viernes, 10 de octubre de 2014

Sentido de Estado

No seré el primero en señalar que, en las Comunidades Autónomas y en las provincias, los partidos políticos, las diferentes élites locales en su ámbito de influencia y las plataformas ciudadanas rara vez proponen un proyecto político que abarque España entera. Lo común es que dichos proyectos se circunscriban a su ámbito geográfico, o bien que nacionalidad se entienda en clave nacionalista o independentista respecto de España. Situándonos en el primer caso, me pregunto si no estamos asumiendo acríticamente que esos proyectos regeneradores, reformadores o rupturistas de orden político son cosa de "los de Madrid". Como si las élites de la capital del Estado fueran y debieran ser las encargadas de idearlos, plantearlos y ejecutarlos, y nos quedara al resto de ciudadanos habitantes de las demás comunidades asistir en calidad de meros espectadores, con la carga de pasividad intrínseca que comporta representar tal papel. 


He hecho mis pinitos en eso de la democracia deliberativa.
Ignoro si en estos momentos en los que parecen percibirse cambios en la autocomprensión política e histórica de nuestro país, disponemos en Canarias de políticos con perspectiva estatal, no sólo preocupados por su puesto en la lista electoral local y su ámbito de influencia clientelar; si contamos con intelectuales para realizar análisis y diagnósticos políticos no mediados por intereses espurios y que, además, se atrevan a formular propuestas normativas, aportes teóricos que contribuyeran a desarrollar nuestra democracia, que parece vieja por mor del exagerado paternalismo político que hemos padecido y de la delirante mitificación de su génesis, que ha devenido en su parálisis; si, además, ha florecido una sociedad civil pujante que, independiente del Estado, de los partidos políticos y  de confederaciones empresariales y financieras varias (todos empeñados en convencernos de que saben lo que más nos conviene a pesar de nosotros mismos), esté comprometida con la democratización de los diferentes ámbitos de nuestra sociedad: la democracia como punto de partida, no como punto de llegada; proceso inconcluso e inconcluible.



¿Intelectuales en Canarias? No me lo creo.

Ahí radica la duda. O, si somos de natural pesimistas, más bien algo cercano a la certeza: los políticos locales no parecen contar entre la ciudadanía con demasiado predicamento. Su singular concepción de la cercanía (que se limita a la aparición casi diaria en los medios de comunicación), la incompetencia reconocida de muchos y la indigencia moral de otros, además de la larga lista de imputados y de la algo más corta de condenados por la Justicia, se combinan para que se pueda afirmar sin esperar excesiva contradicción que es general el desprecio ciudadano por la clase política canaria. Por otro lado, afirmar que existan intelectuales en nuestra Comunidad resulta aventurado. Al menos, si no los identificamos con los "líderes de opinión" o los columnistas de a destajo, cuya multiplicidad de esfuerzos es encomiable, ya que no la complejidad de sus análisis ni el altruismo de sus fines. Si atendemos a una definición, mucho más exigente, como la de Axel Honneth, la tarea se complica, pues éste introduce una distinción entre intelectuales normalizados y lo que denomina crítica de la sociedad:


"Mientras el intelectual  normativo está ligado al consenso político que se puede considerar expresión de todas las convicciones morales en las que se superponen las visiones del mundo plurales, la crítica de la sociedad está exenta de tales limitaciones porque pretende precisamente cuestionar las convicciones de fondo de ese consenso. Mientras que la crítica de la sociedad puede permitirse exageraciones y parcializaciones éticas, el intelectual de hoy se ve obligado a neutralizar todo lo que pueda sus vínculos ideológicos porque dentro de lo posible tiene que encontrar aprobación en el espacio público político. (...) el intelectual tiene que publicitar su opinión con argumentos hábiles, mientras que el crítico de la sociedad puede intentar convencernos de lo cuestionable que resulta la praxis establecida haciendo uso de una teoría impregnada de ética"(1) 

En este sentido, en nuestra Comunidad ni siquiera nos sobran intelectuales normalizados. Al menos, no aparecen en los medios de comunicación locales, mucho más propensos a proporcionar espacio a los ya mencionados "líderes de opinión" o a los expertos de turno. Ambos, al igual que el intelectual normalizado o mediático, jamás ponen en cuestión el marco  en el que se generan las polémicas del momento. Céteris páribus, encontrarnos a un crítico de la sociedad resulta, por tanto, improbable. 



"Ya estamos en el mapa mundial de..." (y añádase lo que proceda).

