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viernes, 4 de marzo de 2016

Más democrático, menos representativo

Desde la celebración de las últimas elecciones generales en España hasta hoy, la esfera pública política (el parlamento nacional, principalmente) y la esfera pública de los medios de comunicación más o menos masivos han colaborado de forma estrecha en trasladar a la ciudadanía un drama político cuyo desenlace todavía se presenta como abierto, en su doble sentido de estar inconcluso y de estar a la vista de todos. Sin embargo, y dada la relación de fuerzas políticas digamos pro-sistema y pro-reforma debería resultar evidente que, independientemente del nombre del futuro presidente, el resultado final ya está decantado.

Por otro lado, no olvidemos que todos estos análisis, por llamarlos así, suelen omitir a otros actores que ejercen fuerte influencia en la toma de decisiones políticas, aunque formalmente no estén legitimados como tales, por lo que es explicable su ausencia casi absoluta en los medios de comunicación o en las declaraciones de los portavoces de los partidos. Si bien las grandes empresas, los bancos y, sí, los mercados, son mencionados de vez en cuando como elementos espurios de presión fáctica en la acción de los partidos políticos o del gobierno, y en la conformación final del poder, aquellos actores como las potencias extranjeras  resultan invisibles, algo llamativo cuando, desde hace siglos, su papel en la política interna (y externa) de nuestro país ha resultado importante, cuando no determinante, en las decisiones gubernamentales, por no hablar de la ascendencia, nada disimulada, de ciertos organismos internacionales sobre el rumbo de las decisiones estatales.

No obstante todo lo anterior, aun siendo importante, lo que se escenifica con afán explicativo totalizador es el combate dialéctico entre representantes de grandes sectores ideológicos de la ciudadanía. Me explico: en un sistema liberal-representativo como el nuestro, los ciudadanos eligen a unos representantes políticos, que serán quienes legislen y formen gobierno (dado que el partido mayoritario en la cámara casi siempre es el que gobierna, el Parlamento se ha convertido en la práctica en a) una instancia cuasi administrativa que ratifica las iniciativas legislativas del gobierno y b) retórica, en la que los portavoces y líderes simulan intercambiar argumentos, pero, en realidad, se dirigen a la opinión pública). Como ya se ha señalado hasta la saciedad, los representantes no son ni una traslación mimética del cuerpo social, ni su presencia es proporcional a la pluralidad social, ni, es lo más importante, son delegados de la ciudadanía. Los representantes, así pues, no representan en concreto sino en abstracto y, por lo tanto, representan a todos. Como también sabemos, el mandato imperativo está específicamente prohibido, por lo que se supone que el representante es independiente de las directrices de los representados, por ejemplo, de la circunscripción electoral. La evolución del sistema de partidos, la cartelización de éstos y la dependencia casi absoluta del representante respecto del partido del que forma parte hacen pensar, sin embargo, que el mandato imperativo existe, aunque desde otro lugar, que es la cúpula del partido o la voluntad del líder. Una constatación más siniestra, a la luz de la corrupción, con trazas de sistémica, que parece omnipresente en el cuerpo político representativo a todos los niveles de la Administración, es que dicho mandato imperativo a veces proviene, también, de lobbies y empresas.

La función de la representación consiste, como ya señaló Madison (quien, por cierto, abominaba de los partidos o facciones), en afinar y ampliar la opinión pública al pasarla por el tamiz "de un grupo escogido de ciudadanos, cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor a la justicia no estará dispuesto a sacrificarlo ante consideraciones parciales o de orden temporal. Con este sistema, es muy posible que la voz pública, expresada por los representantes del pueblo, este más en consonancia con el bien público que si la expresara el pueblo mismo, convocado con ese fin". Así pues, el sufrido ciudadano que, aguijoneado por un encomiable interés por la política, se convierta en público de debates parlamentarios o sesiones de investidura deberá tener en cuenta que esos representantes a quienes ve y oye por televisión o cuyas opiniones lee en los diarios no están, ni más ni menos, que convirtiendo en buenas decisiones y en buenas políticas, guiados solo por el interés general, o si queremos, del país, la materia bruta de la que está conformada la opinión pública, compuesta de muchos como él.

