viernes, 16 de octubre de 2015

El movimiento ciudadano: crónica de una transformación

En una época en que los columnistas y caudillos mediáticos de variado pelaje multiplican sus esfuerzos por analizar todo lo imaginable a golpe de suceso de actualidad y de oportunidad política, tiendo a pensar que mis aportaciones a la esfera pública, extemporáneas e impredecibles, se diluyen sin remedio en este torrente de opiniones, frases y tópicos. Mi natural pudor a escribir sin tener una mínima competencia me impele al silencio y me impediría alcanzar, si así lo quisiera, un ritmo de publicación mensual, mucho menos semanal ni, líbrenme los dioses, diario.

Quizá el fenómeno político más llamativo de los últimos meses ha sido la constatación de que un movimiento ciudadano que pretende convertirse en un partido político es devorado por esa última identidad. Si el medio de regulación de un movimiento social es la comunicación, tanto entre sus miembros como en la relación del movimiento con el resto de la sociedad, como partido político el objetivo de sus esfuerzos y la misma manera de relacionarse con otros actores políticos y sociales es el poder. De la incompatibilidad entre los dos medios de integración resulta en un plano sociológico la decepción, el desánimo y el abandono de aquellos miembros del movimiento social que no han sido capaces o no han querido incorporarse al partido político transmutado. Por otro lado, gran parte de simpatizantes del movimiento, que en un primer momento devinieron potenciales votantes del nuevo partido, al cabo del tiempo comprueban que las exigencias de la lucha política, y, más en concreto, de las contiendas electorales obligan a un así llamado pragmatismo y a una moderación política que traicionan los principios y objetivos de aquel movimiento ciudadano.


 Ese nuevo partido político ya no aspira a convencer a los ciudadanos mediante la incorporación a la esfera pública de un nuevo discurso, con nuevos relatos y nuevos conceptos, la visibilización de asuntos hasta ahora opacados por consenso político y la inclusión de sujetos o grupos sociales secularmente marginados por su posición en la estructura económica o social. El nuevo partido aspira ahora a gustar al votante común. La diferencia resulta evidente: en el primer caso se aspira a un cambio cognitivo e, incluso, moral, transformando la visión del mundo del ciudadano y, por tanto, también sus preferencias e intereses. En el segundo caso, quien se transforma es el propio partido (si esta transformación es meramente asunto de propaganda es otro asunto) que pretende acomodarse a las opiniones del votante medio. Votante medio que, según se entiende, se encuentra en el centro político, que es el espacio político mayoritario. Así, el otrora movimiento ciudadano se ha convertido en un partido político cazavotos, es decir, en un partido que para ganar unas elecciones, según el manual estándar de ciencia política, debe deshacerse del lastre ideológico (el que sea) que pueda asustar al votante de centro, al que se le supone moderado. Por otro lado, aunque también merecería una entrada propia para hablar de su funcionamiento y de sus características estructurales, un partido al uso suele ser jerárquico, con un núcleo irradiador del que emana un líder, que en la tónica personalista de la política será sobre el que se centrarán los mensajes con los que se pretenda cautivar al electorado. Los movimientos ciudadanos suelen ser, por el contrario, asamblearios y deliberativos, con una dirección informal y horizontal (aunque no es una condición necesaria y en algunos casos no es así). 


Precisamente, la renuncia a conquistar el poder político es lo que caracteriza a los movimientos sociales. Más allá de que puedan ser movimientos de uno o más objetivos o reivindicaciones, dicha autolimitación les posibilita la crítica más allá de los límites de un consenso político establecido por las élites. Su independencia  del favor de una mayoría política le permite atacar tanto los conceptos como la práctica dimanantes de un sentido común que puede estar reñido con valores de justicia o de solidaridad, entre otros. En teoría, si se resisten a la cooptación por un partido político o por las instituciones del poder estatal, el movimiento puede influir de manera poderosa en la esfera pública y crear un nuevo estado de opinión. Los métodos que deba utilizar para conseguirlo serían materia de otro artículo, pero atraer la atención de los medios de comunicación masivos se encuentran entre ellos, así como también desde hace algo más de década y media la presencia en Internet con la creación de sus propia páginas o la inserción de perfiles en las redes sociales más populares; también es habitual la práctica de entablar demandas judiciales o las manifestaciones callejeras.


Así, en el caso del que hablamos, el antiguo movimiento ciudadano, trocado en partido político y con la vista puesta en las próximas elecciones, ha pasado de desafiar el relato fundacional de la democracia española como es el de la modélica Transición, de poner en tela de juicio prominentes instituciones como la Jefatura del Estado o de prometer la intervención en escenarios económico-sociales como el de los medios de comunicación a admitirlos como males menores. La pregunta que puede uno hacerse es que si la conversión de movimiento ciudadano a partido político obedecía a la cuestión de llevar a cabo, con el poder que confiere el control de las instituciones estatales, aquellos primeros objetivos, pero para poder ganar las elecciones y ocupar el poder ese partido debe renunciar a tales objetivos, ¿qué sentido tiene dicha conversión? Ya tenemos suficientes partidos posibilistas, que renuncian a profundizar en la democratización de la sociedad y de la Administración, que se resisten también a plantear una alternativa al sistema de mercado y al capitalismo tal y como están hoy establecidos, que tampoco confían en reformar las reglas del sistema político para hacerlo más inclusivo y participativo, y que se limitan a gestionar el estrecho ámbito que las reglas de funcionamiento económico mundial y el statu quo político internacional (OTAN y UE, por ejemplo) permiten. En ese sentido, el nuevo partido político no aporta nada nuevo o, al menos, nada que desafíe la deriva del actual sistema democrático-liberal, que se muestra incapaz, si no perpetúa, las desigualdades sociales y económicas, que tienen asimismo su reflejo en la menor capacidad de acción política de aquellas personas y colectivos que más las sufren. En cambio, da la impresión de que aquellas reivindicaciones del entonces movimiento ciudadano que despertaron a gran parte de la ciudadanía del sopor político de decádas de consenso entre los partidos tradicionales se han perdido por el camino. 


La valentía política es un concepto que suele malinterpretarse, confundiéndolo con hablar con voz atronadora y mostrar el ceño fruncido delante de una cámara o blandir el puño en alto rodeado de correligionarios. A mi entender, consiste más bien en tomar decisiones que ayuden a los más desfavorecidos, que contribuyan a la igualdad social, que promuevan la participación política de los grupos marginados aun a sabiendas que dichas medidas suscitarán la ira de los sectores más poderosos que no quieren que nada cambie si no es en su beneficio. En definitiva, valentía política es atreverse a hacer lo posible por crear una sociedad más justa.






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