miércoles, 21 de diciembre de 2016

Un futuro no mayoritario

No querría despedirme de este año sin compartir con Vds. mis intuiciones más sombrías. Parafraseando a Gerardo Pisarello, diría que la reacción constitucional termidoriana proyecta su fría y mezquina sombra sobre nosotros. La acomodación de las instituciones nacionales a las de la Unión Europea y la armonía legislativa de esta institución de instituciones con la exigencia de irrestrictibilidad de movimientos del capital financiero y de las grandes corporaciones transnacionales auguran un espacio político minúsculo a cualquier movimiento que se diga emancipador. Es decir, que promueva la autonomía personal y el autogobierno colectivo.

Por otro lado, y recordando a Roberto Gargarella, no es sólo que en la sala de máquinas de la Constitución se encuentren alojadas todas aquellas disposiciones contramayoritarias que subrayan el carácter representativo del sistema y aseguran el predominio del poder del Ejecutivo sobre el del Legislativo, sino que incluso ante un proceso (re)constituyente en el que se invirtieran esos predominios (un sistema más democrático, mayor inclusividad y proporcionalidad; mayor poder del Legislativo) es bastante posible que quedara sin efectos prácticos, pues la soberanía nacional se ha vaciado de significado y un sinnúmero de competencias estatales se han transferido a instituciones internacionales tales como la mentada UE, cuya legislación predomina sobre la nacional. Asimismo, la pertenencia a otras organizaciones como el Fondo Monetario, el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio, delimita, por sus obligaciones como firmante, gran parte de su actuación en la esfera de la economía, por no hablar de la OTAN, en el plano militar.

En este sentido, las proclamas electorales de los partidos políticos carecen, en gran medida, de valor real alguno, salvo la de introducir en el Gobierno, en el mejor de los casos, paliativos ad hoc y sin posibilidad de modificar la estructura de relaciones de poder político y, sobre todo, económico. Siguiendo con esta línea de razonamiento, si las ofertas políticas de los partidos sólo son posibles en la medida que se encuadren dentro del sistema de políticas gestados en otros ámbitos como los reseñados, deberíamos preguntarnos hasta qué punto las elecciones generales son decisivas. Puede que lo sean sólo para implementar decisiones tomadas en otros organismos, estos sí no sometidos a elección democrática ni a fiscalización ciudadana. Son las instituciones conocidas de modo eufemístico como "no mayoritarias". Así pues, dado el debilitamiento de la soberanía nacional por transferencias (lo cual también sirve de excusa al Ejecutivo de turno para no tomar medidas de carácter social o de redistribución de la riqueza), cabe preguntarse si el ruido mediático de las discusiones y polémicas políticas en clave nacional no serán inversamente proporcionales a su importancia real, y precisamente por eso.

Es llamativo observar en cierta parte de la literatura académica un esfuerzo por justificar todas esas medidas tomadas por dichas instituciones no mayoritarias, cuya legitimidad radica no en el procedimiento democrático de su composición ni en su rendición de cuentas, sino en su eficiencia. La pregunta que sale al paso sobre la marcha es cómo se define dicho concepto y, no menos importante, quién se encarga de realizar dicha definición y de valorarla. Las políticas tecnocráticas, cuya aura científica (y, por tanto, neutral) todavía ejerce cierta fascinación sobre políticos profesionales y ciudadanos comunes, resultan, si uno se toma la molestia de recorrer su génesis, desarrollo y cumplimiento, marcadamente ideológicas, aunque sus portavoces se tomen muchas molestias en proclamar no sólo lo contrario sino, quizás de modo no paradójico, en asegurar que son "las únicas posibles".

En la jerga periodística sobre la Unión Europea, se suele tildar que su funcionamiento sufre de "déficit democrático". Caigamos en la cuenta, no obstante, que para muchos teóricos, funcionarios de la Unión y políticos, la clave está en que la UE no "sufre", sino que goza de dicho déficit, lo que es vital para su funcionamiento. Avisados estamos de que los motivos que se aducen para ello como la complejidad de las decisiones, la urgencia de tomarlas, la preservación de los intereses de la UE respecto de las veleidades electorales de los políticos y, sobre todo, de la presión o tiranía de las mayorías, que ya se habían instalado en las Constituciones europeas, servirán para la progresiva famelización de lo que queda del principio democrático en estas.

Sírvanos la oleada de lamentaciones y jeremiadas en boca de los políticos más conspicuos y de los medios de comunicación más importantes (respecto de su supuesta influencia en la opinión pública) tras el resultado de diversos referéndums en Europa (Brexit, por un lado, Italia, por otro) y en Colombia (acuerdo Estado-guerrilla) para constatar cómo arrecia el desprecio por la opinión de los ciudadanos cuando ésta no se transmuta en el resultado correcto. Dicha deslegitimación de la voluntad popular, vinculada a una presunta irracionalidad colectiva, a la inevitable ignorancia de asuntos complejos o al simple desinterés por la política (la denominada objeción de la ignorancia pública) sólo puede desembocar (por si el actual sistema representativo mayoritario no es suficiente en un futuro próximo por la agudización de la desigualdad ciudadana y la anomia social) en una versión aún más reducida de la participación política ciudadana, en la justificación tecnocrática de cuantas medidas económicas perjudiciales para la mayoría de la ciudadanía se quieran imponer y en el reforzamiento de la legislación punitiva y carcelaria que recaerá sobre los excluidos y desafectos.

Sombrío panorama.


domingo, 20 de noviembre de 2016

La esfera pública sucedánea

Para aquellos que, de repente, nos damos cuenta de que nos encontramos en la madurez vital, resulta sorprendente, a la vez que catalizador de una gran melancolía, constatar cuán equivocados estábamos sobre tantas cosas. En ocasiones, tenemos la impresión de que hemos llegado demasiado tarde a demasiadas cosas, y en otras, en las que quizás fuimos pioneros, la frustración de lo prematuro las ha arrojado a los márgenes de nuestra memoria.

Permítanme una precisión: este no es un blog filosófico, muchos menos histórico: más bien tiene algo de agitador de conciencias (comenzando por la mía) y un poco de no dejar pasar de largo. Es un blog, en realidad, para acusarme, para acusarnos, por nuestra inacción como ciudadanos, de nuestra parálisis como comunidad, de nuestra falta de entusiasmo por la justicia y de nuestra ignorancia democrática.

Sírvanos lo anterior para hacer un ejercicio, que me gustaría colectivo, de penitencia social: salvo excepciones, como quizá pudo ser (en algunos sitios más que otros) la protesta ciudadana contra las catas petrolíferas hace no demasiado tiempo, o el Salvar Veneguera (que parece en retrospectiva la edad dorada del movimiento ecologista en nuestra Comunidad) la sociedad civil en los diferentes microesferas sociales isleñas se ha caracterizado por su apatía, por su conformismo y por su atomismo (que diría Charles Taylor). 

Hablemos de Las Palmas de Gran Canaria (en adelante LPGC), la ciudad con el nombre más largo e incómodo que conozco. En un pasado reciente, se han perpetrado en ella decisiones políticas de largo alcance, de dudosa gestión y de resultados comprometedores para la ciudadanía sin que nos hayamos inmutado. Es posible que esta ciudadanía, en nuestra isla, en nuestra ciudad o pueblo, sólo se sienta impelida a salir a la calle cuando ha visto antes por la televisión una manifestación similar en Madrid o Barcelona. Así somos, orgullosos de lo de fuera. Por otro lado, y aquí reconozco mi posible ceguera, es posible que en ocasiones haya surgido el disenso e incluso protestas públicas, pero, por lo que se refiere a los medios de información locales, da la impresión de que existe un consenso de fondo, tácito, asumido, por el que los grandes proyectos aprobados por el gobierno conjunto de políticos y empresarios cuentan con toda la aprobación necesaria: la de los representantes públicos y la de los creadores de riqueza. Se ve que el concepto de democracia como el de la participación de los ciudadanos en las decisiones públicas es un concepto decimonónico y extranjero. No forma parte de aquello que se suele incluir como "lo nuestro". Veamos:

a) Se privatiza la empresa municipal de agua en LPGC en 1993 bajo mandato municipal socialista. Un monopolio natural que no se ajusta a las leyes del mercado en lo que se refiere a la competencia: parece lógico que no pueda haber varias empresas suministradoras de agua corriente. Se privatiza en un marco político e ideológico proclive a la entrega al mercado de esferas y sectores de los que se ocupaba hasta entonces el Estado por buenas razones. Razones que siguen siendo las mismas: una empresa pública gestiona un bien público para satisfacer una necesidad ciudadana. En cambio, una empresa gestiona un bien público para obtener beneficios. A veces, demasiadas, dichos beneficios priman sobre la satisfacción de la necesidad ciudadana, y ejemplos hay para todo el que quiera molestarse en informarse. Pero ya se sabe, la ideología dictaba que la empresa privada gestiona mejor que la pública porque persigue beneficios. Parece contraintuitivo, y lo es, pero ha pasado a formar parte del sentido común. Suele denominarse zombi a una idea que ya ha sido refutada, pero que sigue siendo dominante. Nuestra esfera pública vive todo un apocalipsis zombi.