El espíritu que guiaba la opinión de los republicanos como Madison en la gestación de la Constitución de los Estados Unidos era el evitar la supuesta tiranía de las mayorías, que, por naturaleza, se supone que son tumultuosas, que se dejan arrastrar por la pasión del momento y, por tanto, también fáciles de manipular. En sus diversas encarnaciones históricas, esa ha sido la idea motriz de los regímenes que se han venido en llamar, sobre todo en el siglo XX, democráticos (Madison explícitamente rechazaba la Democracia contraponiendo sus defectos a las virtudes de la República) y que con más propiedad deberíamos llamar liberal-representativos o constitucionales. Es decir, compuestos por una carta o código de derechos (fundamentales) que suelen muy protegidas de su eventual derogación por una mayoría parlamentaria, el imperio de la ley, y un sistema por sufragio universal de elección de representantes de la ciudadanía, en elecciones periódicas, libres y competitivas. Mayor participación se ha considerado, en general, más perjudicial que beneficiosa para la estabilidad del sistema.

Esta idea motriz viene reforzada por la supuesta complejidad de los asuntos políticos, en sus casi infinitos matices de consecuencias, beneficios y perjuicios, que implica la especialización en ellos, ya sea por la dificultad de la materia como por el consumo de tiempo necesario para su abordaje. Tal concepción de la división del trabajo, por la que unos elegidos se convierten en profesionales de la política y expertos en ella, se refuerza con la tesis de la ignorancia pública, o, más bien, de la ignorancia del público, por la que se considera que la gran mayoría de los ciudadanos o bien no se interesan por la política o bien son incompetentes en ella. En realidad, se piensan ambas cosas. A estos efectos, los partidos políticos tienen la función de empaquetar conjuntos de propuestas y una cierta visión ideológica de la sociedad. Ésta última se afila en época electoral y se vuelve roma el resto del tiempo, cuando se gestan pactos de estado o de gobernabilidad. Son de alguna manera un atajo cognitivo para esos ciudadanos que, implicados de lleno en sus actividades privadas, poco tiempo y ganas tienen para aprender las sutilezas de la política y de la gestión de los asuntos públicos.

Todo este extenso preámbulo viene a cuenta de que en esta época convulsa de crisis económica, de crisis de los partidos, de crisis de las instituciones, en la que se ha producido un desbordamiento ciudadano de los canales habituales de participación política, en la que las demandas de la ciudadanía han sido tan apremiantes y numerosas que no podían ser satisfechas o aplacadas de un modo u otro por las instituciones, concurrían las circunstancias necesarias para que produjera de manera efectiva no sólo un mayor control y fiscalización de lo público por los ciudadanos sino un incremento significativo de la participación de éstos en las decisiones políticas. Fenómenos como el 15-M, nuevas asociaciones ciudadanas reivindicativas como la PAH o las Mareas, el surgimiento de nuevos partidos que en su estreno mediático proponían un nuevo proceso constituyente, la propagación de procedimientos de elección de líderes por los que se invitaba a votar a la militancia y a la ciudadanía en general, y la promesa de mayor participación ciudadana en los diferentes estratos de la administración pública, auguraban un futuro cercano más democrático y menos representativo. Sin embargo, la inteligencia aplicada a la manipulación nunca deja de sorprender. Por ejemplo, las primarias en los partidos tradicionales han sustituido a la elección colegiada del líder o a la designación discrecional del heredero en el cargo, pero han devenido en impúdicos pastoreos de votos o en una sofisticada y digital ilusión de pluralidad que sólo ha permitido a efectos prácticos la ratificación plebiscitaria, y las consultas a la ciudadanía han desaparecido del argumentario de los partidos, incluso, lo que es más llamativo, de los emergentes.