Por último, si hay un momento en que la sociedad civil, vía asociaciones ecologistas, plataformas ciudadanas y oenegés de diverso tipo, por ejemplo, estén desempeñando un papel activo y visible (sobre todo, desde el 15-M) es ahora. Otro asunto, sin embargo, es que tal fermento reivindicatorio de la sociedad civil sea trasladable a la mayoría de la ciudadanía canaria, que, como sabemos, fue al igual que la del resto de España instigada a abrazar valores individualistas y consumistas, en sintonía con el credo economicista y neoliberal (con sus valores, entre otros, de competencia, meritocracia y sospecha del Estado social) en estas décadas de democracia constitucional. A falta de comprobación empírica al respecto, tengo la impresión de que la proliferación de protestas por la crisis económica y por asuntos de ámbito más circunscrito como las prospecciones petrolíferas han generado mayor grado de conciencia de la política, en lo que parece haber sido una consecuencia positiva, que no es poco, de aquella crisis.

Me pregunto, en fin, si desde nuestras peculiaridades culturales, históricas y geográficas, si desde nuestra posición periférica política, somos capaces de imaginar nuevas posibilidades de convivencia, de desarrollar nuevos diseños democráticos, de plantear herramientas deliberativas aplicables en una multiplicidad de ámbitos, no solamente institucionales, que puedan tener dimensión nacional. Es posible que para dar una respuesta afirmativa a estas preguntas sea necesario reconfigurar de un modo radical nuestra visión personal y colectiva de la política: formación, participación, deliberación, compromiso. No son sólo los políticos los que deben tener sentido de Estado.


(1) "La idiosincrasia como medio de conocimiento. La crítica de la sociedad en la era del intelectual normalizado", en HONNETH, A. Patologías de la razón. Historia y actualidad de la teoría crítica, Madrid: Katz, 2009. 

domingo, 5 de octubre de 2014

De los libros a la participación política

Son días de soledades varias y de tardes inmensas, como avenidas moscovitas. Tardes para leer y para pensar. Algo menos para escribir, me temo...  Una entrada de blog, sencilla, podría ser la enumeración y breves comentarios de lo que llevo leyendo el último mes o año. Por si fuera de interés para alguien más, como para esos sufridos seres humanos que, a despecho de mi estilo y de los temas de los que me ocupo aquí, emplean parte de su tiempo en leerme. Se lo agradezco, y no sólo por vanidad. Respecto de mi capacidad de comprender todos los conceptos, diría que unos cuantos, sí, y, más de lo que creo, muchos no. En ocasiones uno está más receptivo para unos asuntos y enfoques que en otras; a veces, se disfruta de lucidez para abordar problemas complejos, y en cambio, con frecuencia, es imposible pasar más allá de una página sin preguntarse si uno se ha vuelto analfabeto funcional.



De mayor, quiero ser librero.


La desesperación de un lector maduro como yo no es sólo el tiempo que le queda por leer todo lo que querría, sino el tiempo perdido en que no se leyeron aquellos libros cuando más fructíferos podían haber sido. Con la política, pienso lo mismo. La interiorización del pensamiento consumista, individualista y, sí, neoliberal es asombrosa, y sólo se revela cuando se hace un ejercicio de extrañamiento a base de lecturas y conversaciones de cierto nivel intelectual. Debe haberse producido un desarrollo en los juicios y en los valores, un cuestionamiento de usos y costumbres que se haya vuelto sistemático. Al final, todo retorna a la lectura, al estudio y a la reflexión. A continuación, lo leído y lo reflexionado se utiliza en el debate y la discusión. Y volvemos al principio. No es complicado: es cuestión sólo de dos elementos no siempre disponibles: voluntad y tiempo. A estas alturas, uno no lee libros malos. Esa frivolidad no está permitida. Es más, ni llegan a la mesa. Debe de haber un amigo invisible que los tira por la ventana antes de que se perciba su presencia. Los libros son más o menos interesantes, más o menos complicados. Los únicos textos que leo a los que podría calificar de malos por su caída en falacias, errores, frases hechas o simple mala fe son las columnas de opinión de los periódicos, cómo no.


"¡Venga Vd. mañana, hombre!"