b) Se construye un Auditorio en LPGC (a cargo del Gobierno de Canarias y otras entidades públicas) que viene a costar unos 5.000 millones de pesetas. En la capital tinerfeña, se construye otro que cuesta finalmente 12.000 millones (¡Calatrava, un beso!). Era el precio de la Cultura. El precio que las élites de ambas islas estaban dispuestas a pagar por sus gustos con el dinero de todos, incluidos de aquellos a los que ese concepto de Cultura no les decía nada o que habrían preferido subordinarlo a otras prioridades. Eran los buenos tiempos, claro, y no había pobres ni gran desigualdad, según cuentan las crónicas palaciegas. Además, se construyeron auditorios, palacios de congresos, museos, galerías, etc., todo a cuenta del erario. Hasta Teror construyó su auditorio, que se creen. Tenemos, no lo olvidemos nunca, un Festival de Música que nos pone en el mapa planetario del buen gusto musical (menos en la próxima edición, según el bando de los nostálgicos). Traemos a orquestas e intérpretes de talla mundial. Lo que haga falta. Ya se sabe que cuando la ciudadanía demanda Cultura, no para hasta que lo consigue. Era la famosa burbuja cultural: toda España se enladrilló de lo que algunos llaman contenedores culturales, todos los gobiernos autonómicos, todos los ayuntamientos se sumaron a la orgía del caché desmesurado. El resultado está a la vista:  no hay nadie que no se haya vuelto más culto, incluso parados, desahuciados, jubilados, inmigrantes y siervos de la gleba. Es la transversalidad de la Cultura.

c) Una biblioteca del Estado que se construye en un espacio cedido por el Ayuntamiento de LPGC, en 2002. Por lo visto, se requería la elaboración de un plan especial que no se hizo (maldita burocracia). Los tribunales sentencian que se derruya. El Ayuntamiento se resiste legalmente una y otra vez y al final logra que permanezca incólume: el Ayuntamiento como héroe; la ciudadanía como damisela rescatada en el último momento. Unos edificios de altura desvergonzada situadas en el solar del antiguo canódromo en el que al parecer tampoco podían construirse. Parcelas que se permutan, dinero público que se va y nunca vuelve: total, el dinero de todos no es el dinero de nadie. El cielo es el límite.

d) En la misma línea de merecemos lo mejor porque lo valemos se buscó dinero hasta debajo de las piedras para acometer la ansiada reforma del Teatro Pérez Galdós en LPGC (2004-2007). Gobierno de Canarias, Cabildo, Ayuntamiento... Hasta el ministerio del ramo (Cultura) puso pasta. El coste total, unos 30 millones de nada. Además, esa primera temporada costó 8 millones, ya que escatimar era de lo más inapropiado. Era la época en la que España aspiraba a la Champions League de las economías y nuestra ciudad a figurar en todo mapa que se blandiera, por absurdo que fuera. No como ahora, claro. De esto hace ya tres alcaldes y una alcaldesa, que nunca entendió cómo no fue reelegida. Si sólo hay que tener memoria. Memoria cultural, se sobreentiende. Para reinaugurar el teatro, se programó nada más y nada menos que la Tetralogía del Anillo, que para los entendidos de la ópera es un asunto muy serio y, para algunos menos refinados sólo nos recuerda a Gollum. Tiempo más tarde, a un periodista-directivo se le ocurrió endosar a las cuentas públicas su capricho artístico. Resultado, una ópera justificadora de la conquista castellana de las islas que costó varios millones de euros. Asistió al estreno el presidente del Gobierno de Canarias, de supuesta ideología nacionalista. No consta que saliera exultante del teatro y se la recomendara a sus amigos.

e) Entramos en el periodo de crisis  (2010) y nuestro amadísimo y culto alcalde de LPGC decreta que la ciudad necesita una seña de identidad, un icono. Él, claro, conoce la solución: una escultura a la entrada de la ciudad desde el sur. Exordio, el Tritón costará al Ayuntamiento, es decir, a todos sus vecinos, unos 300.000 euros. Al parecer, había crisis, pero no pobreza. O había pobreza, pero no importaba. En una conversación por facebook, el artista-escultor justificaba el gasto porque eso daba de comer a muchas familias (operarios y tal, además de a él mismo) y por ende la ciudad contaría a partir de entonces con una seña de identidad. Al parecer, el asunto icono-seña de identidad era un asunto que, otra cosa no, pero que tenía la virtud de enardecer a las masas. Al dichoso icono hubo que ponerle una peana más grande después de la inauguración porque los turistas que venían en guagua no lo veían. El tritón no daba la talla, podría decirse. Hoy en día la zona parece que se ha convertido en un picadero. No, caballos no hay.

f) Ya atravesada la crisis financiera por la que había que salvar cajas y bancos porque si no se colapsaba la Economía, transformada a posteriori en crisis de deuda de hemos vivido todos por encima de nuestras posibilidades, el Cabildo de Gran Canaria decidió gastar a lo grande, no en Cultura esta vez, sino en Deportes (2014). Y nada mejor que un pabellón casi en exclusiva para el club profesional de baloncesto sufragado también por el Cabildo, o lo que es lo mismo, por la ciudadanía grancanaria. ¿Gasto? Casi 70 millones de euros. Añadamos que el Cabildo también se encarga de los gastos del estadio de fútbol ocupado en exclusiva por un club de fútbol profesional. Dicen que el club paga el alquiler. Una ciudadanía mínimamente preocupada por sus semejantes más desgraciados habría hecho salir de la isla en helicóptero al presidente de entonces. Una ciudadanía como la nuestra se felicitó por la suerte de tener un pabellón (y un marcador NBA de cerca de 1 millón) que nos pondría en el mapa mundial del tiro a canasta y falta personal. Y hacia el infinito y más allá.

g) Un castillo propiedad del Ayuntamiento de LPGC que se cede a una Fundación de un artista todavía vivo para que exponga sus obras, con la oposición de los vecinos del barrio (La Isleta), que preferían un local social (2014). Hay que señalar que las obras irradiadoras de Cultura, Arte y demás palabras con mayúscula las cede el artista, pero el Ayuntamiento se compromete a gastar 100.000 euros al año en ir adquiriéndolas. No vaya a ser que nos acostumbrásemos a ver de gorrilla la obra del gran artista todavía vivo. Aparte, el Ayuntamiento cubre los gastos de la Fundación para su personal, conferencias y cosillas de la cultura que promueva, y también el mantenimiento del edificio. Este artista, todavía vivo, y también llamado "de las rotondas" por razones obvias, suele quejarse del escaso reconocimiento que suscita en sus paisanos. En mi opinión, una ciudadanía que reconociera el valor de lo público lo habría hecho salir también en helicóptero. O mejor, en submarino.

h) Un empresario septentrional afincado en nuestras islas y generador de mucha riqueza, creador de puestos de trabajo y dinamizador en general de la economía pide suelo en el Puerto de Las Palmas para construir un Acuario. La Autoridad Portuaria se lo cede, y el Ayuntamiento de LPGC se compromete a hacer cuantas obras sean necesarias para permitir el fácil acceso de la ciudadanía convulsionada por esa oportunidad y de las miríadas de turistas que acudirán en masa en cruceros de lujo o de semilujo, que lo mismo da. Al cabo del tiempo, pide también que se le permita construir un hotel junto al acuario, pero que dicha iniciativa (la de construir el hotel) "debe provenir del Ayuntamiento". Uno se pregunta si ese empresario debería tener más reconocimiento que el artista ya mencionado, pues esa "locomotora de la economía local" como predijo, en un rapto de regocijo el anterior alcalde, casi no le va a costar un euro. 

Algunos se han atrevido a denominar a operaciones como las anteriores (lista no exhaustiva, ni mucho menos) como "gasto público, beneficio empresarial". En los medios de información locales, lo más habitual ha sido el elogio desmesurado, el ditirambo de tintes casi esperpénticos de cualquier iniciativa empresarial que invariablemente debía ir acompañada de subvención pública, de exención de impuestos o de eliminación de la burocracia. A pesar de que en dichos medios impera la ley del consenso, no deja de aparecer de vez en cuando algún artículo de opinión de algún periodista de raza cargando contra los noístas, "los del no a todo", quienes, a su parecer, se oponen al progreso, a la riqueza y a las locomotoras. Saña desproporcionada, sin duda, dada la nula oposición ciudadana a tanto derroche, lujo, pretenciosidad y beneficios empresariales. Viva la lluvia fina.

En todo caso, a una ciudadanía desmovilizada se le añade una esfera pública de bajo nivel, por no decir, sucedánea. Algunas iniciativas digitales intentan, más tímidamente que en la Península, sacudirse el peso de la presión política y empresarial. Sin embargo, en mi opinión, a veces el nivel informativo, loable, sin duda, que alcanza en ciertos momentos, no se corresponde con algo parecido en el espacio de la opinión. Espacio que, a tenor de lo que se publica de forma periódica en los medios tradicionales, no debería tener mayor dificultad en tener mayor protagonismo e influencia con un mínimo esfuerzo en la argumentación y en las lecturas previas. En todo caso, y dada esa situación de mínimo histórico que padecemos, necesitamos mejorar tanto en la implicación individual y colectiva en los asuntos públicos como en elevar el nivel del debate en la esfera pública. En eso estamos.





miércoles, 14 de septiembre de 2016

La religión es un asunto pasado de moda

En este artículo, tocaré un asunto francamente antipático e, incluso, pasado de moda, que rara vez causa simpatía, y muchas más, incomodidad o silencio. Se trata de la relación, a mi parecer, promiscua, entre la religión católica y la política oficial. Contra lo que pudiera pensarse en el marco de sociedades aparentemente secularizadas, dicha relación no parece sufrir síntomas de debilidad alguna.