Podrá decirse, a modo de defensa, que no es esta buena época, precisamente, para experimentos democráticos, ya que las circunstancias económicas son tan graves que se precisa de una jerarquía consolidada en la toma de decisiones (el consenso político, sin ironía, considera que dicha cadena jerárquica comienza en Bruselas) que, parafraseando a Madison, no se deje llevar por las tornadizas pasiones de la opinión pública. No puedo resistirme a señalar, no obstante, que fue nuestro sistema político el que posibilitó (con su marco legal, con su sistema electoral, y con la influencia, por lo que se ve, desmedida de los partidos, que cooptaron de hecho las instituciones públicas) que fuera posible elegir a aquellos representantes que medraron con aquellas prácticas y que han conducido a nuestro país a la situación actual. No resulta descabellado pensar que habría que cambiar el sistema, y no sólo a los representantes, de tal modo que se crearan procedimientos e instituciones que, dado el fracaso político y moral de aquellos, posibilitaran la participación de la ciudadanía, aun sabiendo que es un proceso a medio plazo, no un resultado que se obtiene de inmediato. Panaceas políticas no hay, pero, sin duda, la legitimidad de un sistema que no aliene a la mayoría de la población de la toma de decisiones, por difícil que sea el periodo de aprendizaje de valores y procedimientos democráticos, sólo puede incrementarse. Al fin y al cabo, la democracia es la participación de los ciudadanos, considerados como libres e iguales, en la toma de decisiones que afecten a la colectividad. Lo demás lo podrán llamar como quieran, pero es otra cosa.




viernes, 27 de marzo de 2015

Consenso por arriba, resignación por abajo


Parece que ha llegado la hora de que todos nos convirtamos en sociólogos de barra de bar a cuenta de las pasadas elecciones en Andalucía y de las futuras dentro de menos de dos meses en las autonómicas, insulares y locales. Podemos pensar que ha habido un progreso en la historia de nuestro país: de ser todos entrenadores de fútbol sin licencia, ahora somos todos politólogos sin título. Alguno incluso es adoptado por el periódico local de turno para que nos regale sus reflexiones diarias acerca del panorama político y cualquier otra cosilla que sea tema del día. De todos modos, este no es un artículo sobre el intrusismo y la ignorancia: defectos que todos poseemos en mayor o menor medida, aunque sólo algunos se empeñan en hacerlos públicos, con gran regocijo de deudos y allegados.



Equipamiento básico, según algunos (foto: diario.es).


Querría centrarme, más bien, en asuntos que, a pesar de pertenecer al ámbito local, son de carácter universal, en el sentido filosófico, digamos, de la palabra. En este caso, que tenga validez o pueda aplicarse/extrapolarse a muchos lugares diferentes al nuestro ; y no "universal", por ejemplo, en el sentido que se aplica, con cierta pomposidad, a artistas que gozan del favor de alguien, normalmente con capacidad de imponérnoslo cada vez que quiere en un titular o en un telediario. Adelanto que hablo de democracia y de la participación de los ciudadanos en las decisiones de su pueblo o ciudad. 

Al grano: hemos sido testigos en nuestra ciudad de Las Palmas de Gran Canaria de la puesta en marcha de proyectos que, al parecer, han gozado del consenso político y mediático. Huelga decir que una vez que políticos y responsables de medios de comunicación han  llegado a ese consenso se da por descontado que toda la sociedad está de acuerdo. Tanto los representantes políticos legalmente constituidos como los periodistas y editores (que se arrogan también un papel de representación) consideran, pues, que tal consenso es legítimo: unos en su calidad de representantes de los ciudadanos en las instituciones en que se deciden las medidas; otros como controladores de los primeros debido a supuesto un compromiso tácito con la ciudadanía. Esta, en sí, rara vez es consultada, pues con el consenso alcanzado entre los dos primeros grupos se cree agotada esa vía.


El acuario aún no construido (foto: eldiario.es).

