miércoles, 19 de junio de 2013

Dame un castillo, pero págalo tú

Cuando era mucho más joven, sin duda más inexperto e ingenuo hasta casi rayar la estupidez, tenía una idea de la Historia que, a tenor de diversas experiencias como las que escribo aquí, ha devenido infundada. Creía, simple de mí, que la Historia era el relato de los sucesos que habían ocurrido antes. Así, las grandes mujeres y los grandes hombres que permanecían en el recuerdo habían conseguido grandes gestas o provocado terribles males; la historia de los pueblos, de las naciones y de los países transcurría por tan tortuosos meandros y repentinos avatares que sólo los historiadores con talento habían descrito con éxito su continuidad... La historia de la Ciencia, de la Filosofía, del Arte, de la Literatura reflejaba sus avances o sus cambios de paradigma. Consistía, a fin de cuentas, en una narración del pasado, del que se podía aprender o abjurar. La característica general de los personajes históricos consistía en que todos estaban muertos. Sólo en las últimas páginas de los libros se sugería la pálida semblanza de alguno vivo, pero sus reseñas, o al menos esa era mi impresión, no poseían la fuerza, el aura, de los anteriores ya difuntos y que habían pasado a formar parte, ellos o sus obras, de un canon, por muy discutible que pueda ser.


Nunca lloriqueó por falta de ayuda institucional.
Viene todo esto a colación de que en los últimos años he asistido, al principio con asombro y luego con la aceptación resignada que produce la repetición del mismo suceso, al afán de varias personas por inscribirse en la Historia de modo prematuro. Es decir, personas que pugnaban por convertirse en personalidades sin que diera tiempo a que se formara el poso histórico a partir del cual emerge lo que merece ser rescatado. No obstante, reconozco que tampoco es asunto de poca enjundia saber quién, cómo y desde qué perspectiva o interés se escribe la Historia. 

Recuerdo a un poeta nacional, profusamente laureado, que, en un prólogo a un poemario suyo, describía con todo detalle su evolución poética, con ciclos y periodos, con adecuados adjetivos y fechas precisas, sin dudas ni vacilaciones, como un testador que escribiese con minuciosidad un testamento que no diera lugar a ningún tipo de confusión sobre sus intenciones. También en el terreno literario, que por alguna razón parece ser un ámbito favorable a la proliferación de los personajes en busca de autor, recuerdo  en nuestra Comunidad agrias polémicas suscitadas por la falta de mención a ciertos escritores o poetas en tal o cual Enciclopedia de Escritores Canarios o similares. Polémica avivada por ellos mismos, quienes, al parecer, no querían caer en el olvido. Curiosa anticipación, por cuanto ni siquiera había dado tiempo a que se les conociera más allá de su círculo académico o de entrañables conocidos.



¡Ay, la condición humana!
En este sentido, la mayoría de nosotros hemos leído narraciones o visto películas o documentales en las que un escritor/músico/artista injustamente olvidado o no reconocido en su tiempo conseguía que, por obra y gracia de algún investigador o editor/comisario espabilado, la sociedad por fin le prodigara el aplauso que se merecía. Esos relatos eran tanto más impresionantes cuanto más tiempo llevara muerto, claro. No es extraña a nuestro imaginario la romántica visión del artista como genio; y como tal, incomprendido. Hoy en día, en un alarde de prudencia, no son pocos quienes se apresuran a evitar que ese destino se convierta en el suyo. Artistas, pero también deportistas, empresarios e incluso aspirantes al show de Gran Hermano, se afanan por hacer brillar su nombre, más que su obra (si la hubiera), en la conciencia colectiva. Muchos, en este sentido, no se conforman con imponer a discreción sus esculturas en  rotondas urbana o calles peatonales, con publicitar sus creaciones en todos los medios disponibles, con firmar ejemplares en la feria del libro o con participar en todo coloquio y conferencia que alguna administración pública, en la figura de su responsable de Cultura y Festejos, haya tenido a bien invitarles; además, muestran su enfado con desparpajo al no ser invitados a esos congresos, jornadas o encuentros financiados con fondos públicos, o incluso a una firma colectiva de escritores locales, como si esas exhibiciones les proporcionaran un barniz  de prestigio y les aseguraran subir otro escalón hacia el Parnaso. 