Resulta llamativo, aunque dudo que sea producto de la casualidad, el reforzamiento del catolicismo como religión institucional de Canarias. Atrás han quedado aquellos debates que de forma esporádica aparecían transubstanciados en artículos en algunos medios de comunicación o en tertulias radiofónicas criticando la participación de las autoridades en eventos religiosos. Es como si se hubiera instaurado un consenso de fondo sobre la necesidad de silenciar o de no problematizar la interrelación político-religiosa en los últimos tiempos.

Es cierto, por otro lado, que jurídicamente ya no se discute la separación entre Iglesia y Estado, bandera liberal desde hace siglos. Sin embargo, el comunitarismo rampante de algunos de nuestros dirigentes políticos más conspicuos se distingue por emplear la religión y sus manifestaciones más populares, ya sean procesiones, romerías o festejos varios de santos o vírgenes, como herramientas, en sus propias palabras, de "cohesión social". Estos mismos políticos no dudan en justificar, asimismo, las subvenciones a equipos deportivos profesionales o a festivales musicales por el mismo motivo. Por sus palabras, pareciera que desde hace tiempo hemos entrado en una caída en barrena hacia la anomia, cuando no la desintegración, social, por lo que hace falta presidir, cuando no organizar, este tipo de eventos para volver a reunir a la ciudadanía desnortada. Sin embargo, mientras el deporte puede ser calificado de actividad transversal sociológicamente hablando, las religiones son excluyentes por su propia naturaleza. Si se profesa la religión católica, no se es fiel de la musulmana, ni de judía o hindú, ni de cualquier otra. Salvo casos especiales de sincretismo de circunstancias o de fusión new age, las religiones exigen fidelidad a sus ritos y valores. 

La religión debería haberse quedado en la esfera privada, algo que en Occidente, tras el agotamiento de las guerras de religión en los siglos XVI y XVII, ha conseguido, no sin retrocesos. Sin embargo, la peculiar historia de nuestro país, desenganchado de la Reforma, desenganchado de la Revolución Industrial y desenganchado de la Ilustración y de la Modernidad, hizo que hasta hace unas décadas, el catolicismo fuera la religión oficial, por lo que su presencia, todavía hoy, es bien notoria. Festejos, callejeros, himnos, canciones populares, medallas institucionales, etc. demuestran que a pesar del creciente descreimiento o falta de la práctica religiosa católica, la cultura de nuestro país, y la canaria, en particular, está profundamente imbricada con el catolicismo. Es una obviedad que, a pesar de todo, hay que recordar.

Todo lo anterior viene a colación porque con motivo de la fiesta de la Patrona de Gran Canaria, la Virgen del Pino (sí, cuánta mayúscula), asistieron a la misa en su honor el Presidente del Gobierno de Canarias, el Presidente del Cabildo de Gran Canaria, el Alcalde del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, el Alcalde de Teror, amén de otras autoridades civiles y militares (!). Lo que quiero resaltar es que estas personalidades no acudieron al acto religioso como personas que valoran sus creencias privadas, sino en calidad de representantes públicos. Todos estaremos de acuerdo en que, a pesar de su adscripción partidista y de sus creencias personales, dichos cargos políticos gobiernan y representan a toda la ciudadanía, luego habríamos de preguntarnos la razón de que acudan a eventos de una confesión religiosa, eso sí, compartida por gran parte de la ciudadanía, y por qué no a las de otras, como la fiesta del cordero musulmana, el Pésaj judío o el Holi hindú. Podríamos preguntarnos, apurando el argumento, por qué deberían ir a ninguna en absoluto, mostrando así su equidistancia con respecto a todas y expresando institucionalmente la separación entre el Estado y las confesiones religiosas. Es, como decíamos antes, una noción básica del pensamiento liberal incorporado a las constituciones democráticas modernas: la neutralidad estatal. Con este proceder, ningún ciudadano canario de otra confesión o ateo podría reprochar a las instituciones públicas o a sus representantes apología confesional de ningún tipo. 

Sin embargo, amparados en las tradiciones mayoritarias, con el beneplácito, incluso apoyo expreso, de los medios de comunicación y con un ojo puesto (eso, siempre) en alinearse con los gustos de su potencial electorado, los altos cargos políticos se entregan con entusiasmo a la visibilidad que proporcionan los asientos reservados en la misa de turno o los primeros puestos en la procesión de la Virgen o del santo en cuestión. Cuestión ésta de los asientos reservados o el orden en la comitiva que, por otro lado, no deja tampoco de traslucir una preocupación casi insana por la explicitación de la jerarquía y por la delimitación física y simbólica del espacio de los gobernantes frente a los gobernados y que se extiende a los espacios deportivos y culturales, como los famosos palcos y asientos VIP.

Todo esto no es nuevo, no obstante. Lo llamativo, como señalé al principio, es la ausencia de debate alguno al respecto. No es sorprendente en los medios de comunicación tradicionales, satisfechos de tener muchedumbres que fotografiar y anécdotas costumbristas que  relatar (aunque se repita año tras año ad nauseam) a un público lector contento por verse, por una vez, protagonista, reflejado en ese peregrinaje por carreteras serpenteantes, pero hasta donde alcanza mi conocimiento, no se ha problematizado tampoco en medios alternativos ni en las redes sociales. Debe de ser porque, al fin y al cabo, nuestra población sea más homogénea de lo que pensamos algunos o porque, en contra de los temores de nuestro presidente del Cabildo, estamos muy, quizá demasiado, cohesionados.


viernes, 9 de septiembre de 2016

Lo nuevo y lo viejo

Dicen los entendidos que para lograr que un blog alcance cierta penetración social, medido según el número de lectores, tiene que renovarse periódicamente. Es decir, que haya un nuevo artículo (no tiene por qué ser extenso) cada dos o tres días. Si un periódico digital parece viejo en cuestión de horas si no renueva sus contenidos, imagínense un blog. Además, piensen en un blog que no sea de moda ni de crítica de series de televisión. Que sea, incluso, de política, como este, y que, a más inri, no venga con encuestas ni esté vinculado a ningún medio de comunicación. Además, la estructura de Internet favorece a los ya instalados en el conocimiento del público: unos cuantos blogs cuentan con más visitas que el resto de cientos o miles juntos. Cuanto más famoso eres, más arriba estás en la lista de resultados de los buscadores. Y cuanto más arriba estás, más sencillo resultará que te visiten. Un círculo vicioso o virtuoso, según se mire, pero que desmitifica la pretendida pluralidad de Internet, al menos desde el lado de la demanda.

Pero no nos regodeemos en la tristeza: explicada una de las razones por las cuales este blog nunca tendrá un alcance masivo, al menos tendrán Vds. la satisfacción de pertenecer a una minoría. Algo es algo. Hasta podrían conocerse por facebook, intercambiar correos e ir al cine juntos: la lectura de estas líneas les habrá unido como otro ejemplo de la astucia de la razón. 

En cualquier caso, ya sea en papel o en digital, uno de los problemas de muchos columnistas de a diario consiste en que, a ese ritmo, resulta imposible reflexionar con cierta finura sobre asuntos de enjundia, salvo alguna mente privilegiada, que de todo hay, y sobre todo en nuestro país. Así, tras unas cuantas semanas en las que ha derramado todo su saber acumulado durante años, el opinador, en lo que da muestras de haberse convertido en una obligación penosa, suele acabar recurriendo a: 1º) un amigo/conocido/lector que le hizo una observación particularmente interesante; 2º) reflexiones sobre la vida/existencia/esencia del ser humano, que vienen a ser lo mismo; y 3º) la película que vio ayer o el restaurante en el que disfrutó con sus "excelencias culinarias". En nuestro ámbito local, en los periódicos de ambas provincias nos encontramos con varios ejemplos paradigmáticos, incluidos algún director. Tocados por la genialidad, tienen la suerte de transformar todo lo que piensan, por irrelevante que en principio pudiera parecer, en material columnístico de primer orden. De esta transformación no se escapan tampoco los nuevos medios digitales, que reúnen en muchos casos excelentes virtudes investigadoras y pésimos columnistas. Para ser justos, hay que señalar que, por el contrario, otros cuentan con estupendos colaboradores de opinión, pero carecen de estructura periodística para abordar labores de investigación. La vida es así de complicada. El tránsito de lo viejo a lo nuevo no está exento de servidumbres.

Y ya que hablamos de lo nuevo y de lo viejo, desde el principio me ha resultado fascinante esa operación política por la que, por un lado, desde la cúpula del partido emergente se proclama que es la ciudadanía la que libre y responsablemente elige a sus representantes mediante primarias y, por otro, el líder no duda en mostrar su apoyo a unos y el rechazo a otros, dejando la la neutralidad para los días de fiesta. Así, dicho partido, en una síntesis de significantes vacíos e irradiaciones múltiples, hace lo contrario de lo que proclama: del teórico respeto y fomento de la pluralidad y del empoderamiento de la ciudadanía se pasa a la práctica de la marginación del disidente y del dirigismo de la cúpula del partido. Dirigismo, por cierto, que no sólo se practica respecto de los militantes y simpatizantes, sino también de las cúpulas regionales, que, como la de Canarias en particular, con un tono casi libertario, eso sí, se limitan a repetir palabra por palabra el argumentario gestado en Madrid. Ya se sabe que en provincias no hay intelectuales dignos de ese nombre ni dirigentes políticos con discurso propio. Seguir al líder siempre ha sido, en todos los partidos, garantía de supervivencia.

