jueves, 23 de mayo de 2013

Subvencióname por tu bien: soy artista

Cuando parecía que a raíz y como consecuencia de la tremenda crisis económica que estamos sufriendo, el asunto se había finiquitado, he aquí que reaparece una y otra vez. No de manera virulenta, sino a la manera de esos catarros de entretiempo tan propios de nuestra canariedad. Ese tema, como no podía ser otro, es el de la cultura, o CULTURA, con mayúsculas, como gustan de decir algunos. Pero no teman, lo que publican los medios no es que haya una crisis de la cultura española, canaria o del barrio, es decir, no es que de repente dejemos de tomarnos el cafelito a media mañana, ni que la gente haya dejado de discutir por los fueras de juego, ni siquiera que los políticos se hayan vuelto, de repente, competentes en su área. Tampoco es que hayamos abandonado los zapatos  y caminemos descalzos, ni que hayamos decidido renunciar a los pisos fabricados por las empresas constructoras y hubiésemos optado, a la manera de Thoreau, por construir nuestra propia cabaña.
Soy un desobediente civil.

 A donde quiero llegar es que lo que errónea, pero insidiosamente, se quiere pasar por cultura no es más, ni menos, que lo todos conocemos por arte y espectáculos. Para centrarnos, algunas voces que periódicamente tienen cabida en los medios de comunicación, además de las redes sociales, critican o lamentan el estado actual de la Cultura. ¿Acaso hablan de que los españoles o canarios hemos perdido la capacidad creadora? ¿De que los artistas padecen una crisis de creatividad que amenaza con durar ad eternum? No, al parecer la mayoría de las quejas provienen de que el Estado o las instituciones públicas en sus infinitas encarnaciones ya no subvencionan la amplia gama de actividades y producciones artísticas como hacía antes, en la época de las vacas gordas. Además de que el caudal de dinero público se ha reducido, el Gobierno se ha atrevido a subir al 21% el impuesto a las actividades que se aglutinan bajo el rótulo de cultura (no olvidemos que España tiene un ministerio de Cultura). ¡Es el fin de la cultura!, exclaman.

Es tan sencillo como evidente señalar que en esta época de recortes a ultranza,  en comparación con las prestaciones que parecen básicas como la Sanidad o la Educación o la de desempleo, palidecen en importancia social las que ofrecen las demás áreas. Parecería que no debería haber demasiada discusión al respecto. Pues si bien pocos discuten (pero sí, los hay) que la Sanidad pública es cara y que hay que mantenerla con impuestos (de todos); o que la Educación, si se quiere universal, también; muchos menos habrá que consideren lógico o necesario subvencionar la producción artística, porque su utilidad es mucho menos obvia. Afilando el argumento, si ya se está poniendo en tela de juicio que el Estado asuma la Sanidad o la Educación, que hasta ahora formaban parte indispensable de lo que se consideraba el Estado del Bienestar, tanto más será discutible que el erario sostenga una actividad no esencial para la reproducción social como es la actividad artística.


¿Cuándo una manifa por la Cultura? (Foto de Reuters)
 Claro que podría discutirse los límites del campo semántico del concepto esencial. Al menos, convendrán conmigo, en que se podría establecer una escala jerárquica básico. Al no ser este el espacio para un análisis profundo, me limitaré a dar apuntes para la reflexión: No podemos vivir sin alimentarnos (agua y comida); la vida es miserable y casi imposible sin techo (vivienda); necesitamos adquirir los anteriores con dinero; y, al menos en esta cultura, salvo que uno sea un afortunado heredero, necesita ganarlo con el trabajo (Empleo); para lo anterior es necesario cierto grado de instrucción (saber leer, escribir, contar, etc.: Educación); somos frágiles hasta la exageración, por lo que continuamente necesitamos atención médica (Sanidad). A partir de aquí, lo que se quiera: la elevación del espíritu mediante la contemplación de una pintura, el arrebolamiento al escuchar una sinfonía, la fascinación ante un documental o una película, la singular huella en el ánimo tras la lectura de una novela o de un poema... O el fascinante laberinto del ajedrez, o la sensación de camaradería con los compañeros de petanca, el compañerismo que se propaga entre compañeros de escalada, la beatífica contemplación del paisaje... El ser humano se despliega en innumerables direcciones cuando no tiene que dedicar la totalidad de su tiempo a satisfacer sus necesidades primarias. Digamos que se desprende de la servidumbre meramente biológica y busca satisfacer otras, producto de su incansable cerebro, siempre ávido de nuevas emociones.


