martes, 14 de abril de 2015

El lento cambio deliberativo

No deja de resultar paradójico que la intensidad creciente de la información respecto de los partidos en esta próxima campaña electoral ejerza en muchos un efecto lenitivo en el interés correspondiente. De algún modo, tanta información sobre política empuja a los márgenes la preocupación por la política. Establezco así una sinonimia entre política y las maniobras estratégicas de los partidos políticos por alcanzar el poder, y otra entre la política y la coordinación de acciones para la resolución de problemas comunes. Parece que es, más que nunca, la época de la primera. 


Tanto cerebro debería servir para algo (foto: eldiario.es).

Sutilezas conceptuales aparte, en esta etapa pre-electoral, hasta los partidos (o movimientos ciudadanos) que planteaban un modo de gestionar la política desde fundamentos participativos, por los que la iniciativa de las propuestas y reivindicaciones partiera desde la ciudadanía hasta la cúpula directiva parecen haberse sumergido en la estrategia a corto plazo de obtener buenos resultados en términos electorales, lo que se traduce en conformar algo parecido a un partido cazavotos corriente. Así, en algún otro artículo ya he hablado de la desnaturalización del ideal deliberativo de Podemos, por ejemplo. Este (ya) partido empieza a compartir la definición que de sí mismos hacía un dirigente de IU-LPGC hace algún tiempo, para diferenciarse, precisamente, de Podemos: "Es que nosotros somos un partido más ejecutivo". Me temo que las prisas por aprovechar "la ventana histórica de oportunidad" que ha abierto este contexto de crisis económica y su consiguiente crisis política pueden terminar por alienar a Podemos de esa base popular cuyo entusiasmo impulsó a esta fuerza política en sus no tan lejanos inicios. Sobre todo si se atisban indicios, por ambiguos e ilusorios que puedan ser, de recuperación de "las ilusiones de bienestar".


Lo importante ocurre detrás del escenario (foto: wikipedia).
Por otro lado, la democracia deliberativa significa justo eso: deliberación. No es lo mismo que el sufragio universal ni el mero sometimiento de cualesquiera cuestiones al voto de los ciudadanos o de los militantes de un partido. El voto sin deliberación previa, sin debates, no aporta gran cosa, salvo expresar un resultado obtenido por la mayoría. Así, como es bien sabido, desde el poder político, sólo se convocan referéndums cuando se está seguro de ganarlos. Además, el mismo acto del debate necesita estar reglamentado so pena de caer en el tumulto y en el intercambio de imprecaciones que solo ilustran el desprecio por las opiniones ajenas y adolecen de falta de interés en conocer los argumentos contrarios. El pastoreo de votos en asambleas políticas, sindicales y empresariales, por citar los foros más conspicuos, es bien conocido aunque no por ello menos aceptado. Al final, se trata sólo de movilizar los votos necesarios para que la propuesta o acción propia resulten ganadoras: el resto parece no ser sino una escenificación de la deliberación y de la democracia que esconde unas bambalinas goffmanianas en donde se sustancian de verdad las decisiones de peso. No deberíamos olvidar la crítica en ese sentido de Carl Schmitt respecto del parlamentarismo, que no ha perdido vigencia y que, como fue su caso, susceptible de engendrar soluciones de corte dictatorial.

Sin duda, la importancia central de la deliberación en la conformación de una voluntad democrática radica en no poca medida en su supuesto valor epistémico y en la aceptación racional de la mayoría. Ambas vertientes están relacionadas: en principio, tanto más aceptada será una política cuanto más razonable, lógica y necesaria parezca. Esa razonabilidad debería ser producto de la confrontación de argumentos y de su posterior afinación y pulimentado. Habría que añadir que la discrepancia de la minoría no sólo podría expresarse sin reservas, sino que, además de meramente tenerse en consideración, debería tener respuesta. En esta situación, la opinión de la minoría podría convertirse en la de la mayoría. Parece evidente que las reuniones ciudadanas a todos los niveles deberían tener como principio regulativo la satisfacción de los requisitos habermasianos de la situación ideal del habla (publicidad de las deliberaciones, reparto simétrico de los derechos de comunicación y no dominación excepto la ejercida por la coacción sin coacciones del mejor argumento). Esta colaboración subyacente a la deliberación y la toma de decisiones debería evitar el paternalismo político, la expertocracia y el autoritarismo en general, por no hablar de la democracia de audiencias. En todo caso, redundaría en su legitimidad.


Soy el azote del parlamentarismo.
Dicho esto, es justo reconocer las dificultades inherentes a la deliberación: el número, que hace difícil que todos los interesados puedan tener la palabra y desarrollar de manera óptima los argumentos; el tiempo; que hace que el debate deba tener un final fijado para no eternizarse (lo que puede, además, enquistar las posiciones) o que, por razones de urgencia, deba ser mucho más corto de lo deseable (o que dicho debate no se produzca en absoluto); la capacidad intelectual de desarrollar un discurso coherente y razonado, que es dispar entre las personas; la tradición, la ausencia en formación educativa de la enseñanza de técnicas y valores deliberativos, cuyos efectos se trasladan posteriormente al funcionamiento interno de los partidos políticos, sindicatos, asociaciones, etc.; las desigualdades ya presentes en la sociedad, que ejercen un efecto desmotivador: los individuos de los grupos menos representados y los excluidos suelen asimismo participar menos. John Dewey señalaba, allá por 1945: "La regla de la mayoría es tan absurda como sus críticos la acusan de serlo. Pero nunca es simplemente la regla de la mayoría (...) Lo importante es el medio por el que una mayoría llega a serlo: los debates antecedentes, la modificación de las perspectivas para atender las opiniones de las minorías (...). La necesidad esencial, en otras palabras, es la mejora de los métodos y condiciones de debate, discusión y persuasión".

Dicho todo lo anterior, concluyamos en que no es la así llamada democracia deliberativa la panacea de todos los problemas. Cualquiera que piense de esta manera corre el riesgo de caer en un buenismo que por su propia naturaleza no puede ser sino ingenuo, por lo que comporta de ceguera ante la complejidad de intereses y visiones del mundo de los grupos e individuos que conforman nuestra sociedad. Parece aspirar a una sutura definitiva de las contradicciones de aquella, un destino arcádico de sociedad autorregulada en la que se dejan atrás, resueltas como por arte de magia, las luchas por la supremacía económica, ideológica y de poder. Por no hablar de que campos específicos como la seguridad, la ecología o la economía, por ejemplo, quizás no requieran soluciones de tipo consensual, sobre todo en aspectos, como es evidente, de tipo técnico. 

Sin embargo, la incorporación de procedimientos deliberativos tomados en serio a la gestión de las instituciones podría contribuir no sólo a descubrir la voluntad mayoritaria de la ciudadanía a través de un proceso de reflexión informada, sino también a reforzar el apoyo de aquella a las decisiones que, finalmente, ejecute el poder político. Además, la constatación por los ciudadanos de que sus decisiones se tienen en cuenta, en algunos casos, o son imperativas, en otros, no podría por menos que retroalimentar su implicación en la política en los diferentes niveles barriales, municipales, regionales  y nacionales. Sería un modo incipiente y sin pretensiones maximalistas de fomentar la tan mencionada virtù republicana.
Tras décadas de gobiernos representativos y una democracia meramente procedimental en nuestro país, vale la pena recuperar las palabras de Alexis de Tocqueville: "(...) El medio más poderoso, y quizá el único que nos queda para interesar a los hombres en la suerte de su patria es el de hacerles participar en sus gobiernos".













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