El dichoso peñón, ni más ni menos (Wikipedia). |
Mi intención, no es en absoluto, en el primer caso, pretender mostrarme como lo que no soy, otro experto en asuntos internacionales o de pesca de bajura ni, en el segundo, hacer una defensa de símbolos patrios. Me explico: en realidad, lo que me interesa es poner de relieve el poder de arrastre de asuntos que, a pesar de vulnerar presuntamente costumbres o derechos unos ciudadanos, no poseen una dimensión tan extraordinaria como la que pretenden hacernos creer el Gobierno y los medios de comunicación. Sin embargo, es cierto que muchas personas sí sentirán una carga emocional considerable: en ambos casos, aquellas que posean como características constitutivas de su identidad el sentimiento nacionalista, una presunta ideología política o una determinada visión del mundo, percibirán aquellos incidentes casi como un ataque personal.
En el caso de Gibraltar, lo que era un problema menor a escala nacional (aunque comprendo que para los afectados el asunto es serio) respecto de un caladero, ha sido presentado, de nuevo, como un ultraje a la patria, un agravio a los españoles y una nueva muestra de arrogancia de la pérfida Albión. En el segundo caso, unos jóvenes aspirantes a políticos se han fotografiado con la bandera franquista. El asunto no tendría mayor enjundia que el mostrar cómo ciertos afiliados a ese partido consideran a éste (sin duda, de manera errónea) heredero natural de los valores de aquel régimen. En efecto, algunos ciudadanos de tendencia conservadora de este país creen que no es incompatible proclamarse demócrata y, al mismo, tiempo valorar de forma positiva la dictadura de Franco. A estas alturas, nos hemos acostumbrado a no considerar esto un escándalo cognitivo. Al fin y al cabo, democracia significa respetar visiones tradicionalistas, conservadoras e incluso pre-ilustradas, siempre que no conlleven un ataque efectivo (y no meramente una pose nostálgica) contra nuestro Estado constitucional. No obstante, hay que señalar que la exhibición de símbolos que se consideran atentatorios contra los principios constitucionales, como la bandera franquista, está prohibida.
Es posible que, a fin de cuidar las formas, una rápida expulsión de los fotografiados habría servido para apaciguar la supuesta conmoción social, magnificada, no obstante, por algunos medios de comunicación. Sin embargo, un portavoz de ese partido, imagino que con un discurso estudiado, contrapuso la bandera franquista -un símbolo- a la bandera republicana -otro símbolo- y arremetiendo contra la II República. Aparte del uso de falacias argumentativas varias y de una visión histórica sesgada en ambos casos, el Ejecutivo ha logrado que, al menos durante unos días, tanto la crisis de su partido como la económica (con la connivencia de unos medios de comunicación que se han prestado gustosos al espectáculo) pasaran a un segundo plano. No por ello quiero decir que ambos asuntos no constituyan expresión de problemas reales, pero sí que podrían haber sido despachadas en la esfera diplomática, por un lado, y en la disciplinaria del partido, por otro, sin tantas alharacas ni aspavientos.
Soy el que más sale aquí. |
Si no leemos, ¿a qué podemos aspirar? (Fuente: CIS) |
Así que no es de extrañar que, tras el continuo desmantelamiento del Estado del Bienestar y, en todo este tiempo, el fracaso de los distintos gobiernos nacionales y locales en disminuir la polaridad social, eliminar la pobreza, amén del incumplimiento en la promoción activa de la visibilidad y la voz de colectivos marginados, se recurra una y otra vez a ese nacionalismo basado en la comunidad, en la lengua y, a veces, en la genética para desviar la atención de la ciudadanía, que podría centrarse en su incompetencia e impostura. Porque tras el ejercicio de impotencia política tanto del anterior gobierno como del actual en materia económica y política, por no hablar del fracaso en la profundización de las libertades y de la promoción de valores democráticos y su aparente claudicación ante el poder financiero, uno tiende a pensar que vivimos (en palabras de Fernando Vallespín) pendientes de pequeñas mentiras, pero sin darnos cuenta del Gran Embuste.
Un Gran Embuste cuyo velo no podremos descorrer si no es mediante la democratización de la sociedad, del sistema político e, incluso, de muchos niveles de la economía (dando un paso atrás, por ejemplo, a la tendencia a eliminar a los sindicatos como actores en el diálogo social o de reducir al mínimo su papel). Es decir, deberíamos considerar que la Constitución no es el final, sino el principio de un largo proceso de continua reforma y crítica que haga de España un país del que sentirnos, entonces sí, en verdad orgullosos.
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