Gracias a este partido emergente en particular, es posible que los sueños de renovación política por gran parte de la ciudadanía queden sepultadas, ceteris paribus, hasta la próxima generación. Con razón se me podría acusar de emplear mucho espacio en criticar a este partido, pero me pregunto si respecto de los partidos que se han alternado en el poder en España y de sus líderes en las comunidades hay algo relevante que decir.













sábado, 6 de agosto de 2016

Nostálgicos e inclusivos

(Este artículo fue escrito conjuntamente con Javier Moreno Barreto y se publicó en el periódico Canarias7 el pasado miércoles 3 de agosto.)




La esfera pública canaria se ha visto levemente agitada por la última polémica relacionada con el Festival de Música. El debate ha surgido por la intención del actual director de hacer una programación no sólo más austera sino también más enfocada a la ejecución musical local. En otras palabras, en línea con los recortes presupuestarios, la programación hace de la necesidad, virtud, y pasa a proclamar la excelencia de lo nuestro frente al glamour de lo de fuera.

Como en toda disputa, hay al menos dos bandos. En este caso, al bando de los que protestan por esta programación y añoran los tiempos de abundancia  en los que se invitaba a orquestas y solistas de prestigio mundial, lo llamaremos el de los nostálgicos. Al otro, que apoya al actual director y su política de programación en la que predomina la participación de bandas, orquestas y solistas de la tierra, lo denominaremos el de los inclusivos.

Cada bando tiene sus razones: para los nostálgicos, cuyo argumentario ha sido hegemónico desde la creación del Festival, ambas capitales, y Canarias, por extensión, merecen la presencia de lo más lustroso y granado del panorama sinfónico internacional. Además, el coste de la programación, por muy desorbitado que pareciera a los menos melómanos o a los no interesados por la música en absoluto, valía la pena porque, por citar algunas razones, pondría al Festival en el circuito internacional de la música clásica, situaría a las capitales en el mapa mundial y aficionados de todo el mundo acudirían al Festival, con la consiguiente repercusión en hoteles, restaurantes, taxis y lo que a uno se le ocurriera. Por no hablar de que la Cultura con mayúsculas, desde los respectivos auditorios, saldría a nuestro encuentro y nos haría mejores y más cohesionados. Hablar de dinero, dado el beneficio de los intangibles, era injustificado, impertinente e, incluso, de mal gusto. Tan de mal gusto que casi nunca se revelaban de manera oficial los honorarios de los artistas, al parecer protegidos por cláusulas de confidencialidad.

Para los inclusivos, sin embargo, la fuerza de un festival de música no radica en un repertorio dirigido por grandes estrellas o prestigiosas orquestas, sino en convertirse en centro receptor y núcleo irradiador de los compositores y artistas locales, lo que, además, conviene dado el menguado presupuesto que desde el Gobierno de Canarias y cabildos se destina desde el comienzo de la crisis a esta actividad cultural. Si el afán de los nostálgicos era disfrutar de la excelencia, y su inclusión en ella aunque fuera físicamente, al coste que fuera, el de los inclusivos es el de la conversión a la cultura musical de la ciudadanía. ¿Por qué? Pues porque, como todo el mundo sabe, la música, como la Cultura en general, es muy buena. El para qué ya importa menos.

Podremos simpatizar con unos más que con otros, buscar razones intermedias e introducir matices a los argumentos que de manera breve hemos mostrado. Sin embargo, hay algo en lo que deberíamos reparar: por muy enfrentadas que parezcan las posturas, ninguna pone en tela de juicio el marco del discurso. Es decir, ambas asumen que la Administración debe sufragar un festival de música. Este cuestionamiento tan elemental simplemente se deja de lado. Para los miembros de ambos grupos, es evidente por sí mismo que el Estado, encarnado en una institución u otra, debe encargarse de satisfacer las aficiones de un tipo u otro de la población. Aunque, en su opinión, algunas como la música son, evidentemente, mejores que otras.

No obstante, deberíamos preguntarnos por qué tiene el Gobierno de Canarias que encargarse de mis apetencias musicales; por qué el Cabildo ha de subvencionar a equipos deportivos profesionales o por qué el ayuntamiento de turno siente cierta motivación por que mueva el esqueleto al son de ritmos étnicos. En una comunidad en la que todo el mundo tuviera un mínimo de recursos indispensables para llevar a cabo un proyecto de vida más o menos libre e independiente y en la que no hubiera grandes desigualdades, podríamos estar de acuerdo en que el sobrante del erario, una vez optimizada la sanidad, la educación, la vivienda, el alcantarillado, las carreteras, el equipamiento urbano y rural, etc., podría destinarse a actividades lúdicas y recreativas. Y sin embargo, incluso en tal idílico entorno, uno debería preguntarse por qué debería ser el Estado quien las sufragara y programara.
Resulta, en cambio, que todos los parámetros económicos y sociales sitúan a Canarias a la cola del bienestar en España, que a su vez está en la cola de Europa. Tenemos de todo: abandono escolar, paro, precariedad, desigualdad, criminalidad, violencia de género, etc. Quizá sea, como algunos señalan, demagogia, y de la fácil. No obstante, la miseria está ahí para quien quiera verla y tenga conciencia, en especial, pero no en exclusiva, desde las instancias políticas de decisión. En el fondo de esta polémica subyace, sin duda, aunque ni los nostálgicos ni los inclusivos lo quieran plantear, un dilema moral y político de primera magnitud que nada tiene que ver, ni remotamente, con la frivolidad de tener que elegir entre Richard Wagner y Juan Hidalgo.

viernes, 8 de julio de 2016

La Cultura, entre el veto y la miseria

Pasadas las elecciones del 26 de junio, en las que parece haberse demostrado que la denominada "mayoría social" no le pertenece a nadie y que ser politólogo no es garantía de clarividencia política, nos encontramos de nuevo con la España cotidiana. Una España que hace cola en los comedores de Cáritas mientras otra España la hace ante las taquillas de los recintos públicos destinados a actividades culturales; una España sumergida en la precariedad y otra ocupada en acumular experiencias para su autorrealización. Una España pobre y otra que aspira a no serlo ni en medios de subsistencia ni en el gusto. Hay otra España, la rica, pero esa sólo asoma, cobrando, en las revistas como el ¡Hola!

Vamos a centrarnos, de un modo no del todo caprichoso, en esa España ávida de espectáculos, conciertos y representaciones. En nuestro país, la inmensa mayoría de los recintos destinados a éstos son de titularidad pública: ayuntamientos, sobre todo. Con el supuesto motivo, explícito, de hacer llegar la Cultura (como quiera que se entienda) a todas las personas, independientemente de su condición social, las administraciones públicas contratan a diferentes artistas, compañías y productoras para satisfacer la demanda de ocio y cultura de la población. Nadie, a estas alturas, duda de que tras este motivo, yace, también o sobre todo, el deseo de explotar electoralmente la esperada satisfacción de una ciudadanía que se ha acostumbrado a delegar en los poderes públicos la gestión y disfrute de su tiempo libre. Aunque, aparentemente, han pasado ya los años de cachés desorbitados y comisiones millonarias, dichas administraciones siguen siendo las principales instancias suministradoras de ingresos para la industria cultural. No es extraño, por tanto, que esa dependencia haya dividido a muchos artistas en grupos de "afines al PP", "simpatizantes del PSOE" y, últimamente, "militantes de Podemos". El resto, por lo general, procura no manifestarse políticamente, dada la tradicional costumbre patria de elaborar listas negras, esas que, no existiendo, existen. 

Hace algún tiempo, el cantautor Albert Pla sacudió la pudibunda esfera pública con unas declaraciones en las que afirmaba sentir asco por ser español. El consistorio de Gijón, titular del recinto donde iba a actuar el artista, y por aquel entonces gobernado en su concejalía de Cultura por el PP, rescindió el contrato por, según ellos, "insultar a los gijoneses". Sin embargo, el argumento clave del ayuntamiento, para lo que nos interesa, es el siguiente: "no es de recibo" que un teatro municipal que pagan "todos los ciudadanos dé cabida a la actuación de quien demuestra una absoluta falta de respeto hacia los gijoneses y españoles". Es decir, la institución pública ejercía discrecionalmente su derecho a rescindir un contrato basándose en la supuesta falta de respeto que el artista había infligido a la ciudadanía, erigiéndose así por cuenta propia en portavoz de ésta. Años antes, por citar otro ejemplo de los que debe de haber a miles, en 2003, Juan Luis Galiardo acusó a la entonces concejala de Cultura del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria de haberlo vetado porque se había manifestado contra la entrada de España en la guerra de Irak, junto con otros artistas, en el Congreso. Al parecer, la concejala (posteriormente, alcaldesa) le había expresado su intención de "no invitar a quien viene a molestar".

