediático, no es raro encontrar a periodistas que no cobren, o que cobren por debajo del salario mínimo.)


Los presentes griegos no pasan de moda (Foto: Wikipedia)

Es evidente que no toda remuneración ha de ser monetaria. Hay otras retribuciones intangibles que también cuentan: la visibilidad en la esfera mediático-pública y los contactos con otros expertos, políticos y periodistas, sobre todo. Pero, ¿cuál es el fin, en todo caso, del intelectual que participa en la esfera pública? ¿No es, acaso, poner en duda el mismo marco político en el que actúa políticamente, el mismo marco comunicativo en el que interviene? No, si aceptamos la diferenciación que hace el filósofo Axel Honneth entre intelectual y crítico social. Resumiendo, el primero se encargaría de opinar sobre temas de actualidad, más o menos acuciantes, sobre los que se le pide su opinión ya en calidad de técnico experto, ya en calidad de su prestigio académico sociológico o periodístico. Es, en todo caso, una crítica en el sistema. El segundo bien puede hacer lo mismo, pero está más preocupado por poner en cuestión los mismos fundamentos del sistema en que se ha generado dicha polémica o asunto. Intenta hacer visibles, y así los pone en el disparadero, los valores, pensamientos y hábitos inconscientes sobre los que elaboramos nuestros juicios, ese habitus del que hablaba Bordieu.  Si hablamos, entonces, del crítico social, ¿no debería llevar a cabo su actividad crítica de modo, si no altruista, sí despreocupado por la remuneración y cualesquiera otros beneficios de tipo personal que pudieran derivarse de esa intervención en la esfera pública? 

La posibilidad de ser un caballo de Troya que, desde el interior de los medios, pudiera reventar el sistema aparece como una posibilidad tentadora, aunque quizá un tanto megalómana, por la dificultad de la empresa, sobre todo para una sola persona. Además, ¿acaso el percibir una remuneración por una actividad intelectual crítica es en sí mismo una mancha en el prestigio del crítico social o del mensaje que se intenta transmitir? Se podría pensar, por un lado, que si dicho crítico social cobra de un medio por participar, no es ilógico pensar que su discurso podría resultar sesgado o manipulado. Sin embargo, eso que puede ocurrir con un empleado de la empresa o incluso para un intelectual de la casa no rige para alguien a quien se le paga precisamente para que dé una opinión como sólo el crítico social puede dar. Por otro lado, también podría justificarse la aceptación del pago por la doble ironía que ejercería ese crítico: ¡no sólo procura dinamitar el sistema desde dentro sino que cobra por ello!


Intelectuales, críticos sociales... ¡No son lo mismo! (Wikipedia)

Sea como fuere, a nadie se le escapa que la actual eclosión de debates y tertulias políticas en los medios de comunicación responde, por un lado, a la difícil situación de nuestro país en todas las áreas y, por otro, a la gestión mediática que del conflicto ideológico se hace, en forma de espectáculo. Los debates tienen audiencia y, por tanto, terceras empresas están dispuestas a pagar por insertar sus anuncios. Salvo que se disponga de un medio de comunicación propio o, al menos, de un programa, el intelectual y el crítico social se acomodan al marco mediático existente, sobre el que no tienen control ni dirección algunos, salvo en los momentos en que se les concede la palabra. Por ello, de alguna manera, por muy caballo de Troya que uno pretenda ser, de algún modo está colaborando en el mantenimiento del statu quo. Su misma presencia -crítica incluida- tiene esa doble faz.


Ni consenso ni nada: democracia agonística.
¿Cuál es entonces la alternativa? Una posibilidad que debe introducirse en las discusiones es la de facilitar a la sociedad civil los instrumentos comunicativos básicos para que ciudadanos particulares y colectivos tuvieran también oportunidad de exponer sus ideas y reivindicaciones. Eso podría hacerse mediante la creación de plataformas de comunicación públicas, pero sin intervención estatal de contenidos (salvo, quizá, las atentatorias contra los derechos humanos o manifiestamente contrarias a los derechos fundamentales de la Carta Magna) en el que los colectivos más invisibilizados tuvieran presencia; espacios en los que ciudadanos competentes en su materia pudieran también hacerse oír. Que todo ciudadano preocupado por la política pudiera, en definitiva, expresarse y ser escuchado. El panorama actual es que sólo unos pocos pueden participar en la esfera pública y ejercer cierta influencia. Se da el caso que los mismos que tienen tribuna propia, como los directores de periódicos, además disfrutan de la posibilidad de participar en otros medios como en las radios y en las televisiones. Además, los columnistas de a diario nos sermonean desde sus púlpitos, y los así llamados líderes mediáticos pontifican de todo sin posibilidad de ser cuestionados.