Así pues, y sin irnos muy atrás en el tiempo, tenemos el nuevo pabellón de baloncesto, el llamado Gran Canaria Arena. En lo que respecta a obras de gran calado, seguimos con el futuro acuario de la ciudad. Por último, el Castillo de la Luz, destinado a una fundación privada. En los tres casos, un acuerdo político entre bambalinas, legitimado posteriormente por la votación oportuna, y anunciado con gran fanfarria y toque de corneta en los medios de comunicación locales, se ha trasladado, de arriba a abajo, a la ciudadanía. Esta solo cuenta con dos opciones: seguir su vida más o menos indiferente al nuevo proyecto urbano o expresar su conformidad resignada con las decisiones de los que manejan los asuntos públicos.


No todo parece consenso (foto: eldiario.es).

En el primer caso, la construcción del nuevo pabellón de baloncesto se justificó como necesario para alojar al equipo de baloncesto profesional de la ciudad (cuyo dueño es también el Cabildo de Gran Canaria), y ser sede de futuros eventos como el Mundobasket (que atraería a aficionados y turistas de todo el planeta) amén de ser un recinto que podría ser destinado a otros eventos, como así ha ocurrido, con conciertos de cantantes como Raphael o espectáculos de Walt Disney. Además, su construcción activaría (por un tiempo) el sector de la construcción, crearía puestos de trabajo (aunque fueran eventuales) y tendría un efecto de arrastre sobre otros sectores. El coste: alrededor de 70  millones de euros pagados por instituciones públicas (50 millones pagados por el Cabildo), es decir, costeado por los ciudadanos.

En el segundo caso, la aportación de las instituciones públicas ha consistido en la cesión de suelo, la disminución de impuestos y la aceleración de la tramitación de los permisos. La inversión millonaria, la creación de puestos de trabajo y su inserción en la construcción de una imagen urbana vendible a los potenciales turistas (y a los touroperadores, que son los que, sobre todo, harán negocio) parecen las principales razones para, a despecho de la ecología, la ética de respeto por los animales y la consulta ciudadana, dar vía libre a este proyecto, aún por realizar.


Otro proyecto brillante (foto: eldiario.es).


El último ejemplo resulta aún más sangrante: en el caso del Castillo de la Luz, no se trata simplemente de un proyecto ideado y llevado a cabo a espaldas de los habitantes, que, en todo caso, no manifiestan en el peor de los casos más que indiferencia y, en el mejor, cierto apoyo lánguido. Aquí nos encontramos que parte de la ciudadanía, en concreto la del barrio donde está enclavado el castillo, se opone a que este se destine a alojar una fundación de un artista y a sus obras escultóricas. Consideran muchos residentes en el barrio de La Isleta que dicho castillo podría destinarse a usos alternativos. En todo caso, sin profundizar en estas propuestas, el Ayuntamiento, que se supone que representa los intereses de los vecinos, considera que defiende mejor los intereses de la ciudad no sólo destinando el inmueble a una fundación privada sino, además, contribuyendo a su financiación y comprometiéndose a adquirir a plazos (a razón de 100.000 euros al año) al mismo artista y a sus herederos más obras, que pasaran a formar parte del patrimonio de aquella. Sin duda, una operación redonda para el escultor y su parentela. Para la ciudad, algo más discutible. Además, todo un despliegue mediático de apoyo al escultor y a la fundación aspira a presentar al resto de la ciudadanía un consenso social unánime. Unanimidad, me arriesgo a señalar, que sólo existe en ciertos despachos y reservados de restaurantes.

Tiempo atrás hubo otras ideas galvanizadoras como una noria gigante en el Parque Santa Catalina, cerca de la zona de atraque de cruceros, o un teleférico en la cumbre de la isla. Como siempre, intereses empresariales, chisporroteo de neuronas de algún iluminado político y acogida entusiasta, a veces hasta el empalago, de los medios de comunicación son todo uno. La ciudadanía es un figurante destinado solo a leer el pequeño texto que le escriban. Más allá del éxito o del fracaso de estos proyectos y obras, lo que resulta evidente es el déficit democrático que resulta de que la sistemática toma de decisiones que afectan a la ciudad jamás toma en cuenta la opinión de los vecinos. El sistema de delegación y representación políticas no excluye de forma necesaria dicha consulta y toma en consideración, pero el imaginario político que enmarca la actuación de los partidos, empresarios y medios de comunicación excluye siempre a la ciudadanía.