Si no sabes quién es, no eres culto.
Por otro lado, ante una depauperada situación económica, parece lógico que cualquier individuo prime sus necesidades básicas. Primará comer todos los días a gastarse el dinero en una entrada para la ópera, el teatro o el cine. Primará mantener a los dependientes que tenga a su cargo a pagarse unas vacaciones en el Caribe. Así son las cosas por mor de la supervivencia, que no obedecen a ninguna conjura cósmica. Simplemente, los seres humanos organizan su mundo con prioridades y jerarquías: primero, las necesidades; después, la diversión y el goce.

El contraargumento más socorrido en este caso por los afectados por los recortes estatales y el descenso en la taquilla es el de calificar todo lo anterior como demagogia, lo cual no nos aclara nada al respecto. Los que quieren ir más allá, sitúan en pie de igualdad la Sanidad o la Educación con la Cultura, porque, según ellos, la última es tan necesaria para vivir como la primera o tan útil para la sociedad como la segunda. Aparte de que es fácilmente demostrable de que la gente no suele morirse por perderse un estreno de cine ni de que el hambre se cura con la Quinta Sinfonía de Beethoven, se requiere cierta tozudez teórica para querer equiparar la recepción de las creaciones artísticas a las necesidades que se pretende satisfacer con la Sanidad, Educación, etc. Una equiparación que, bien mirada, le hace un flaco favor a las demandas en favor de una mayor contribución de fondos estatales a la promoción artística. En realidad, cualquier justificación en esta línea suele ser una mezcla de frases hechas, lugares comunes, argumentos pseudocientíficos y razonamientos paternalistas. Cualquiera de las anteriores que se utilice para apoyar las subvenciones a los festivales de música clásica, ópera o el Womad podría utilizarse, asimismo, para fomentar la petanca, el dominó o cualquier juego de cartas: promueve valores valiosos, cohesiona socialmente, es bueno para la agilidad mental, etc. La línea economicista, que es la más sólida, suele ser la baza escondida, por vergonzosa, una vez que la anterior, la espiritual, deja de ser convincente. En este sentido, los datos que se aportan como la parte del PIB que genera la industria cultural (en la que cabe casi todo), los puestos de trabajo que emplea, el retorno, etc., aparte de pecar de vagos y excesivamente generosos sí que, al menos, la ponen en pie de igualdad con las demandas de subvenciones al tomate, a la energía eólica, etc., pero no en un plano superior. Deberá, entonces, competir por los subsidios como cualquier otra industria o sector productivo de la economía española y demostrar no sólo que los necesite, sino que de algún modo beneficiará a la sociedad. 

Así las cosas, desde el lado del receptor, o como suele llamárseles (creo con cierto desprecio) consumidores culturales, es típico en la argumentación igualar los gustos propios a necesidades; y desde el lado del artista, o de la empresa cultural, es también habitual igualar la creación o negocio a necesidad social.


¡Cohesionamos como las que más!
Por otro lado, En España y en Canarias, las cantidades que se destinaron al equipamiento cultural, en forma de auditorios, teatros, museos, salas de exposiciones y demás ha sido ingente; como también lo ha sido la destinada a las subvenciones directas. Resultado: muchos de estos edificios permanecen vacíos, sin programación que los dote de sentido, quizá porque nunca hubo un publico que fuese a llenarlos ni tantos artistas o compañías para ocupar el escenario. Y respecto de los artistas, parece que sólo unos cuantos se beneficiaron de las dádivas del partido que ocupase el poder en España, en la Comunidad, en la Diputación o Cabildo, en el Ayuntamiento... Eran tiempos en que el Estado se gastaba una millonada en pagar a un artista para que decorara una cúpula en la sede de las Naciones Unidas y se justificaba el gasto porque proporcionaba prestigio; aquí, a nivel local, un pintor agradecía públicamente a determinado político que lo ayudase a  montar su exposición en un país nórdico; una época dorada en que los políticos como aquel gustaban de hablar de la CULTURA con mayúsculas, porque con minúsculas era poca cosa; en que las Comunidades gastaban millones de euros en programar festivales de música, de cine, de teatro o de lo que se les ocurriera para ocupar el lugar que por historia (o tradición, o lo que fuera) les correspondía; en que un alcalde afirmaba que si los ciudadanos no entendían que se gastase un simple par de millones de euros en una obra de Galdós, habría que "cerrar la ciudad"; una época, en fin, en la que hasta los pueblos más pequeños querían tener su propio auditorio para no ser menos que el de al lado.


8 millones de euros. Dicen que proporcionó prestigio.
Y por el lado de los artistas, qué podríamos decir para justificar su peregrinaje por las instituciones para lograr la ansiada subvención; sus requiebros y contorsiones para no herir la susceptibilidad del partido político que pudiera alcanzar el poder en las siguientes elecciones (esas listas negras de artistas, que pasaban al ostracismo). Salvo excepciones, se perfiló un escenario artístico conformista, contemporizador, chato, sin aristas, incapaz de ofrecer alternativas estético-políticas al sistema. Un sistema, recordemos, que ni en sus mejores momentos fue capaz de erradicar la miseria ni la marginación ni la desigualdad social. Un sistema que, como ya dijimos en un post anterior, transformó a los ciudadanos (con la aquiescencia de estos) en clientes y a los artistas en suministradores de contenidos. 