En un sistema democrático-deliberativo, sin ninguna aspiración a llegar a un consenso político definitivo, pero precisamente por ello, resulta indispensable no circunscribir el debate a unos cuantos elegidos. La aportación de voces, visiones, conocimientos y valores hasta ahora fuera de la esfera pública no puede sino tener por consecuencia un enriquecimiento de la democracia. Dicho sistema tendría una doble vertiente epistémica y moral que lo  legitimaría de un modo que nuestro actual sistema liberal representativa nunca alcanzará. Quizá entonces, la discusión de cobrar o no cobrar carecerá de sentido.




viernes, 28 de junio de 2013

Debatiendo en el chiringuito

Tras unos días digiriendo el éxito de mi último post, me he decidido a escribir de nuevo acerca de un asunto que no sólo estudio, sino (o porque) que me obsesiona: la formación de opiniones, el diálogo y el debate. Y no, no se apresuren a abandonar mi blog: ¡porque hoy no me meta con los artistas no significa que no tenga nada interesante que decir!

Como ya he señalado en varias de mis entradas anteriores, el debate político en los medios de comunicación es omnipresente, sin que eso signifique en la mayoría de los casos un enriquecimiento de la esfera pública. Ni los periodistas expertos ejercen de traductores de la complejidad de los asuntos a un lenguaje más comprensible al ciudadano no especialista, ni es habitual encontrar expertos académicos o profesionales de los asuntos en los medios de comunicación. Así, como hemos señalado, los debates-espectáculo no concretan ni dan forma a las preocupaciones de numerosos sectores de la ciudadanía y, como consecuencia, no los hacen llegar a los representantes legislativos o al Ejecutivo. Más bien, da la impresión de asistir a una representación con papeles bien asignados en la que, en una suerte de parodia del teatro ilustrado, se pretende educar entreteniendo. Se entiende educar, claro está,  como persuasión o disuasión sin apelación a la razón: más bien como la internalización por parte del público  de consignas o clichés mediante la emoción o la cantinela estratégica.

El Ejecutivo: ni más, ni menos.
Esperaríamos que las simplificaciones, los tópicos y las falacias más toscas permanecieran en el ámbito de la cafetería o de la barra de bar, donde se gestan de un modo casi natural. Sería mucho esperar, tanto por la Historia de España en general, como la de nuestro sistema educativo en particular, que las discusiones en ese nivel informal ciudadano cumplieran con las condiciones ideales del diálogo, tal y como las presenta Habermas (quien ha recogido y ampliado las aportaciones previas de Charles S. Peirce y George H. Mead).


Me llamo George y parezco simpático.
Sin embargo, no es insólito, ni mucho menos, que en este nivel quien esté a favor de alguna medida del Gobierno actual sea tildado de facha, y quien se defina como progresista, de tonto. En una fase más acalorada, al primero se le comparará con un nazi (aunque este adjetivo ya se emplea desde cualquier posición ideológica para denigrar a un adversario también de cualquier tendencia) y al segundo se le sugerirá que se vaya a vivir a Corea del Norte. Incluso en la conversación espontánea con ciudadanos de formación universitaria y carrera profesional consolidada, no es sencillo mantener la conversación a base de argumentos honrados, es decir, que los interlocutores no pretendan manipular al adversario a base de falacias, ni se sientan impelidos a echar mano de la descalificación personal. Esto no supone, empero, un desprecio de las emociones. Éstas, como guía del pensamiento, sirven para discernir lo que en nuestro código moral está bien o mal. El acaloramiento, la vehemencia, los sentimientos de simpatía o antipatía no deberían estar reñidos con la presentación de argumentos razonables y con la disposición a aprender o, al menos, a conocer puntos de vista diferentes u opuestos en asuntos de preocupación pública y respecto de los cuales no cabe esperar un consenso definitivo.

En este momento, podríamos observar que los medios de comunicación no hacen sino reflejar el nivel medio del debate político, al igual -suele argüirse- que la conducta de muchos políticos no es sino un trasunto de la moralidad del ciudadano medio. Aparte de las dificultades para encontrar o definir al ciudadano medio, el asunto es algo más complejo, por cuanto, al menos en un Estado democrático, tanto los medios de comunicación como los políticos y los partidos a los que pertenecen deben ser evaluados de manera constante y sistemática, pues  son elementos indispensables para su funcionamiento, al igual que la crítica, en cuanto supone detección de posibles errores o fallos y anhelo de perfeccionamiento. Por tanto, los argumentos descriptivos justificadores no contribuyen a mejorar el funcionamiento de las instituciones, algo que es propio de los argumentos prescriptivos. Es decir, no basta con decir que algo es, sino que es necesario señalar lo que debe ser. No es suficiente ni satisfactorio refugiarse en el argumento-espejo de la naturaleza de los medios de comunicación y de los políticos. Hay que ir más allá e imaginar modelos normativos tanto para unos como para otros.
El pragmatismo es lo mío.