Aquí, de inmediato sale a relucir el problema de la legitimidad de las decisiones: que la ideología del grupo político que en ese momento tenga la alcaldía del ayuntamiento o la presidencia de la Comunidad de turno promueva el veto o la contratación de un artista u otro, sin que intervengan, más que de refilón, criterios artísticos. La última noticia sobre veto a artistas es la cancelación en Gijón (sí, otra vez) en el Teatro Jovellanos (de titularidad municipal) del concierto del mítico cantante Francisco. El motivo son los insultos en Facebook (por los que posteriormente pediría perdón) que el cantante dedicó a una política valenciana, Mónica Oltra, vicepresidenta de la Generalitat.  El ayuntamiento gijonés, en manos del Foro Asturias, sostiene, al parecer en serio, que las declaraciones del cantante podrían "activar desórdenes públicos y enfrentamientos que podrían poner en riesgo la normal celebración de su concierto, la propia seguridad del artista y también la de los espectadores que acudieran al recinto".

El problema, avanzamos, puede provenir de algo más profundo, es decir, de por qué una institución pública debe no sólo sufragar, sino también programar actividades culturales y artísticas dirigidas al ocio (e instrucción) ciudadano. Encontramos aquí, en principio, el dilema entre elegir el Estado o el mercado. Si dejamos que las preferencias de los ciudadanos y la oferta de los productores culturales decidan qué espectáculos y actividades culturales se ofrezcan en función de su proyectada rentabilidad, con la consiguiente limitación del tipo, cantidad y calidad de los espectáculos y del acceso a ellos por según qué sectores de la población o, si dejamos que el Estado, con su marcado sesgo paternalista, por un lado, y por intromisión en los contenidos, por otro, decida qué ofrece a la ciudadanía, muchas veces sin reparar en gastos. Dado que el Estado, desde la llegada del PSOE al Gobierno en 1982 hasta hoy, ha optado por el planeamiento cultural y la intervención directa en instalaciones, asignación de recursos y programaciones, nos encontramos con una situación en que la legitimidad de las decisiones públicas de contratación, así como las de cancelación, se da por supuesta. Sin embargo, si bien es cierto que los políticos elegidos representan a los ciudadanos en las instituciones, no lo es que cada una de sus decisiones cuenten con dicha legitimidad. Porque, ¿desde qué presupuestos morales puede ser legítima la decisión de cancelar una actuación o rescindir un contrato por motivos ideológicos o por haberse expresado una opinión (por insultante que sea) en la esfera pública? ¿Y quién decide qué o a quién se contrata, con qué criterios? El sesgo autoritario puede prevenir desde partidos políticamente tradicionalmente asociados a la derecha como a la izquierda. La intolerancia no es patrimonio exclusivo de los grupos políticos denominados conservadores. Una institución pública, pues, no puede esgrimir razones privadas para contratar sino en función de su interés público. Asimismo, para cancelar debería ocurrir otro tanto de lo mismo. Sin embargo, ¿hasta qué punto puede reclamarse como portavoz del público o de la ciudadanía para contratar o anular una actuación o vetar a un artista sin preguntarle a aquella?

Así las cosas, sería importante hacer una reflexión que busque romper el falso dilema entre Estado o mercado para la creación y recepción artístico-cultural. La sociedad hace cultura en sus interacciones diarias. La cultura no es producto, simplemente, de especialistas a tiempo completo. Si bien la producción artística está inmersa en un escenario económico capitalista y de mercado, nada obliga a que el artista le ponga un precio a su obra ni que tenga que vivir de ella. Es una opción vital tan legítima someterse a la oferta y a la demanda como no hacerlo. El problema es que, queriendo vivir de su obra, no encuentre un público dispuesto a pagar por ella o en la medida que el autor considera adecuada. Es entonces, cuando surgen las voces reclamando que el Estado apoye al artista, es decir, a la Cultura, o viceversa. Amparados en criterios morales (la cultura nos hace mejores), metafísicos (la Cultura nos eleva sobre la vil corporeidad) o economicistas (la industria cultural representa el X % del PIB), artistas, intermediarios y productores reclaman un trato especial por las instituciones públicas, dado que el mercado no los recompensa lo suficiente. Sin embargo, como vemos, el Estado, en su circunstancia de cooptación de hecho por los partidos políticos, no es una instancia que sea capaz de no inmiscuirse en contenidos ni de contenerse en juicios políticos. 

Es necesario, dada también la incapacidad del mercado de proveer bienes que no sean mensurables en precios, pero valorados por la sociedad, encontrar medios e idear formas para la expresión cultural sin que suponga una merma para el erario. En caso contrario, seguiremos asistiendo al gasto de dinero público en Cultura mientras, en paralelo, los ciudadanos empobrecidos hacen colas cada vez más largas a la puerta de instituciones privadas para su asistencia en recursos de primera necesidad; otros pierden su empleo y se quedan sin su casa, algunos se quitan la vida, desesperados por la miseria y la humillación. Seguiremos, asimismo, aunque sea un problema de menor importancia, viendo cómo se promociona a unos artistas en detrimento de otros, cómo se censura a unos y se ensalza a otros desde unas instituciones públicas que mejor harían en resolver los problemas colectivos de manera más eficaz de lo que vienen haciendo hasta ahora. Para decirlo con mayor claridad,  el problema básico de la relación del Estado con la promoción de la Cultura apunta a algo más serio que a la subvenciones y al patronazgo arbitrario. Es hora de que nos demos cuenta, sobre todo aquellas personas y colectivos que se consideran de izquierdas, de que es, en realidad, un problema de justicia social y, también, de compasión por nuestros semejantes.

viernes, 17 de junio de 2016

Vota, pero vota

Estimados lectores:

Dada la cercanía de las elecciones generales, las consiguientes discusiones a voz en cuello comienzan a proliferar por bares, comidas en casa de la suegra y salas de espera del dentista, por no hablar de los análisis (o lo que sea) de nuestros queridos amigos, los periodistas todólogos, que se multiplican por cadenas de televisión, emisoras de radio y periódicos e Internet con una ubicuidad que ya querría el Espíritu Santo. Ante  tal situación, me he atrevido a relacionar unos cuantos términos que, espero, les serán útiles en estas lides y puedan esgrimir algo más que el "antes había líderes de verdad", "con Aznar/González/Zapatero se vivía mejor", "en Suecia sí que saben" o "como aquí no se vive en ningún sitio".  

La democracia: Es ya un lugar común la crítica a la democracia meramente procedimental, es decir, aquella que se define por la celebración de elecciones competitivas, libres y periódicas mediante las cuales la ciudadanía decide mediante voto secreto qué partido gobernará el país durante los próximos cuatro años. La crítica consiste, sobre todo, en el orillamiento de la ciudadanía en la participación política hasta las próximas elecciones, dejándose la gestión y la decisión en las políticas a esos representantes (especialistas/profesionales de la política) cuya legitimidad reside, precisamente, en haber resultado elegidos en las elecciones. Para otros, en cambio, la crítica no tiene sentido, pues las dimensiones demográficas de cualquier país y así como la complejidad en la naturaleza de los asuntos con los que debe tratar día a día el gobierno hace que dicha gestión deba caer en manos de un reducido número de personas competentes. La conocida, teóricamente al menos, crisis de la representación consiste en la creciente sensación de distancia que los ciudadanos perciben entre sus problemas y la actividad de los políticos. La sensación (o la constatación) de dicha falta de representación, que fue uno de los leitmotivs del 15-M ("No nos representan"), está extendida por toda la Europa liberal-representativa. Esto no provoca que aumente de manera significativa la abstención, al menos en España, pero sí la llamada volatilidad electoral, es decir, el cuantioso  trasvase de votos de un partido a otro a cada elección que se celebra.

El voto secreto: Es conveniente darnos cuenta de la importancia que tiene el voto secreto. En los primeros momentos del sufragio universal, la compra de votos y las represalias eran algo habitual, por lo que, en determinado momento, para evitarlo se instauró el sufragio secreto. Respetar la autonomía del votante y que los resultados fueran fieles a la voluntad del electorado fueron razones clave. Que hoy siga siendo una necesidad constituye una prueba de que tanto no hemos evolucionado democráticamente. Más bien, en una sociedad libre de coacción, el voto debería ser público y que públicamente se argumentara por qué se ha votado una opción y no otra. Resulta del todo evidente que es un ideal contrafáctico. Al igual que en ciertos procesos deliberativos, a veces es necesario el secreto o el refugio a salvo de la exposición pública para que se pueda expresar la voluntad sincera del deliberante y, en su caso, llegar a acuerdos entre las partes.
Así las cosas, parece que actualmente lo que llega a los medios de comunicación es la compra de votos, que puede resultar determinante en los pueblos por su reducida población o en aquellos lugares en los que se prevé gran igualdad. Se puede venir desde casa con la papeleta metida en el sobre, lo que facilita mucho la operación de compra, el aprovechamiento del estado mental de algunas personas o la autoridad familiar. Sin embargo, mi intuición es que la inmensa mayoría de la personas acuden a votar libremente, y que en ese voto se mezcla un sentimiento de deber político con otro expresivista. Estamos, pues, ante un acto político puntual y ante una manifestación identitaria y de filiación ideológica. Tampoco hay que descartar la posibilidad de que algunos ciudadanos voten por la formación política que creen que va a gobernar mejor el país en su conjunto, lo que no es incompatible del todo con las dos primeras razones.