martes, 27 de mayo de 2014

Absoluta normalidad


Este absurdo titular (resaltar la normalidad) solía encabezar la noticia comodín por antonomasia tanto de los medios de comunicación como de los portavoces políticos durante y tras una cita electoral. Imagino que en los albores de la democracia en nuestro país, ante la alargada sombra de los militares y las bombas de ETA, resaltar que la votación se llevaba a cabo sin sobresaltos constituía una buena noticia. Varios lustros después, el efecto me resultaba más bien siniestro. "¿Por qué no iba a a haber normalidad?", me preguntaba, cuando era más joven y todavía más ingenuo. Luego, por la tele, veía al anciano en silla de ruedas, a la monja, al pijo, a la punky, al rico y al pobre, todos en disciplinada fila hacia la ansiada urna: la fiesta de la democracia, para repetir otro tópico que, a fuerza de repetirlo, ha terminado por convertirse en una caricatura que ya sólo se pronuncia si es con ironía.


¿Anormalidad democrática?


En esta ocasión, y tras los resultados de estas elecciones para el Parlamento Europeo, justo lo que se destaca es la anormalidad, la irregularidad, la singularidad y el elemento estrambótico o friki. Pero no hubo amenazas de bomba, ni quema de urnas o de colegios electorales. No se produjeron altercados dignos de mención, salvo algún posible insulto, falta de papeletas o cosas así. Pero la absoluta normalidad no ha sido merecedora de titulares de ni ha servido de refugio retórico en la vacuidad del habitual discurso oficial. Como los partidos tradicionalmente mayoritarios han perdido la mitad de los votos y alrededor de un 25-30% de los diputados, los medios de comunicación (también tradicionalmente "grandes") no han considerado normal la cita electoral.


España tiene esencia, que lo sé yo (foto: El diario.es).
Por otro lado, la entrada (a los medios les gusta la palabra irrupción) en el Parlamento Europeo de fuerzas políticas que, al menos en España, quieren comenzar la discusión desde más atrás, es decir, que el debate no parta de premisas ya dadas como la moneda única, las instituciones que ya existen fuera del control democrático como los bancos centrales, o la obligación de pagar la deuda en primer lugar por mandato constitucional, por ejemplo, han provocado de inmediato su calificación como "populistas", "radicales", "extrema izquierda" y demás lindezas. Es llamativo, si se hace un ejercicio de extrañamiento, que la puesta en cuestión de los asuntos centrales que marcan el devenir de nuestras sociedades sea merecedora de epítetos de esa naturaleza. Ante todo, porque da la impresión de que proteger a los ciudadanos, no sólo en su dignidad y autonomía, sino incluso en su mera supervivencia orgánica, no resulta, para muchos, la prioridad de un Estado. Parecería, y aquí sin duda me aventuro, que para los portavoces políticos y los habituales caudillos mediáticos, España  consta de una esencia que debe perdurar, aun a costa de los miembros que la componen. Esa esencia de la españolidad sería un trasunto del Espíritu hegeliano que se desplegaría en la historia, y la vida de las personas que participan de esa esencia carecerían, naturalmente, de importancia. Ese espíritu se encarnaría en las cifras macroeconómicas, en el PIB o en las exportaciones, en la deuda del Tesoro, en el número de turistas que visitan el país, en el balance de los bancos o en la fiesta nacional, las matanzas de toros. Como dijo una conspicua política, "España tiene 3.000 años de historia". Por qué íbamos a preocuparnos, pues, de las personas, que viven tan poco.