Lo que evidentemente no debe ser es que los platós de televisión o las radios sean la traslación de la barra del bar de la esquina o del chiringuito de playa, con el calamar atragantado o blandiendo el mondadientes mientras a voz en cuello se suelta el "y tú más" o el "tú antes". Resulta curioso cómo las personas se afilian identitariamente con un partido político o con un periódico de determinado sesgo partidista sin recibir nada a cambio, salvo, quizá (y aquí saco a relucir mi psicología folk) la gratificación que resulta de pertenecer real o de modo imaginario a un conjunto humano mayor e identificar a un enemigo al que atribuirle las desgracias comunes y las personales. Si en este plano informal, tal forma de proceder es llamativa, curiosa, digna quizá de estudios psicológicos y sociológicos, en el plano de concreción más formal que debería ser el de los medios de comunicación es inaceptable. No olvidemos que incluso los medios de comunicación privados realizan sus emisiones en virtud de una concesión pública, y si estamos de acuerdo en que no sólo son elementos inherentes a una democracia sino vitalmente necesarios para su sostenimiento, no sería descabellado pensar que su protección es una prioridad. Protección, aclaro, contra la absoluta subordinación de su diseño y contenidos a la obtención de beneficios empresariales o a las especulaciones bursátiles. Dando por sentado que como empresas privadas deben ser rentables para su continuidad, no sería demasiado difícil justificar, no obstante, la legitimidad del Estado para reestructurarlos en aras de una democracia más perfeccionada que esta en la que vivimos.



Hay cierto consenso en el diagnóstico de los problemas de los medios de comunicación y de los partidos políticos, que tienen un cariz estructural, por lo que su rediseño implica también someter a crítica y cambio otros procedimientos, usos y costumbres de nuestro sistema político. Además, como sugerí en un post anterior, no esperemos que sean ellos mismos (los responsables de los partidos políticos y de los medios) los encargados de encontrar soluciones definitivas o, al menos, propuestas encaminadas a una transformación radical. En un plano más general, es hora de que personas con ánimo altruista, verdaderos patriotas constitucionales y expertos de distintos ámbitos (que no se reduzcan a periodistas deseosos de promocionar su último libro ni a empleados de fundaciones afines) colaboren entre sí, recogiendo las inquietudes que se manifiestan en la esfera pública, para idear nuevas estructuras y procedimientos democráticos que canalicen las demandas de los diversos sectores de la ciudadanía. El objetivo no es otro, en definitiva, que imaginar un país mejor en el que todos podamos vivir en pie de igualdad, libertad y dignidad.


viernes, 10 de mayo de 2013

Opino, luego nada

Una de las figuras más conspicuas, pero menos relevantes en los medios de comunicación es la del columnista en la prensa y la del tertuliano en la radio o en la televisión. Digo conspicua porque su presencia no sólo es visible, sino que se hace notar. En la prensa: colores, tipografía y formato especiales; en la radio, no hay parrilla en la que cada programa no cuente con un debate político, deportivo o cultural. En la tele, grandes escenarios, decorados star-trek, cronómetros que miden el tiempo de intervención; en algunos casos, público para el aplauso o  el jaleo... Esta pasión por el debate podría en principio ser una buena señal respecto de la salud de nuestra democracia. En la tele, sobre todo en los últimos tiempos, el debate político se ha convertido en una de las estrellas de la programación de las cadenas. Puede uno llegar a pensar que lo político se ha reintroducido en los hábitos sociales, cuando parecía que la ciudadanía se había alejado para dedicarse a sus asuntos privados y dejado la gestión pública en manos de los especialistas. 


El que gane se queda con la rubia

Digo también menos relevantes porque está por ver que en estos espacios se debata. Es decir, no digo que no se produzca intercambio de opiniones, pero cuando las opiniones se limitan a intercambiarse, de poco sirven. De hecho, cuando asistimos a debates electorales podemos corroborarlo. Como si fueran agua y aceite, no parece que haya modo de que los argumentos de un candidato influyan en la mejora, matización o renovación de los argumentos del otro. Podemos situarnos en un plano menos ideal y más estratégico y reparar en que en ningún momento los contendientes lo pretendieron. De hecho, su interés no estaba en obtener una ganancia gnoseológica sino en suscitar la aprobación o adhesión de un público situado más allá del plató, frente al televisor, una masa informe que bien moldeada podría transfigurarse en votos. No es de extrañar que no suscite escándalo que se pregunte a los ciudadanos quién ha ganado. Y tampoco que los ciudadanos acepten responder a este tipo de preguntas que, miradas con cierto extrañamiento, están cercanas al absurdo. 