El voto útil: Otro lugar común es la apelación al voto útil. y que es una respuesta al tipo de sistema electoral vigente, con circunscripciones provinciales con reducido número de diputados y senadores, y muchos partidos. Voto útil, claro está, dependiendo de para quién. Normalmente está asociado a los grandes partidos que han polarizado las elecciones según su ideología y su genealogía. Históricamente, y a grandes rasgos, el PP para los liberales-representativos-católicos y el PSOE para los socialdemócratas-redistribucionistas-progresistas. Hoy en día, con el surgimiento de dos nuevos partidos con capacidad para conquistar gran parte del electorado (Podemos y Ciudadanos), la apelación al voto útil está más repartida y es más discutible.

El voto en conciencia: No dejan de ser recurrentes, a la par que paradójicas, las solemnes declaraciones, sobre todo por los jefes políticos, respecto de votar en conciencia. El voto, sacralizado como máxima expresión de la participación política (algo que no es ingenuo, tal y como señalamos en el primer apartado) debe, entonces, responder a la reflexión seria y profunda del ciudadano. Algo que coexiste, según vemos en múltiples ocasiones, con a) la apelación al voto útil: es decir, no vote por el partido que quiera o considere mejor, sino por aquel que tenga posibilidades de gobernar: y b) el constante recordatorio a que se vote lo que se quiera, pero que se vote, como si lo importante en este caso fuese el acto de votar (con implicaciones, claro está, para la legitimidad del sistema político) y no el partido al que destinar el voto. En ambos casos, parece claro que no se anima a que la conciencia desempeñe un papel rector en la decisión final.

La abstención: Como hemos señalado en el apartado anterior, la abstención (no el voto en blanco) es demonizada por los partidos, que nos animan, a veces con irritante insistencia, a votar. Sin embargo, los representantes de los partidos no son del todo sinceros. Según la literatura especializada, a los políticos les preocupa la abstención, sí, pero sólo la que afecta a su propio partido. La abstención que daña las perspectivas electorales de sus rivales políticos les trae, como pueden imaginar, sin cuidado, cuando no la incentivan de modo más o menos sutil. Asimismo, frente a lo que afirman los jefes políticos y periodistas diplomados en gráficos de barras, la abstención puede significar no sólo apatía, desinterés o pereza: puede constituir también un acto político. Una de las maneras más sencillas de no querer legitimar, por las razones que sean, el sistema político vigente es negarse a votar. Pretender que esa posibilidad no existe es una manera sibilina de negar otras formas de construir lo político, entendido esto como la manera que tiene una comunidad de plantear, resolver y ejecutar proyectos colectivos.


P.D. Respecto de las discusiones sobre política, he topado con una frase que define perfectamente el estado de ánimo que me embargó durante una de ellas (la última), hace ya unos cuantos meses: "Una punzada en el corazón y un desánimo en el espíritu". Los caminos de la lectura son inescrutables, tal es el rostro de la divinidad.







sábado, 11 de junio de 2016

Mientras Vds. se empeñan en ver debates, yo sigo leyendo (2)

Aquí estamos de nuevo, a algo más de dos semanas aproximadamente de otra nueva fiesta de la democracia. España es la Ibiza de la política representativa, en la que el jolgorio no acaba nunca, ni siquiera cuando la resaca comienza a hacer estragos en las prioridades. Hay en este espectáculo, en esta fanfarria incesante de declaraciones, golpes en el pecho y desafíos a la historia, también palcos, asientos en primera fila, patio de butacas, platea y gallinero. No hace falta que diga cuáles son los asientos (sin reservar) para el ciudadano corriente.

No hace tanto tiempo, apenas 3 meses, de ese post en que escribí mi lista de libros que había leído mientras Vds. atendían debates. Algunos piensan que los debates entre políticos proporcionan información valiosa sobre los líderes y los programas: respetémoslos. Sin embargo, para los que, como yo, piensan que la información política (y económica, y social, e histórica, etc.) se encuentra en cualquier lugar menos en los debates de los caudillos políticos en los medios de comunicación o en los debates de los líderes mediáticos en los mismos medios de comunicación, aquí les presento otra lista de libros que he leído en el ínterin. No son novedades todos los títulos que relaciono, ni mucho menos, pero es que no pretendo imitar a los suplementos culturales de periódicos que promocionan libros de las editoriales que pertenecen a la empresa madre (del periódico y de las editoriales). Sólo pretendo, en fin, compartir algunos de los títulos que me han resultado iluminadores en estos tres meses. Que les esplendan, también.

-Media, Concentration and Democracy, de C. Edwin Baker. El autor sostiene la tesis de que una excesiva concentración de medios resulta perniciosa para la democracia. Más aún, si la empresa dueña de los medios no es en sí una empresa de comunicación. La cantidad y la calidad de la información se resienten, y el ciudadano no encuentra en los medios la necesaria guía para orientarse entre partidos, ideologías, problemas sociales y las propuestas para afrontarlos. En España sabemos algo de eso. Ah, no, que aquí son independientes.

-The Myth of the Digital Democracy, de Mathew Hindman. Cuando se teoriza sobre Internet, se corre el riesgo de que al cabo de poco tiempo lo dicho o escrito haya envejecido de manera cruel. Sin embargo, ya con varias décadas con la Red entre nosotros, Hindman señala la inconsistencia de ciertos tópicos que han calado sobre su relación con la democracia. Vamos aviados, viene a decir, si pensamos que Internet va a resolver por sí sola el problema que potencialmente supone para la esfera pública la concentración de plataformas mediáticas. Puede que cualquiera pueda disponer de su propio blog (como éste) pero sólo una docena de ellos (por ejemplo, de temática política) concentran mayor número de lectores que cientos (o miles) de otros blogs. Puede que haya muchos más medios de comunicación on-line, pero la mayoría de los lectores buscan en la Red las mismas cabeceras periodísticas que en el mundo real. Aunque los gastos de distribución bajen casi a cero, el gasto fijo por crear el producto sigue siendo elevado, por lo que cuantos más recursos se dispongan tanto para crear el medio como para publicitarlo, más predominante será su posición para atraer lectores (y consumidores). Si tienen un blog propio, no se desanimen. O quizá sí.

-Civil Society and Democracy, de Gideon Baker. Una extensa y crítica relación de teorías, definiciones y autores sobre la sociedad civil. Baker nos lleva desde la Europa del Este comunista hasta la Latinoamérica gobernada por los militares para explicarnos qué concepto de la sociedad civil y de la democracia empleaban los disidentes y opositores a los regímenes dictatoriales de sus países, en la lucha por democratizar el sistema político y la sociedad. Democratización que, según el autor, no debería detenerse tras la transición a un régimen liberal-representativo, como si éste fuera lo máximo a lo que se puede aspirar. Un libro fecundo, que insinúa más de lo que se atreve a decir.

-De la democracia de masas a la democracia deliberativa, de Hugo Aznar y Jordi Pérez Llavador (editores). Para que no me acusen de no defender lo nuestro, incluyo aquí una obra colectiva en español en la que, desde diversos ángulos, se habla de democracia deliberativa, medios de comunicación, Internet y opinión pública. Para el lector no especializado quizá sea un alivio saber que hay en nuestro país intelectuales que no son periodistas (o viceversa), y que hay más filósofos que Ortega y Gasset, aunque ambas cosas parezcan casi inconcebibles.

-La incertidumbre democrática, de Claude Lefort. Es un libro viejuno, sí, y no está de moda en las columnas de opinión de los periódicos ni en el centro irradiador emergente. Sin embargo, este conjunto de artículos (y transcripciones de conferencias) en los que se reflexiona sobre democracia, derechos, poder y totalitarismo merece una lectura atenta (que, a veces, es mucho pedir). En realidad, si uno quiere saber y luego hablar de totalitarismo, tiene que leer a Lefort. Que no digan que nos les avisé.
















miércoles, 25 de mayo de 2016

¡Eres tú, estúpido!

Cuando uno decide escribir sobre los asuntos que le interesan o de los que es experto (no siempre coinciden), siempre tiene la preocupación de no escribir estupideces. Al menos, de no parecer evidentemente estúpido. Así, salvo que el texto sea de carácter expresivo, en cuyo caso, poca crítica hay que hacer, a menos que tenga pretensiones artísticas, uno tiene el deber de informarse de manera profusa, de buscar fuentes, de aclarar pensamientos y de asegurarse de la lógica de sus proposiciones: algo tan simple, en principio, como que las conclusiones se puedan derivar de las premisas y de que la argumentación no recurra a falacias para asegurarse la supervivencia. Así, es sobre todo el miedo a parecer estúpido al lector que sepa tanto o más que uno lo que nos induciría a ser cuidadosos en el proceso de la escritura. Evitemos los tópicos, los pensamientos trillados, los lugares comunes, los verbos con adverbio incorporado, los nombres con adjetivo adosado. Y más: rompamos la burbuja de la costumbre y del consenso, tiremos a la basura el traje de la respetabilidad del sentido común. Hasta la misma búsqueda de la originalidad la podemos dejar de lado como otra moda, propia de nuestra época, pero sin porvenir (¿qué nos importa el porvenir?). Tradición y originalidad, costumbre e innovación, palabras y mentiras. Simplemente, hagámonos respetar, procuremos no demostrar nuestra estupidez. Pero hoy, ayer, mañana,  el mismo concepto de respeto es una noria que gira bajo un volcán.