Claro que se podría argumentar que un artista no tiene por qué ser, necesariamente, anti-sistema, o transgresor, o rebelde, o reivindicativo. Ni siquiera tiene por qué dar voz a los oprimidos, ni reflejarlos en su arte. Puede uno ser artista y no ser nada de eso: puede llenar las rotondas de la ciudad con sus esculturas y pretender también que, en vida, la ciudad costee un museo en su honor, pero para nuestro beneficio. Beneficio espiritual, se entiende. Se puede ser artista y pretender que la obra pagada con dinero público constituya una seña de identidad de la que, en un futuro, estaremos orgullosos...  Así, con su ejemplo nos ilustran lo que nunca deberíamos haber olvidado: que ser artista no implica ser solidario ni compasivo, sólo que se posee talento expresivo; que ser culto no significa ser honrado ni justo, sólo que se poseen conocimientos específicos. Que arte y moral no son campos contiguos ni conforman una relación necesaria.





miércoles, 15 de mayo de 2013

La reocupación del espacio público

Es complicado no hablar de periodismo y de política en estos tiempos difíciles. Inextricablemente enlazados desde los albores de la reinstauración de la democracia en nuestro país, su decadencia conjunta es otro síntoma de las crisis social y política, que de manera menos evidente se habían gestado mucho antes del reventón económico. Las tres crisis: la económica, la política y la de la esfera pública han confluido de tal modo que el deterioro de las dos últimas han conducido a lo que parece una pésima gestión de la primera, que, a su vez, revierte en ellas. Me explico: el diseño constitucional por el que los partidos políticos eran los encargados casi monopolistas de la iniciativa política y el posterior desarrollo de diseños institucionales que fomentaban la especialización de la gestión política y el retiro de los ciudadanos particulares a sus asuntos privados dejaron la esfera pública maltrecha y casi inservible. Porque la esfera pública es ese espacio informal, no modelado ni estructurado por el Estado, en el que se gestan las iniciativas ciudadanas, en el que se problematizan asuntos hasta entonces incuestionados y, de ese modo, se amplía el horizonte social en todas direcciones y se aportan ideas y soluciones hasta entonces inimaginadas a los nuevos retos. Claro que si de esa esfera pública se barre a la ciudadanía y es copada por medios de comunicación que responden a intereses empresariales y partidistas, (anteponiendo así intereses estratégicos económicos o de otra índole al bien común y al interés general de la ciudadanía), por grupos de presión, expertos en márketing y aspirantes a ingenieros sociales, es poco probable  que las decisiones que se tomen cuenten con el respaldo de la población, e incluso se pondrá en duda su legitimidad, por mucho que se invoque el derecho a tomarlas por estar refrendados los encargados de ello por unas elecciones democráticas. 


Ocupando el espacio público
(cortesía de Luisa del Rosario)
No obstante, en épocas de bonanza, gran parte de la ciudadanía aceptaba, incluso con gozo, el papel que se le había otorgado: el de consumidor. Así, la única crítica que tenía aceptabilidad era la que se esgrimía contra los objetos de consumo o de ocio. Pedir la hoja de reclamaciones constituía la máxima expresión de la autonomía. La libertad parecía quedar reducida sólo a la de elegir en qué gastar el dinero. El Estado del Bienestar tuvo, como efecto negativo (como ya ha señalado Habermas) convertir a los ciudadanos (con su aquiescencia) en clientes de servicios. Así, mi impresión es que los años perdidos no son los actuales, sino todos aquellos en los que el crecimiento del PIB y de la renta per cápita no vino acompañado de la ampliación de espacios de participación política, de la profundización de los valores democráticos, de la mejora de las relaciones laborales y de la eliminación de las bolsas de pobreza que ni en los mejores años se redujo de modo significativo.

Por el lado de los medios de comunicación, la caída constante de venta de ejemplares y de lectores no parece que haya venido acompañada del debido cuestionamiento de su función social y política.  Más bien, su particular crisis la ha intando solventar sólo en el aspecto económico, a base de reducciones de plantilla  y búsqueda de nuevos inversores, orillando el afrontamiento de lo que constituye, en mi opinión, su problema principal: la creciente falta de credibilidad que los aleja de amplios sectores de la ciudadanía que anteriormente conformaban su masa lectora. Su modelo de negocio parece abocado a desaparecer o a experimentar una mutación estructural. De ahí que no extrañe la proliferación en Internet de medios digitales, blogs, etc.  que no requieren de la enorme inversión de capital que necesita el soporte físico, sólo disponible, por consiguiente, para conglomerados empresariales cuyos intereses no se alinean necesariamente con los de la ciudadanía. Como ya dijimos en otro post, si los medios no trasladan las problematizaciones suscitadas en la esfera informal a las instituciones encargadas de resolverlas o de plasmarlas en iniciativas legislativas, si se limitan a cumplir tareas de encargo, de difusión de consignas o de propaganda provenientes de las élites para su propagación entre la ciudadanía, aparte de incumplir con su tarea funcional en una democracia y de contribuir a erosionar ésta, me temo que acabarán por destruirse a sí mismos.