De sobra está estudiada la teatralización de la política,  examinada la consideración de la política como espectáculo, pero no por ello deja de resultar irritante constatar que asumimos con naturalidad que votemos a un partido o a otro si nos sentimos identificados o no con él.  En realidad, más que vincular mi identidad a otra persona o partido, preferiría que me ofrecieran buenas razones respecto del tratamiento de los diferentes problemas que encaramos como sociedad y ciudadanos. Buenas razones que no pertenecen en exclusiva a nadie, y buenas razones que sólo pueden surgir tras la apreciación de las opiniones, motivos y objetivos de otras personas y colectivos. Dejar  el trazado de las líneas presentes y futuras de nuestra comunidad en manos sólo de las meras emociones o de su representación no parece el mejor modo de conseguirlo.


Gente que decidió sentirse identificada
Lo mismo podemos decir de los debates entre periodistas. Como si fueran caballeros que militan bajo distintos pendones, se baten entre sí casi sin oírse. No es de extrañar que parezcan luchar en soledad, propinando mandobles al aire, pues en realidad nunca quisieron de-batir en un espacio común. Así, el periodista A profiere su crítica acerba contra el Gobierno, el B lo defiende a capa y espada, el C  hace alarde de su particular erudición histórica para defender la identidad milenaria de su pueblo/nación, y el D se sitúa entre A y B, a lo que añade una leve ironía respecto de C, lo que le convierte en moderado. Acabado el debate todos siguen pensando absolutamente lo mismo, defendiendo exactamente los mismos puntos de vista. Ni un matiz, ni una concesión salvo que sea para reforzar la posición propia. Por ello, su relevancia en el espacio público es conspicua, pegajosa, insoportable a veces, pero al mismo tiempo irrelevante, vacua y prescindible. Al espectador u oyente sólo le queda adherirse o identificarse, sólo le queda sentir quién le cayó mejor o peor...

Y qué decir de los columnistas de los grandes periódicos.  Y de los columnistas de periódico local. Salvo raras excepciones (y hay alguna), es difícil imaginar como se puede desaprovechar con tanta eficacia ese pequeño altavoz público con el que se pueden comunicar tantas cosas a (potencialmente) tanta gente. Hay columnistas que, seguramente ahítos de escribir, nos cuentan los cotilleos de salón respecto de políticos o empresarios. Otros, nos atosigan con sus postureos literarios o anécdotas de costumbres. No digo yo que uno no pueda tener debilidades, sobre todo si denotan cierto ingenio o agudeza. Lo malo es cuando tal debilidad se convierte en seña de identidad, de la que incluso se enorgullecen. Cuando la anédocta trivial o el chascarrillo, por un lado, o la transmisión de consignas desde centros de poder se convierten en el único contenido. No es por nada que el tránsito desde los primeros periódicos de la incipiente sociedad burguesa de finales del siglo XVI hasta mediados del XVII, pasando por los periódicos de masas hasta la actual nadería ha ido paralelo a la evolución o, más bien, decadencia de la esfera pública (Cf. Habermas Historia y crítica de la opinión pública).
¿Por qué será que me citan tanto?

Es evidente que no vivimos en una sociedad bien ordenada, ni que se dan, siquiera de manera aproximada, las condiciones ideales para el diálogo ni mucho menos para una esfera pública sin distorsiones, dominada como está por grupos de presión, especialistas en marketing y publicidad, psicólogos sociales, etc.
No soy tan ingenuo para creer que las luchas por poder, la defensa de los intereses propios y la intolerancia no formen parte importante de nuestro mundo y creer que la mayoría de los ciudadanos cambiarían su modo de actuar, normalmente quietista, conformista y pasivo, para ejercer de individuales motores de evolución y cambio sólo con que supieran. No obstante, qué menos que opinar y actuar en conformidad con lo que uno cree justo.

Bueno, ya me despido. Como se puede ver a simple vista, no es este un blog teórico, con citas a pie de página y abundante bibliografía. Es más bien un espacio en el que reflejo y comparto mis inquietudes. Al principio, pretendía ser más ligero aún, pero es difícil expresarse en un medio público con potenciales lectores desconocidos y no intentar, de alguna manera, que influya. Lo cierto es que en la vida cotidiana sobran motivos para la indignación, para la crítica, para la irritación y para el asombro.