Como el más reciente ejemplo, tenemos el caso de un conocido escultor que, con una eficacia digna de otros menesteres más allá de los meramente artísticos, ha conseguido que, con la aprobación de los partidos políticos que en la última década han gobernado la ciudad, se le haya otorgado todo un castillo para que se instale un museo dedicado a él... ¡en vida! Y no satisfecho con disponer de semejante edificación para albergar el museo a su mayor gloria, anuncia que donará obras propias, pero que otras, al pertenecer a sus herederos, tendrán que ser compradas, tarde o temprano, por el Ayuntamiento. 


El Castillo de La Luz (foto de Wikipedia).

Es ese otro matrimonio feliz de nuestra democracia, el de los políticos y los artistas. Matrimonio cuyos miembros, juntos y por separado, habían justificado hasta ahora el dispendio del erario en sus obras haciendo referencias a conceptos como "cultura", "arte", "seña de identidad" y otros así. Sin embargo, no recuerdo que con dinero público se destinara una obra con tal propósito a un artista vivo, aunque es probable que mi ignorancia en este punto sobrepase a la cortedad de mis conocimientos, y que entre los planes de dicho artista estuviera que el Ayuntamiento tuviera que correr, tarde o temprano con los gastos de la adquisición de sus propias obras... Claro que si eso es una práctica habitual, me temo que son nuestra capacidad de sorpresa y de indignación las que se han embotado, por lo que aceptamos con normalidad lo que debería ser motivo de escándalo.


Insisto: estaba convencido de que, a causa de la crisis económica que padecemos, habíamos dejado atrás esa lamentable época en que para justificar dicho derroche (véase mi post Subvencióname por tu bien: soy artista) se aducía que las obras en cuestión, del género artístico que fueran, "irradiaban" cultura, a modo de ondas que de modo mágico nos volverían más cultos, más listos, mejores personas; pensaba que era una etapa superada aquella en la que un dirigente político, sin duda con un propósito pionero, pretendía dotar a la ciudad de una seña de identidad, sin caer en la cuenta de que tales señas no se imponen por decreto ni mediante ordenanza municipal, sino que en todo caso se gestan con el paso de las generaciones de sus conciudadanos. Una muestra más  de cómo se trata de imponer a la posteridad lo que solo ésta puede conceder.

En definitiva, al desprestigio de los políticos y de los medios de comunicación se ha sumado también el de los artistas (colectivos en los que existen, no obstante, individualidades que sí gozan de reconocimiento social). A la ciudadanía, a pesar de su indolencia y conformismo característicos, no se le puede forzar a que sienta admiración o cariño por nadie, y menos por aquellos que no sienten reparos en hacerle correr con los gastos de su fama.






3 comentarios:

  1. El artista es un individuo con miedo a la muerte y el político es un individuo con miedo al paro, una forma de muerte en vida, algo así como la cárcel o el grupo mixto (no se sabe qué es peor). La aspiración del político es trascender los expedientes oficiales y transubstanciarse en una placa o una efigie, un mármol o un óleo eternos. El artista y el concejal se acompañan en su viaje a la eternidad, que puede durar lo que una legislatura y por eso hay que darse mucha prisa.
    ¿Hay algo más rentable que ser artista subvencionado/protegido? Sí: ser heredero del artista subvencionado/protegido. Lo bonito es que, cuanto más suculenta sea la herencia, más cruenta será la guerra entre los herederos, y para las guerras un castillo viene que ni pintado. Tenemos derecho a disfrutar viendo cómo se sacan los ojos. Hemos pagado el espectáculo.

    Juan Pablo Sánchez Vicedo.

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  2. Felicidades por el blog, lo acabo de descubrir. El mío, con temas comunes, pero más verdulero y personal: www.chocao.blogspot.com

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  3. Me gusta. Ah no, que esto no es Facebook. Desconocía lo del Castillo de Luz. Cuando paseo con la bicicleta veo lo mucho que ha cambiado, lo apetecible del parque que los precede, según vienes de Santa Catalina, claro, lo bonito que está con ese color de las piedras limpias. No sabía que estábamos homenajeando a un prócer. En fin, plenamente de acuerdo, Ubaldo. Salud. Quico

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