En la entrada anterior a esta, me atreví a señalar a algunos de los columnistas locales que me parecían malos (basándome en las características que he señalado), aun a sabiendas, o quizá por eso, que todos los que escribimos en el espacio público estamos expuestos a la crítica por la propia naturaleza de ese espacio. De todos modos, sólo seleccioné un par, a modo de ejemplo. En la prensa local hay unos cuantos más, ubicuos, pertinaces e insufribles, y con sus artículos se podría escribir una enciclopedia sobre falacias en la argumentación. Ahora bien, yendo más allá del artículo o columnista concretos, me arriesgo a afirmar que no es suficiente limitarnos al papel de lector. Me explico: encontrarnos ante un artículo de opinión, leerlo y juzgarlo no es suficiente. También deberíamos preguntarnos quién es esa persona, por qué escribe lo que escribe y, también, quién le ha permitido ese espacio y con qué intención. Esta última pregunta es especialmente relevante en los medios de comunicación tradicionales por su difusión y alcance, por la composición de su accionariado y del consejo de administración que los rige. Me atrevería a denominar este conjunto de preguntas como la desfetichización del columnista/articulista/líder de opinión/caudillo mediático.  Así, uno va abandonando la lectura de los periódicos nacionales por defraudación y se permite el de los locales sólo porque representan un campo de estudio menos normalizado, en el que el fraude intelectual y el contrabando moral son más visibles, como la hilera de hormigas a lo largo del tronco de un árbol. Esa visibilidad se produce, sin duda, por la incompetencia de sus instigadores y perpetradores. Sin embargo, en Internet, en los medios de autocomunicación de masas, esta relevancia se vuelve más tenue: para escribir un blog, por ejemplo, sólo se requieren ganas. Salvo excepciones, el blog individual no llega a tantos lectores como un medio de comunicación (tradicional o digital). Aunque las motivaciones sean inconfesables, el bloguero (y el twittero o instagramero o youtubero) no dispone del prestigio que eventualmente le presta el medio de comunicación a sus empleados y colaboradores.



Tú, cítame. Ya me leerás otro día.

Me atrevería a señalar, antes que lo hagan Vds., que, en la reflexión anterior, echo en falta el concepto de acción. A la lectura y la reflexión, al debate y a la discusión, debería seguir, en algún momento, la acción: la encarnación en el mundo social de aquella transformación moral e intelectual. La exposición en el espacio público es fundamental, condición necesaria. Dicha presencia o irrupción se lleva a cabo de diferentes formas:  sin pretensión de agotar su enumeración, pueden consistir en la presencia en una manifestación, en una toma de postura pública, si se tiene la oportunidad, vía medio de comunicación,  en el ocasional blog personal (como éste) y también en todas esas conversaciones informales con el conocido, la taxista, el portero, la vecina, el farmacéutico, la amiga jueza, el empresario... Sin desterrar todas esas conversaciones amables y corteses que lubrican las relaciones humanas, permitámonos también tiempo para el intercambio de argumentos (momento ideal) o para la discusión, aunque sea acalorada. Los gobernantes autoritarios detestan que la gente normal, la ciudadanía, hable de política. Les parece una especie de usurpación de roles inquietante. Aún mas les molesta,por tanto, que participe en política. Ese sería el siguiente paso.

Está por ver, no obstante, que la traslación a gran escala del debate al interior de los partidos políticos y de los nuevos "movimientos ciudadanos" sea eficaz en cuanto al planteamiento, tratamiento y solución de los problemas que preocupan a la mayoría de los ciudadanos (o no a la mayoría, pero que son relevantes porque afectan a derechos y deberes de minorías). La famosa tensión entre participación y representación, el problema de los grandes números, en definitiva. Las dificultades que surgen en el asamblearismo no son desdeñables, por lo que se requiere la creación de mecanismos y reglas que sin negar la voz al que lo desee (por lo que perdería su razón de ser una democracia deliberativa) sí que permita el filtrado de argumentos relevantes ajustados al caso en plazos razonables (que dependerán de la urgencia). A este respecto, es posible que en una primera fase de participación dichos problemas sean más ostensibles por cuanto que somos una ciudadanía poco acostumbrada a debatir y mucho menos a participar. Hasta hace poco, era de mal gusto hablar de política (y de religión) con extraños (e incluso entre familiares) y se consideraba de buen tono decir que uno "pasaba" de la política. Eso era el sentido común de entonces. La retirada del ciudadano a su vida privada, al ocio y al consumo y, quien tuviera ese espíritu, a los negocios, que se fomentó desde la mitificada Transición, ha conducido de un modo más o menos necesario a la decadencia de la clase política y al cuestionamiento de las instituciones desde el momento en que la economía (en sentido amplio) traicionó los "sueños de prosperidad" de la mayoría de los españoles. Albergo la esperanza de que transcurrido un tiempo, y ya más educados en el toma y daca de argumentos y buenas razones, más acostumbrados al diálogo, en definitiva, la dirección política sea más una cuestión de ajuste y organización de las contribuciones e inquietudes de los diferentes sectores populares que la de erigirse en vanguardia clarividente o paternalista. Queda un largo camino.