No obstante, lo reconozco, es difícil. Cómo evitar la palabra que siempre aparece y que ya no significa nada, como evitar que el texto sea un palimpsesto más o menos inconsciente, más o menos vanidoso; cómo evitar que le hablen a uno, como diría Bourdieu; cómo evitar la cita de autoridad que demuestra al lector que uno ha leído, cómo evitar que por pura vanagloria uno reniegue de su propia cita y se injurie por ella, y así hasta el infinito... Y por qué queremos convencer al lector de nada: dejémoslos tranquilo con sus propias miserias y no le contaminemos con las nuestras, tan aferradas a nosotros que son ellas más nosotros que nosotros mismos. Así, todo texto no es más que el trasunto de impotencias sin reconocer, de frases balbuceadas de ambiguo sentido que quieren significar, pero que se evaporan como sangre quemada. Oh, la imposibilidad de la comunicación de verdad; oh, la deconstrucción de los textos; oh, la hermenéutica oh, oh, oh, oh, oh.

La esfera pública es un vertedero a donde arrojamos el pensamiento hecho picadillo. La trituradora de la socialización y los matarifes de los medios de comunicación ejecutan la labor de descuartizamiento con obsesiva sistematicidad. ¡Un brindis por las élites del pensamiento que acunan a las del poder! Por otro lado, ¿qué se puede esperar de la propia opinión, si conocemos lo miserables que somos, si somos conscientes hasta el asco de nuestro cinismo, de nuestra angustia, de nuestro miedo y  de nuestro egoísmo? Y no se salva nadie. ¿Qué podemos esperar, pues, de los demás, encerrados en sus jaulas de soledad y locura, alimentados por valores que los envenenan (sí, a nosotros también)? Vivimos en un continuo desguace, entre chirridos de metales y ladridos de perros encadenados. Si hubiera algo de vergüenza en este mundo, los periódicos amanecerían mañana en blanco, salvo las esquelas. Los que más sufren son los que menos hablan, pero el continuo cacareo de los canallas ahoga el sonido del llanto, y hasta la desdicha se convierte en anuncio de televisión.

Cómo evitar ser estúpido o, al menos, parecerlo. Uno debería planteárselo en serio, cada vez que comienza a escribir. Y sin embargo.

viernes, 20 de mayo de 2016

La nueva izquierda y el Gran Hotel Abismo

Unas nuevas elecciones (que no una repetición de las anteriores) se celebran dentro de apenas un mes. A estas alturas, hacer pronósticos políticos sobre el resultado de las elecciones no sólo conduciría al hastío propio y de mis lectores, sino que lo igualaría uno a esos columnistas de batín y zapatillas que pueblan los medios de comunicación (otros prefieren llamarlos líderes o caudillos mediáticos) y parasitan la sociedad en general. Menos aún, ejercer de consejero áulico y exponer por qué un partido debe pactar con otro o cómo hacer para ganar las elecciones, o más escaños, etc., etc. ad nauseam. Dejemos eso, en todo caso, para los momentos dipsomaníacos en los que el mundo parece poder ser diseñado a impulsos de la voluntad.

Mi propósito en este espacio es, más bien, ejercer una mirada crítica a la política, y pasar por encima (eso se lo podemos dejar a los periódicos) de los conflictos por las listas,  del redondeo de votos en el sistema electoral o de la propagación ridícula de los argumentarios por concejales perplejos. Prefiero hacer una llamada de atención sobre el modo en que se desenvuelve este ritual político que, por rutinario, damos por sentado. Incluso el partido emergente, cuyos líderes se llenaban la boca, hasta hace poco, de participación popular y proceso constituyente, se ha integrado de forma plena en el sistema político representativo y utiliza, sin mayor cargo de conciencia, los procedimientos y usos habituales, teniendo en cuenta a la ciudadanía sólo a base de encuestas.  Hay que señalar, al respecto, que al menos los principales partidos (entendiendo por "principales" lo que han tenido hasta ahora mayores cuotas de poder, número de votos y de diputados) insisten en pretender encarnar en ellos ciertas esencias ideológicas, en una especie de transubstanciación de los pretendidos valores (liberales, socialdemócratas, etc., aun en su casi infinita variedad). Así, los ciudadanos, más o menos seguros, más o menos vacilantes, de sus convicciones sobre cómo es el mundo y sobre cómo debería ser (combinando una evaluación descriptiva con otra normativa) estarían abocados a identificarse con unos u otros. Nada nuevo, sin duda. 


Sin embargo, debo recordar, aun a riesgo de expresar lo obvio, que los partidos políticos, a pesar de sus pretensiones metafísicas, no son más que minorías organizadas. Es decir, un grupo de personas, que cuentan con una mayor o menor capacidad para intentar convencer a la mayoría atomizada de que hará bien en dejarse gobernar por ellos. Esta visión está privilegiada por la tradición liberal y, más concretamente, por las diversas constituciones de este cariz que en el mundo han sido. El archiconocido artículo 6 de la Constitución reza así: "Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos" (la cursiva es mía). Es en este sentido en el que, desde la perspectiva liberal, la participación política legítima está canalizada principalmente (fundamentalmente) por los partidos políticos que concurren en elecciones periódicas, libres y competitivas. De hecho, en estas décadas hemos asistido a la sistemática cooptación de asociaciones y movimientos ciudadanos de todo tipo por los partidos políticos. Esta tendencia, a pesar de haber sido desafiada a partir, sobre todo, del 15-M, se ha revigorizado con la asunción selectiva por el partido emergente de los principios movilizadores de gran parte de los colectivos ciudadanos que desde aquel momento se constituyeron.


El asunto, no obstante, no es baladí: la ciudadanía no tiene por qué dar por sentado nada de lo que otros hayan decidido. Es normal la instauración de procedimientos y mecanismos para la ulterior resolución de problemas que afecten a la colectividad. Lo que es discutible es que ninguno de ellos haya sido sometido al debate ciudadano. En España lo habitual es que la participación ciudadana se entienda como legitimación plebiscitaria, algo a lo que no ha escapado, tampoco, el partido emergente. Quizá sea el momento de que los partidos tengan el espacio que merecen, que, a tenor de su infiltración en las instituciones y la patrimonialización del Estado a su cuenta, debería ser mucho menor que el ocupado hasta ahora. Quizá lo sea, también, de que la ciudadanía amplíe su capacidad problematizadora y decisoria. Es posible que consideremos que muchos ciudadanos son estúpidos e ignorantes, y sin duda no nos equivocaremos. No obstante, muchos políticos también lo son, y apenas se discute su legitimidad para tomar decisiones al haber resultado elegidos. La participación ciudadana no sólo contribuye a reforzar la legitimidad de las decisiones (previo debate) sino que es muy probable que contribuya a aumentar la calidad epistémica de ellas dado que, al fin y al cabo, por simple cuestión de probabilidad, hay más gente comprometida, justa, inteligente y experta fuera de las instituciones que dentro. Aclaro que considero que no hay que exigir un ciudadano heroico, todo el tiempo coherente entre valores públicamente declarados y acciones privadamente realizadas, ni entregado en cuerpo y alma a la búsqueda de información política o movilizado sin desmayo por una causa u otra. Es más sencillo pedir y reforzar una actitud crítica, sin que importe de dónde venga el llamamiento a la conformidad y a la sumisión. Necesitamos una ciudadanía crítica con el Estado, crítica con los partidos, crítica con las empresas, crítica con la sociedad civil y, finalmente, crítica consigo misma, con el oído aguzado a las injusticias, sensible a la desigualdades.


Es lógico que los partidos tradicionales sospechen del empoderamiento político ciudadano, que es tanto proceso como resultado de mayor implicación en la política: de hecho, llevan gestionando el poder desde hace décadas casi sin oposición, dado el consenso, eficazmente construido vía medios de comunicación, que existía sobre el crucial papel de los partidos. Lo llamativo en este, si se puede llamar así, nuevo ciclo político es que el partido emergente, tanto en su funcionamiento interno como en su acción en las instituciones en las que ha alcanzado cuotas de poder, ha mostrado un continuismo que calificaría de flagrante, por su contradicción con el espíritu que decía animarle (a tenor de las declaraciones de sus portavoces más conspicuos). Continuismo porque no se ha apartado de las prácticas de los otros partidos por las que, en el ámbito interno, se prima la cohesión a expensas de la pluralidad; continuismo porque en el ámbito externo adolece del paternalismo característico de los partidos tradicionales, por el que suele manifestarse que conoce mejor los intereses de los ciudadanos que ellos mismos. Al fin y al cabo, la legitimidad que se obtiene al haber sido democráticamente elegidos, por los procedimientos sancionados por las leyes, los habilita, según se desprende de su acción política, para fundirse en un solo cuerpo con la ciudadanía y así poder dirigirla -o sancionarla- cuando sea menester. Además, el partido emergente sufre de la mayor intolerancia hacia la crítica. Mayor, en mi opinión, que los partidos clásicos, ya anclados desde hace tiempo en el cinismo y en el ensimismamiento. Dado que según sus simpatizantes este nuevo partido representa a la izquierda de verdad (y más aún tras su coalición electoral con IU), cuando no es un partido transversal, según sus líderes, cualquier crítica hacia él se toma no como una oportunidad de enmendar errores y mejorar sus planteamientos, sino como un ataque a su supuesta actividad emancipadora y democratizadora. En definitiva, el crítico se convierte en un huésped del Hotel Gran Abismo donde rumia su envidia y masculla su frustración mientras otros, estos sí clarividentes, se empeñan en cambiar el mundo.


viernes, 4 de marzo de 2016

Más democrático, menos representativo

Desde la celebración de las últimas elecciones generales en España hasta hoy, la esfera pública política (el parlamento nacional, principalmente) y la esfera pública de los medios de comunicación más o menos masivos han colaborado de forma estrecha en trasladar a la ciudadanía un drama político cuyo desenlace todavía se presenta como abierto, en su doble sentido de estar inconcluso y de estar a la vista de todos. Sin embargo, y dada la relación de fuerzas políticas digamos pro-sistema y pro-reforma debería resultar evidente que, independientemente del nombre del futuro presidente, el resultado final ya está decantado.