Una tendencia similar se percibe en los dos principales partidos políticos. Ante el hecho de la desafección de amplias capas de la ciudadanía que antes se inclinaba por votarles dentro de un sistema electoral que promueve el bipartidismo y la estabilidad política antes que la pluralidad de la representación, aquellos muestran una actitud contemporizadora, de resistencia, esperando que la crisis económica escampe y todo vuelva a la situación (política) anterior. 


Datos de Metroscopia
Sin embargo, en un nuevo escenario de precariedad laboral y, por consiguiente, social por el recorte de los derechos de los trabajadores y empleados, en un escenario informativo des-autorizado y des-monopolizado, no parece probable que eso ocurra. Aunque sus think tanks y fundaciones varias se estrujen los sesos para absorber y canalizar las nuevas protestas y modos de expresión de la ciudadanía, su óptica de los acontecimientos parece demasiado estrecha para las nuevas realidades. No obstante, más allá de la fragmentación de la representación política en las cámaras, está por ver que el concepto mismo de partido político permanezca inalterado sin su consiguiente quebranto.

Partidos políticos y medios de comunicación han sido cooperadores en el anestesiamiento político de la esfera pública. La política parecía haber quedado reducida a la resolución de problemas administrativos o técnicos que no parecían tener conexión con la pluralidad de valores o de cosmovisiones. El énfasis en la gestión  y no en el planeamiento de la sociedad en la que querríamos vivir, como si ya morásemos en la mejor posible (olvidando así a los sectores más depauperados y marginados de la ciudadanía,por ejemplo), reforzó ese vaciamiento de la política en la esfera pública e incentivó, como hemos dicho al principio, el desinterés de la mayoría de los ciudadanos con respecto de las preocupaciones por el bien común.


Fotografía de Democracia Real Ya
En la actualidad, tras el surgimiento de la crisis y la bajada del nivel de vida general, la precarización de las relaciones laborales, la crisis de legitimidad y representación, y, por tanto, la aguda crisis de confianza en el sistema, parte de la ciudadanía ha vuelto a reivindicar su necesario papel en la iniciativa política. Ya sea por los efectos directos de la crisis, ya sea por solidaridad o por reflexión personal, la política no institucionalizada ha vuelto a la esfera pública. Movimientos como el 15-M u otros colectivos de ciudadanos de a pie que han adquirido protagonismo en los últimos tiempos han contribuido a cambiar la conciencia colectiva. Bien sea para denigrarlo o subestimarlo, bien sea para ensalzarlo o exagerarlo, el fenómeno del 15-M  marca un punto de inflexión en la valoración y análisis de la política española, además de servir de ejemplo, inspiración y punto de partida para otros futuros movimientos ciudadanos. El nuevo escenario, más convulso e inestable, pero también más plural y abarcador ha dejado de estar monopolizado por los partidos y medios de comunicación tradicionales. Las crisis son oportunidades para el cambio, y no todos los cambios tienen que ser a peor.


viernes, 10 de mayo de 2013

Opino, luego nada

Una de las figuras más conspicuas, pero menos relevantes en los medios de comunicación es la del columnista en la prensa y la del tertuliano en la radio o en la televisión. Digo conspicua porque su presencia no sólo es visible, sino que se hace notar. En la prensa: colores, tipografía y formato especiales; en la radio, no hay parrilla en la que cada programa no cuente con un debate político, deportivo o cultural. En la tele, grandes escenarios, decorados star-trek, cronómetros que miden el tiempo de intervención; en algunos casos, público para el aplauso o  el jaleo... Esta pasión por el debate podría en principio ser una buena señal respecto de la salud de nuestra democracia. En la tele, sobre todo en los últimos tiempos, el debate político se ha convertido en una de las estrellas de la programación de las cadenas. Puede uno llegar a pensar que lo político se ha reintroducido en los hábitos sociales, cuando parecía que la ciudadanía se había alejado para dedicarse a sus asuntos privados y dejado la gestión pública en manos de los especialistas. 