Los que consideramos que España, o cualquier otra comunidad en general, carece de esencia y destino histórico alguno salvo el que decidamos colectiva y mayoritariamente los ciudadanos; los que nos oponemos a que una minoría imponga de modo más o menos velado su visión de la sociedad y su discurso político no podemos sino alegrarnos de que el descontento popular haya encontrado plataformas  en forma de partidos que, al menos en parte, representaran sus aspiraciones. Abogar por la democratización de las instituciones, por la participación de la ciudadanía en la política o por la transparencia de las cuentas publicas no deberían ser, a estas alturas, motivos de preocupación, sino de anhelo. A riesgo de volverme otro analista político más de batín y zapatillas, me inclino a pensar que, por el contrario, la subida de un partido como el Frente Nacional en Francia se debe a que los ciudadanos indignados y descontentos (y sí, con poca memoria histórica) no han encontrado ninguna opción mejor para expresar su rechazo al sistema político actual y sus reglas de juego






Nos hemos cansado estos meses de leer y oír a comentaristas políticos, periodistas de todo pelaje y sociólogos entusiastas del statu quo alertándonos del peligro del populismo, de la demagogia, de la amenaza a la estabilidad que supondría la quiebra del bipartidismo... Ellos mismos nos han glosado las bondades de la modélica transición, de la Constitución, del liberalismo (tal como entienden ellos), del sistema de partidos, de las instituciones de la democracia española y de la suerte que tenemos de vivir aquí, de tal modo que daban a entender que la actual crisis política, si entendemos por tal la desafección ciudadana hacia esos mismos partidos e instituciones, se debía casi de modo exclusivo a la incapacidad de la ciudadanía para entender el sistema político que nuestros padres de la patria habían tenido a bien regalarnos y que tanta estabilidad y prosperidad nos habían proporcionado. El idealismo de esta sociología de think tank de medio pelo y la miopía de estos expertos en marketing político se habían conjugado para intentar imponer resignación y conformidad, ya que no aprobación, en las mentes de los potenciales votantes. Ante las dimensiones de la crisis económica y la incapacidad de los sucesivos gobiernos para hacerle frente, la consiguiente crisis de legitimidad y las protestas ciudadanas, las direcciones de la mayoría de los partidos políticos y de los medios de comunicación se han mostrado, en esta línea, incapaces de entender la magnitud de los cambios en la concepción de la política y de la sociedad de gran parte de los españoles.  Sus propuestas se han limitado, en resumen, a proponer una abstracta "regeneración ética" y una "mejora en la comunicación con los ciudadanos".

Podríamos sugerirles que reformularan su idea de democracia; que ésta no es necesariamente sinónima de permanente estabilidad o de consenso. Democracia también es renovación, disenso, crítica hiperbólica, aspiraciones nunca colmadas, lucha por el reconocimiento, ideales contrafácticos, horizontes utópicos, incluso crisis, por qué no... Ni el bipartidismo conlleva plenitud democrática ni la fragmentación parlamentaria tiene que conducirnos a un Estado fallido más de lo que es ahora. Quizá deberíamos recordar que la democracia consiste en la participación ciudadana en los asuntos públicos, y urgir a los ciudadanos y a los así llamados líderes a imaginar un sistema que suponga más que la alternancia de ciertas élites en el poder y el ritual de unas elecciones periódicas que supuestamente indiquen las preferencias egoístas de los ciudadanos. Por qué no aspirar a una democracia en la que el interés y la manifestación de tales preferencias se guíen siempre por la idea del bien común, por muy diferentes que sean nuestras formas de pensar, sentir y creer. Aspiremos a la grandeza, sí, aspiremos a la democracia.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Las esfinges han vuelto

A requerimiento de mi conciencia, que no de mis escasos lectores (salvo uno), he decidido que el asunto de hoy sería uno serio: nada de frivolidades estilísticas, es decir, que no toca discutir de los modales en la mesa, las frases hechas, la anécdota trivial de los gritos de mi vecina los domingos, etc. No, hoy vamos a hablar de las esfinges. 