Por otro lado, no olvidemos que todos estos análisis, por llamarlos así, suelen omitir a otros actores que ejercen fuerte influencia en la toma de decisiones políticas, aunque formalmente no estén legitimados como tales, por lo que es explicable su ausencia casi absoluta en los medios de comunicación o en las declaraciones de los portavoces de los partidos. Si bien las grandes empresas, los bancos y, sí, los mercados, son mencionados de vez en cuando como elementos espurios de presión fáctica en la acción de los partidos políticos o del gobierno, y en la conformación final del poder, aquellos actores como las potencias extranjeras  resultan invisibles, algo llamativo cuando, desde hace siglos, su papel en la política interna (y externa) de nuestro país ha resultado importante, cuando no determinante, en las decisiones gubernamentales, por no hablar de la ascendencia, nada disimulada, de ciertos organismos internacionales sobre el rumbo de las decisiones estatales.

No obstante todo lo anterior, aun siendo importante, lo que se escenifica con afán explicativo totalizador es el combate dialéctico entre representantes de grandes sectores ideológicos de la ciudadanía. Me explico: en un sistema liberal-representativo como el nuestro, los ciudadanos eligen a unos representantes políticos, que serán quienes legislen y formen gobierno (dado que el partido mayoritario en la cámara casi siempre es el que gobierna, el Parlamento se ha convertido en la práctica en a) una instancia cuasi administrativa que ratifica las iniciativas legislativas del gobierno y b) retórica, en la que los portavoces y líderes simulan intercambiar argumentos, pero, en realidad, se dirigen a la opinión pública). Como ya se ha señalado hasta la saciedad, los representantes no son ni una traslación mimética del cuerpo social, ni su presencia es proporcional a la pluralidad social, ni, es lo más importante, son delegados de la ciudadanía. Los representantes, así pues, no representan en concreto sino en abstracto y, por lo tanto, representan a todos. Como también sabemos, el mandato imperativo está específicamente prohibido, por lo que se supone que el representante es independiente de las directrices de los representados, por ejemplo, de la circunscripción electoral. La evolución del sistema de partidos, la cartelización de éstos y la dependencia casi absoluta del representante respecto del partido del que forma parte hacen pensar, sin embargo, que el mandato imperativo existe, aunque desde otro lugar, que es la cúpula del partido o la voluntad del líder. Una constatación más siniestra, a la luz de la corrupción, con trazas de sistémica, que parece omnipresente en el cuerpo político representativo a todos los niveles de la Administración, es que dicho mandato imperativo a veces proviene, también, de lobbies y empresas.

La función de la representación consiste, como ya señaló Madison (quien, por cierto, abominaba de los partidos o facciones), en afinar y ampliar la opinión pública al pasarla por el tamiz "de un grupo escogido de ciudadanos, cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor a la justicia no estará dispuesto a sacrificarlo ante consideraciones parciales o de orden temporal. Con este sistema, es muy posible que la voz pública, expresada por los representantes del pueblo, este más en consonancia con el bien público que si la expresara el pueblo mismo, convocado con ese fin". Así pues, el sufrido ciudadano que, aguijoneado por un encomiable interés por la política, se convierta en público de debates parlamentarios o sesiones de investidura deberá tener en cuenta que esos representantes a quienes ve y oye por televisión o cuyas opiniones lee en los diarios no están, ni más ni menos, que convirtiendo en buenas decisiones y en buenas políticas, guiados solo por el interés general, o si queremos, del país, la materia bruta de la que está conformada la opinión pública, compuesta de muchos como él.

El espíritu que guiaba la opinión de los republicanos como Madison en la gestación de la Constitución de los Estados Unidos era el evitar la supuesta tiranía de las mayorías, que, por naturaleza, se supone que son tumultuosas, que se dejan arrastrar por la pasión del momento y, por tanto, también fáciles de manipular. En sus diversas encarnaciones históricas, esa ha sido la idea motriz de los regímenes que se han venido en llamar, sobre todo en el siglo XX, democráticos (Madison explícitamente rechazaba la Democracia contraponiendo sus defectos a las virtudes de la República) y que con más propiedad deberíamos llamar liberal-representativos o constitucionales. Es decir, compuestos por una carta o código de derechos (fundamentales) que suelen muy protegidas de su eventual derogación por una mayoría parlamentaria, el imperio de la ley, y un sistema por sufragio universal de elección de representantes de la ciudadanía, en elecciones periódicas, libres y competitivas. Mayor participación se ha considerado, en general, más perjudicial que beneficiosa para la estabilidad del sistema.

Esta idea motriz viene reforzada por la supuesta complejidad de los asuntos políticos, en sus casi infinitos matices de consecuencias, beneficios y perjuicios, que implica la especialización en ellos, ya sea por la dificultad de la materia como por el consumo de tiempo necesario para su abordaje. Tal concepción de la división del trabajo, por la que unos elegidos se convierten en profesionales de la política y expertos en ella, se refuerza con la tesis de la ignorancia pública, o, más bien, de la ignorancia del público, por la que se considera que la gran mayoría de los ciudadanos o bien no se interesan por la política o bien son incompetentes en ella. En realidad, se piensan ambas cosas. A estos efectos, los partidos políticos tienen la función de empaquetar conjuntos de propuestas y una cierta visión ideológica de la sociedad. Ésta última se afila en época electoral y se vuelve roma el resto del tiempo, cuando se gestan pactos de estado o de gobernabilidad. Son de alguna manera un atajo cognitivo para esos ciudadanos que, implicados de lleno en sus actividades privadas, poco tiempo y ganas tienen para aprender las sutilezas de la política y de la gestión de los asuntos públicos.

Todo este extenso preámbulo viene a cuenta de que en esta época convulsa de crisis económica, de crisis de los partidos, de crisis de las instituciones, en la que se ha producido un desbordamiento ciudadano de los canales habituales de participación política, en la que las demandas de la ciudadanía han sido tan apremiantes y numerosas que no podían ser satisfechas o aplacadas de un modo u otro por las instituciones, concurrían las circunstancias necesarias para que produjera de manera efectiva no sólo un mayor control y fiscalización de lo público por los ciudadanos sino un incremento significativo de la participación de éstos en las decisiones políticas. Fenómenos como el 15-M, nuevas asociaciones ciudadanas reivindicativas como la PAH o las Mareas, el surgimiento de nuevos partidos que en su estreno mediático proponían un nuevo proceso constituyente, la propagación de procedimientos de elección de líderes por los que se invitaba a votar a la militancia y a la ciudadanía en general, y la promesa de mayor participación ciudadana en los diferentes estratos de la administración pública, auguraban un futuro cercano más democrático y menos representativo. Sin embargo, la inteligencia aplicada a la manipulación nunca deja de sorprender. Por ejemplo, las primarias en los partidos tradicionales han sustituido a la elección colegiada del líder o a la designación discrecional del heredero en el cargo, pero han devenido en impúdicos pastoreos de votos o en una sofisticada y digital ilusión de pluralidad que sólo ha permitido a efectos prácticos la ratificación plebiscitaria, y las consultas a la ciudadanía han desaparecido del argumentario de los partidos, incluso, lo que es más llamativo, de los emergentes.

Podrá decirse, a modo de defensa, que no es esta buena época, precisamente, para experimentos democráticos, ya que las circunstancias económicas son tan graves que se precisa de una jerarquía consolidada en la toma de decisiones (el consenso político, sin ironía, considera que dicha cadena jerárquica comienza en Bruselas) que, parafraseando a Madison, no se deje llevar por las tornadizas pasiones de la opinión pública. No puedo resistirme a señalar, no obstante, que fue nuestro sistema político el que posibilitó (con su marco legal, con su sistema electoral, y con la influencia, por lo que se ve, desmedida de los partidos, que cooptaron de hecho las instituciones públicas) que fuera posible elegir a aquellos representantes que medraron con aquellas prácticas y que han conducido a nuestro país a la situación actual. No resulta descabellado pensar que habría que cambiar el sistema, y no sólo a los representantes, de tal modo que se crearan procedimientos e instituciones que, dado el fracaso político y moral de aquellos, posibilitaran la participación de la ciudadanía, aun sabiendo que es un proceso a medio plazo, no un resultado que se obtiene de inmediato. Panaceas políticas no hay, pero, sin duda, la legitimidad de un sistema que no aliene a la mayoría de la población de la toma de decisiones, por difícil que sea el periodo de aprendizaje de valores y procedimientos democráticos, sólo puede incrementarse. Al fin y al cabo, la democracia es la participación de los ciudadanos, considerados como libres e iguales, en la toma de decisiones que afecten a la colectividad. Lo demás lo podrán llamar como quieran, pero es otra cosa.