El que gane se queda con la rubia

Digo también menos relevantes porque está por ver que en estos espacios se debata. Es decir, no digo que no se produzca intercambio de opiniones, pero cuando las opiniones se limitan a intercambiarse, de poco sirven. De hecho, cuando asistimos a debates electorales podemos corroborarlo. Como si fueran agua y aceite, no parece que haya modo de que los argumentos de un candidato influyan en la mejora, matización o renovación de los argumentos del otro. Podemos situarnos en un plano menos ideal y más estratégico y reparar en que en ningún momento los contendientes lo pretendieron. De hecho, su interés no estaba en obtener una ganancia gnoseológica sino en suscitar la aprobación o adhesión de un público situado más allá del plató, frente al televisor, una masa informe que bien moldeada podría transfigurarse en votos. No es de extrañar que no suscite escándalo que se pregunte a los ciudadanos quién ha ganado. Y tampoco que los ciudadanos acepten responder a este tipo de preguntas que, miradas con cierto extrañamiento, están cercanas al absurdo. 

De sobra está estudiada la teatralización de la política,  examinada la consideración de la política como espectáculo, pero no por ello deja de resultar irritante constatar que asumimos con naturalidad que votemos a un partido o a otro si nos sentimos identificados o no con él.  En realidad, más que vincular mi identidad a otra persona o partido, preferiría que me ofrecieran buenas razones respecto del tratamiento de los diferentes problemas que encaramos como sociedad y ciudadanos. Buenas razones que no pertenecen en exclusiva a nadie, y buenas razones que sólo pueden surgir tras la apreciación de las opiniones, motivos y objetivos de otras personas y colectivos. Dejar  el trazado de las líneas presentes y futuras de nuestra comunidad en manos sólo de las meras emociones o de su representación no parece el mejor modo de conseguirlo.


Gente que decidió sentirse identificada
Lo mismo podemos decir de los debates entre periodistas. Como si fueran caballeros que militan bajo distintos pendones, se baten entre sí casi sin oírse. No es de extrañar que parezcan luchar en soledad, propinando mandobles al aire, pues en realidad nunca quisieron de-batir en un espacio común. Así, el periodista A profiere su crítica acerba contra el Gobierno, el B lo defiende a capa y espada, el C  hace alarde de su particular erudición histórica para defender la identidad milenaria de su pueblo/nación, y el D se sitúa entre A y B, a lo que añade una leve ironía respecto de C, lo que le convierte en moderado. Acabado el debate todos siguen pensando absolutamente lo mismo, defendiendo exactamente los mismos puntos de vista. Ni un matiz, ni una concesión salvo que sea para reforzar la posición propia. Por ello, su relevancia en el espacio público es conspicua, pegajosa, insoportable a veces, pero al mismo tiempo irrelevante, vacua y prescindible. Al espectador u oyente sólo le queda adherirse o identificarse, sólo le queda sentir quién le cayó mejor o peor...

Y qué decir de los columnistas de los grandes periódicos.  Y de los columnistas de periódico local. Salvo raras excepciones (y hay alguna), es difícil imaginar como se puede desaprovechar con tanta eficacia ese pequeño altavoz público con el que se pueden comunicar tantas cosas a (potencialmente) tanta gente. Hay columnistas que, seguramente ahítos de escribir, nos cuentan los cotilleos de salón respecto de políticos o empresarios. Otros, nos atosigan con sus postureos literarios o anécdotas de costumbres. No digo yo que uno no pueda tener debilidades, sobre todo si denotan cierto ingenio o agudeza. Lo malo es cuando tal debilidad se convierte en seña de identidad, de la que incluso se enorgullecen. Cuando la anédocta trivial o el chascarrillo, por un lado, o la transmisión de consignas desde centros de poder se convierten en el único contenido. No es por nada que el tránsito desde los primeros periódicos de la incipiente sociedad burguesa de finales del siglo XVI hasta mediados del XVII, pasando por los periódicos de masas hasta la actual nadería ha ido paralelo a la evolución o, más bien, decadencia de la esfera pública (Cf. Habermas Historia y crítica de la opinión pública).
¿Por qué será que me citan tanto?

Es evidente que no vivimos en una sociedad bien ordenada, ni que se dan, siquiera de manera aproximada, las condiciones ideales para el diálogo ni mucho menos para una esfera pública sin distorsiones, dominada como está por grupos de presión, especialistas en marketing y publicidad, psicólogos sociales, etc.
No soy tan ingenuo para creer que las luchas por poder, la defensa de los intereses propios y la intolerancia no formen parte importante de nuestro mundo y creer que la mayoría de los ciudadanos cambiarían su modo de actuar, normalmente quietista, conformista y pasivo, para ejercer de individuales motores de evolución y cambio sólo con que supieran. No obstante, qué menos que opinar y actuar en conformidad con lo que uno cree justo.