¡Que se postren todos los que no me han votado!
Haciendo memoria, creo que la primera vez que supe algo de una esfinge fue leyendo el mito de Edipo en una enciclopedia infantil como las que se editaban antes del advenimiento de los ordenadores personales. Todavía me acuerdo de los acertijos que le planteó aquella criatura a Edipo, cerca de Tebas. Y es que las esfinges tienen algo terrible, que se resiste a la mirada humana: una naturaleza demoníaca o divina insondable. En cualquier caso, Edipo dio con las respuestas y, como ya saben, el monstruo se suicidó.

Hoy, las esfinges han vuelto, pero secularizadas. Despojadas de su aura, desencantadas (a la manera de Weber), siguen, no obstante, lanzando anatemas sin que su interlocutor tenga la posibilidad de preguntarles por qué, para qué ni qué hacen. Así, algunos de nuestros políticos son como la esfinge de Gizeh (Guiza, según el panhispánico): imponen su presencia, pero no escuchan. Pocas cosas he visto tan ridículas como esos periodistas tomando notas frente a una pantalla, sin poder preguntar ni cuestionar las palabras del orador. Tanto esos políticos que no admiten preguntas o sólo permiten que se visualice su figura como los responsables de los medios de comunicación que mandan a sus reporteros a ese teatrillo en el que sólo se representan farsas o sainetes están incumpliendo su deber: el de promover una esfera pública libre de distorsiones en la que argumentos y contraargumentos se batan en una lucha sin coacciones a fin de que las inquietudes y problematizaciones de los ciudadanos se trasladen, vía medios de comunicación, a las instituciones encargadas de la promulgación de las leyes (Cf. Jürgen Habermas: Facticidad y validez, por ejemplo).

 Aunque no vivimos en una sociedad bien ordenada, como diría John Rawls, ni nuestra esfera pública se parece a la habermasiana, no por ello debemos de dejar de señalar que el continuo minado del espacio público de discusión contribuye a devaluar todavía más la calidad de nuestra democracia, si no a su hundimiento.


Una esfinge proponiendo acertijos

Porque ¿puede entenderse una democracia sin que sea efectivo el principio de publicidad de la actuación de las instituciones políticas? ¿No es un contrasentido para un responsable político en una democracia no querer oír las preguntas de los periodistas ni de los ciudadanos sino limitarse a mandar consignas al pueblo? No se dan cuenta de que amordazar o canalizar la información y el debate públicos sólo contribuyen a depauperar la calidad de las soluciones para los retos de nuestra época.

Y respecto de los medios de comunicación: ¿No se han preguntado por qué cada día que pasan pierden sin remedio credibilidad? ¿No será que han perdido la autoridad moral concedida por los ciudadanos por su función de crítica del poder? Parecen ciegos al efecto desmoralizador causado a la confianza de la ciudadanía por todas esas servidumbres respecto de políticos, empresarios, banqueros, etc. Lo peor es que, cuando pretenden reflexionar al respecto, hablan de la crisis del modelo de negocio y de cosas así. Uno habla de función democrática y otros, de la pasta. Así, hace gracia (aunque poca) que el director de uno de los periódicos más leídos afirme la importancia de la prensa para "ordenar la realidad frente a la desinformación" (http://ccaa.elpais.com/ccaa/2013/05/07/valencia/1367919993_108165.html).

En fin, es este un curioso retorno a un período mitológico, en donde las esfinges y los oráculos forman parte del orden natural de las cosas. Por ello, cuando los intelectuales orgánicos y los periodistas de la derecha pretenden apabullar a sus colegas de la izquierda con la frase: "Seguro que querrás estar como en Corea del Norte", con sus estatuas, efigies, tótems erigidos en honor al Líder, etc., deberían, en buena lógica, advertir que ese fenómeno esfíngico está echando raíces aquí bajo un gobierno al que son afines.


Buscando una esfera pública para lanzarle un misilazo

P.D. Al terminar de escribir el último párrafo se me ocurrió un nuevo asunto presente en ciertas discusiones, a saber: qué le debe la izquierda democráta europea a aquellos regímenes en los que no se respetan los derechos fundamentales. Se admiten propuestas.