Bueno, ya me despido. Como se puede ver a simple vista, no es este un blog teórico, con citas a pie de página y abundante bibliografía. Es más bien un espacio en el que reflejo y comparto mis inquietudes. Al principio, pretendía ser más ligero aún, pero es difícil expresarse en un medio público con potenciales lectores desconocidos y no intentar, de alguna manera, que influya. Lo cierto es que en la vida cotidiana sobran motivos para la indignación, para la crítica, para la irritación y para el asombro.  







miércoles, 8 de mayo de 2013

Las esfinges han vuelto

A requerimiento de mi conciencia, que no de mis escasos lectores (salvo uno), he decidido que el asunto de hoy sería uno serio: nada de frivolidades estilísticas, es decir, que no toca discutir de los modales en la mesa, las frases hechas, la anécdota trivial de los gritos de mi vecina los domingos, etc. No, hoy vamos a hablar de las esfinges. 


¡Que se postren todos los que no me han votado!
Haciendo memoria, creo que la primera vez que supe algo de una esfinge fue leyendo el mito de Edipo en una enciclopedia infantil como las que se editaban antes del advenimiento de los ordenadores personales. Todavía me acuerdo de los acertijos que le planteó aquella criatura a Edipo, cerca de Tebas. Y es que las esfinges tienen algo terrible, que se resiste a la mirada humana: una naturaleza demoníaca o divina insondable. En cualquier caso, Edipo dio con las respuestas y, como ya saben, el monstruo se suicidó.

Hoy, las esfinges han vuelto, pero secularizadas. Despojadas de su aura, desencantadas (a la manera de Weber), siguen, no obstante, lanzando anatemas sin que su interlocutor tenga la posibilidad de preguntarles por qué, para qué ni qué hacen. Así, algunos de nuestros políticos son como la esfinge de Gizeh (Guiza, según el panhispánico): imponen su presencia, pero no escuchan. Pocas cosas he visto tan ridículas como esos periodistas tomando notas frente a una pantalla, sin poder preguntar ni cuestionar las palabras del orador. Tanto esos políticos que no admiten preguntas o sólo permiten que se visualice su figura como los responsables de los medios de comunicación que mandan a sus reporteros a ese teatrillo en el que sólo se representan farsas o sainetes están incumpliendo su deber: el de promover una esfera pública libre de distorsiones en la que argumentos y contraargumentos se batan en una lucha sin coacciones a fin de que las inquietudes y problematizaciones de los ciudadanos se trasladen, vía medios de comunicación, a las instituciones encargadas de la promulgación de las leyes (Cf. Jürgen Habermas: Facticidad y validez, por ejemplo).

 Aunque no vivimos en una sociedad bien ordenada, como diría John Rawls, ni nuestra esfera pública se parece a la habermasiana, no por ello debemos de dejar de señalar que el continuo minado del espacio público de discusión contribuye a devaluar todavía más la calidad de nuestra democracia, si no a su hundimiento.


Una esfinge proponiendo acertijos

Porque ¿puede entenderse una democracia sin que sea efectivo el principio de publicidad de la actuación de las instituciones políticas? ¿No es un contrasentido para un responsable político en una democracia no querer oír las preguntas de los periodistas ni de los ciudadanos sino limitarse a mandar consignas al pueblo? No se dan cuenta de que amordazar o canalizar la información y el debate públicos sólo contribuyen a depauperar la calidad de las soluciones para los retos de nuestra época.

Y respecto de los medios de comunicación: ¿No se han preguntado por qué cada día que pasan pierden sin remedio credibilidad? ¿No será que han perdido la autoridad moral concedida por los ciudadanos por su función de crítica del poder? Parecen ciegos al efecto desmoralizador causado a la confianza de la ciudadanía por todas esas servidumbres respecto de políticos, empresarios, banqueros, etc. Lo peor es que, cuando pretenden reflexionar al respecto, hablan de la crisis del modelo de negocio y de cosas así. Uno habla de función democrática y otros, de la pasta. Así, hace gracia (aunque poca) que el director de uno de los periódicos más leídos afirme la importancia de la prensa para "ordenar la realidad frente a la desinformación" (http://ccaa.elpais.com/ccaa/2013/05/07/valencia/1367919993_108165.html).

En fin, es este un curioso retorno a un período mitológico, en donde las esfinges y los oráculos forman parte del orden natural de las cosas. Por ello, cuando los intelectuales orgánicos y los periodistas de la derecha pretenden apabullar a sus colegas de la izquierda con la frase: "Seguro que querrás estar como en Corea del Norte", con sus estatuas, efigies, tótems erigidos en honor al Líder, etc., deberían, en buena lógica, advertir que ese fenómeno esfíngico está echando raíces aquí bajo un gobierno al que son afines.


Buscando una esfera pública para lanzarle un misilazo

P.D. Al terminar de escribir el último párrafo se me ocurrió un nuevo asunto presente en ciertas discusiones, a saber: qué le debe la izquierda democráta europea a aquellos regímenes en los que no se respetan los derechos fundamentales. Se admiten propuestas.




viernes, 3 de mayo de 2013

Del ser, la nada y la transubstanciación.

Buenas. Este primer post versa ¡sobre el ser y la nada! Ya decía Heidegger que... 
Hola, soy Heidegger
Es broma, no hay de qué asustarse. Dejaremos al filósofo para más adelante, para cuando los lectores interesados formen una masa crítica de peticiones al respecto. Vamos a tocar, en cambio, otro asunto mucho más sencillo a la par que actual: la transubstanciación. ¿Quién no se ha preguntado alguna vez en qué consiste este misterio? ¿Por qué pan? ¿Por qué vino? Bueno, pues tampoco vamos a hablar de eso, ni me imagino que lo hagamos nunca, pero eso ya se verá. Entonces, ¿por qué el título del post? Pues porque me he propuesto darle a cada post un título que no tenga nada que ver con el contenido. ¿Por qué?, volverán a preguntarse: pues porque andaba juguetón al ponerme a escribir. La Historia está llena de caprichos disfrazados de decisiones trascendentales.

En realidad, a lo que llevo dándole vueltas toda la semana es a hablar de tópicos.  Algo que se ha convertido en un tópico, por cierto: no pasa un mes sin que en algún periódico, gacetilla, hoja parroquial o blog se combata con ferocidad el uso de solecismos, de barbarismos o de frases hechas, por ejemplo. Ese es el bando de los puristas del lenguaje, que en su ardor guerrero tanto arremeten contra el laísmo, las variantes dialectales como el habla canaria o las faltas de ortografía como a los miembros de la RAE por permisivos. Como si la RAE, en realidad, pudiese mandar en eso. Hay otro bando (que no tiene nombre que yo sepa, pero que podríamos denominar el de los pasotas) cuya postura puede resumirse en: "Mientras se entienda..." A este respecto, recuerdo una intervención de Gabriel García Márquez en un congreso internacional sobre la lengua en la que abogaba por la simplificación de la ortografía para "humanizar" aquella.
¿Quién te crees? ¿García Márquez?
(http://www.elcastellano.org/gm.html)

En fin, a mí la frase hecha que más me revienta últimamente es: "La mujer del César no debe sólo ser honesta, sino debe parecerlo". Claro que el uso corriente la ha modificado en versiones como: "La mujer del César no sólo debe serlo, sino parecerlo", o más simpático aún: "La mujer del César no debe serlo, sino parecerlo". Los atajos del pensamiento conducen al asesinato de la expresión (buena sentencia, ¿eh?).  Ya sea la original o cualquiera de sus absurdas variantes, reparen, queridos lectores, en que la frase necesita de cierta solemnidad para que sea bien comprendida. Cuando se profiere en una tertulia de periodistas (algunos lo llaman debate), suelen enarcarse las cejas y arrugar la frente; y si se acompaña de un dedo índice perforando el espacio, mejor. En las radiofónicas, toma forma de coletilla inspirada que da por zanjado cualquier tema: la privatización de la compañía de aguas, la desprivatización de la compañía de aguas, la última intervención (sin preguntas) del presidente, los líos del PP, los líos del PSOE, los apuros de Tony Cantó o la última hazaña prevaricadora de un concejal de pueblo. 
¡Atentos, estoy soltando una genialidad!
Además, suele seguirla un silencio, que en la radio son muy significativos. Puede llamársele silencio espeso, de esos que pueden cortarse con un cuchillo.
Como escribo sobre la marcha (pero corrijo), acabo de acordarme de George Orwell, quien en una colección de ensayos titulada Inside the whale and other essays (Penguin) también le dedica uno a las frases hechas y expresiones manidas. Daba la impresión de estar hecho un basilisco. Otro fustigador era Fernando Lázaro Carreter con cuyo El Dardo en la Palabra me hice unas risas. Por otro lado, el mayor artista de las frases hechas, en forma de latinajos, era, cómo no,  Montaigne. Claro que esa es otra dimensión, más bien al alcance de pocos.

Nota para los canarios: me chiflan las frases que yo llamaría idiosincráticas, de orgullo isleño, a saber: "Como aquí no se vive en en ningún sitio", "La playa de las Canteras es la mejor del mundo", "El pueblo canario es secularmente hospitalario" y "Es una tierra muy agradecida porque caen tres gotas y se pone todo verde". O la de los discursos de inauguración de algunas jornadas: "En este entorno incomparable..." Son frases, no obstante, muy útiles. Cohesionan, suscitan consenso y hacen equipo. A los taxistas, con ellas, me los meto en el bolsillo. Además,  una vuelta de tuerca al tema se da cuando un canario, por ejemplo, le señala a uno no canario: "Como se dice aquí: Al pan, pan; y al vino, vino", ignorante de que en otras latitudes (digamos Palencia, sin ir más lejos) se dice del mismo modo.

Termino ya. Si hay algún lector leyendo este post, agradecería su colaboración con más frases de este tipo. Son graciosas, sobre todo, cuando tienes al alguien de cómplice y las sueltas a diestro y siniestro para mutuo regocijo.


Transubstanciando



miércoles, 1 de mayo de 2013

PRESENTACIÓN DE MI BLOG (NO SIN MI BLOG)

Cuando uno se dispone a leer un blog, al menos es mi caso, espera varias cosas: a) que no sea aburrido; b) que la lectura no sea difícil, y ahora no me refiero al tema en sí o a su complejidad, sino a esos ataques de creatividad sobrevenida por la que el autor impone esos fondos, colores y tipos de letra que parecen diseñados ex profeso para que uno huya rápidamente y no vuelva jamás. 
Típica expresión ante un  blog ilegible

Bueno, al parecer, son sólo dos cosas... Imagino que con el tiempo se me irán ocurriendo más, ya que a partir de ahora, leeré críticamente todos los blogs (y no leo muchos, la verdad). Por cierto, para ahorrarme las preguntas de mis futuros lectores, que se contaran por millares (sin duda), debo decir que el título de  Perreta, pero poco obedece a varias razones: a) el blog de cine de un amigo mío, que se llama Friki pero pocoMe gustó el título y me pareció inspirador. Por cierto, recomiendo el blog. En la mitad de las ocasiones no pillo las referencias cinematográficas ni sé de qué actores o directores habla, pero la culpa es mía y sólo mía; b) consideré que el término perreta era más divertido, actual y juvenil que el de crítico. Ya que ninguno de esos tres adjetivos se me puede aplicar, pensé que sería un delicioso contrapunto a mi severa personalidad. Como diría una periodista a la que detesto: "Es coloquial a la par que expresivo" (con la cursiva señalo la expresión). Vaya, veo que otra vez solo muestro dos razones. De todos modos, no puede haber c) sin a) y b), así que no nos quejemos demasiado...

¿Y de qué va este blog? Sería sencillo a la par que contundente, con un punto descarado, escribir: "De lo que me dé la gana", pero, claro, si yo leyera eso en otro blog, imagino que pensaría que el autor es un maleducado y que, en realidad, no va a contar nada interesante. A lo sumo, varios consejos prudenciales y algún imperativo categórico. Por tanto, me veo en la obligación de contestar que no escribiré de lo que me dé la gana. Quizá de lo que quiera, eso sí. Precisando, mis campos de interés (¿no hay un modo más pedante de decirlo?) son, y no en orden de importancia: 1. Política; 2. Arte (o lo que los periódicos y la gente poco instruida denomina Cultura); 3. Filosofía; 4. Antropología; 5. Religión; 6. Economía; 7. Cine (ay, no, de eso es el blog de mi amigo); 8. Literatura (¿esto no entra dentro de Arte o Cultura?); 9. Cualquier asunto que me despierte de mi proverbial indolencia (¿por qué proverbial? Mmm). En realidad, y en eso creo que ya están preparados para convenir conmigo, "De lo que me dé la gana" es más corto. Pero más grosero, también.

Ni qué decir tiene que la participación de las miríadas de lectores que acudirán ávidos de instrucción a este blog es bienvenida. También la de cualquier otro. Eso sí, mi único deseo (y exigencia) al respecto es que no se empleen insultos. Todo lo demás me parece bien: las ironías venenosas sí son bienvenidas, los sarcasmos demoledores u otras muestras de combate dialéctico, pero los insultos, no: demuestran poca finura, poco aplomo intelectual, poca gracia, en definitiva.  



Estos tipos sí que son graciosos
Como decía un amigo mío: "Hay gente que tiene gracia y gente que no". Yo creo que todos tenemos, al menos, un poquito. Ah, se me olvidaba: sería útil a la par que interesante que en la exposición de los argumentos no nos comportáramos como estúpidos. Es tremendamente irritante escuchar o leer expresiones tales como; "Porque sí", "por sentido común", "lo sabe todo el mundo", etc., o buscar en vano la relación lógica entre las premisas y las conclusiones de nuestro interlocutor. No obstante, y contra lo que pueda parecer la anterior advertencia, no soy quisquilloso. Más bien, me aburro rápido.

Acabo, que en algún sitio he leído que las entradas en un blog no pueden ser muy largas. Todo el mundo sabe que terminan por aburrir. Además, como esta introducción no se va a publicar hasta que escriba el primer asunto (o post), me puedo pirar sin problemas de conciencia.


Las Vegas: resetea tu vida