viernes, 8 de julio de 2016

La Cultura, entre el veto y la miseria

Pasadas las elecciones del 26 de junio, en las que parece haberse demostrado que la denominada "mayoría social" no le pertenece a nadie y que ser politólogo no es garantía de clarividencia política, nos encontramos de nuevo con la España cotidiana. Una España que hace cola en los comedores de Cáritas mientras otra España la hace ante las taquillas de los recintos públicos destinados a actividades culturales; una España sumergida en la precariedad y otra ocupada en acumular experiencias para su autorrealización. Una España pobre y otra que aspira a no serlo ni en medios de subsistencia ni en el gusto. Hay otra España, la rica, pero esa sólo asoma, cobrando, en las revistas como el ¡Hola!

Vamos a centrarnos, de un modo no del todo caprichoso, en esa España ávida de espectáculos, conciertos y representaciones. En nuestro país, la inmensa mayoría de los recintos destinados a éstos son de titularidad pública: ayuntamientos, sobre todo. Con el supuesto motivo, explícito, de hacer llegar la Cultura (como quiera que se entienda) a todas las personas, independientemente de su condición social, las administraciones públicas contratan a diferentes artistas, compañías y productoras para satisfacer la demanda de ocio y cultura de la población. Nadie, a estas alturas, duda de que tras este motivo, yace, también o sobre todo, el deseo de explotar electoralmente la esperada satisfacción de una ciudadanía que se ha acostumbrado a delegar en los poderes públicos la gestión y disfrute de su tiempo libre. Aunque, aparentemente, han pasado ya los años de cachés desorbitados y comisiones millonarias, dichas administraciones siguen siendo las principales instancias suministradoras de ingresos para la industria cultural. No es extraño, por tanto, que esa dependencia haya dividido a muchos artistas en grupos de "afines al PP", "simpatizantes del PSOE" y, últimamente, "militantes de Podemos". El resto, por lo general, procura no manifestarse políticamente, dada la tradicional costumbre patria de elaborar listas negras, esas que, no existiendo, existen. 

Hace algún tiempo, el cantautor Albert Pla sacudió la pudibunda esfera pública con unas declaraciones en las que afirmaba sentir asco por ser español. El consistorio de Gijón, titular del recinto donde iba a actuar el artista, y por aquel entonces gobernado en su concejalía de Cultura por el PP, rescindió el contrato por, según ellos, "insultar a los gijoneses". Sin embargo, el argumento clave del ayuntamiento, para lo que nos interesa, es el siguiente: "no es de recibo" que un teatro municipal que pagan "todos los ciudadanos dé cabida a la actuación de quien demuestra una absoluta falta de respeto hacia los gijoneses y españoles". Es decir, la institución pública ejercía discrecionalmente su derecho a rescindir un contrato basándose en la supuesta falta de respeto que el artista había infligido a la ciudadanía, erigiéndose así por cuenta propia en portavoz de ésta. Años antes, por citar otro ejemplo de los que debe de haber a miles, en 2003, Juan Luis Galiardo acusó a la entonces concejala de Cultura del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria de haberlo vetado porque se había manifestado contra la entrada de España en la guerra de Irak, junto con otros artistas, en el Congreso. Al parecer, la concejala (posteriormente, alcaldesa) le había expresado su intención de "no invitar a quien viene a molestar".

Aquí, de inmediato sale a relucir el problema de la legitimidad de las decisiones: que la ideología del grupo político que en ese momento tenga la alcaldía del ayuntamiento o la presidencia de la Comunidad de turno promueva el veto o la contratación de un artista u otro, sin que intervengan, más que de refilón, criterios artísticos. La última noticia sobre veto a artistas es la cancelación en Gijón (sí, otra vez) en el Teatro Jovellanos (de titularidad municipal) del concierto del mítico cantante Francisco. El motivo son los insultos en Facebook (por los que posteriormente pediría perdón) que el cantante dedicó a una política valenciana, Mónica Oltra, vicepresidenta de la Generalitat.  El ayuntamiento gijonés, en manos del Foro Asturias, sostiene, al parecer en serio, que las declaraciones del cantante podrían "activar desórdenes públicos y enfrentamientos que podrían poner en riesgo la normal celebración de su concierto, la propia seguridad del artista y también la de los espectadores que acudieran al recinto".

El problema, avanzamos, puede provenir de algo más profundo, es decir, de por qué una institución pública debe no sólo sufragar, sino también programar actividades culturales y artísticas dirigidas al ocio (e instrucción) ciudadano. Encontramos aquí, en principio, el dilema entre elegir el Estado o el mercado. Si dejamos que las preferencias de los ciudadanos y la oferta de los productores culturales decidan qué espectáculos y actividades culturales se ofrezcan en función de su proyectada rentabilidad, con la consiguiente limitación del tipo, cantidad y calidad de los espectáculos y del acceso a ellos por según qué sectores de la población o, si dejamos que el Estado, con su marcado sesgo paternalista, por un lado, y por intromisión en los contenidos, por otro, decida qué ofrece a la ciudadanía, muchas veces sin reparar en gastos. Dado que el Estado, desde la llegada del PSOE al Gobierno en 1982 hasta hoy, ha optado por el planeamiento cultural y la intervención directa en instalaciones, asignación de recursos y programaciones, nos encontramos con una situación en que la legitimidad de las decisiones públicas de contratación, así como las de cancelación, se da por supuesta. Sin embargo, si bien es cierto que los políticos elegidos representan a los ciudadanos en las instituciones, no lo es que cada una de sus decisiones cuenten con dicha legitimidad. Porque, ¿desde qué presupuestos morales puede ser legítima la decisión de cancelar una actuación o rescindir un contrato por motivos ideológicos o por haberse expresado una opinión (por insultante que sea) en la esfera pública? ¿Y quién decide qué o a quién se contrata, con qué criterios? El sesgo autoritario puede prevenir desde partidos políticamente tradicionalmente asociados a la derecha como a la izquierda. La intolerancia no es patrimonio exclusivo de los grupos políticos denominados conservadores. Una institución pública, pues, no puede esgrimir razones privadas para contratar sino en función de su interés público. Asimismo, para cancelar debería ocurrir otro tanto de lo mismo. Sin embargo, ¿hasta qué punto puede reclamarse como portavoz del público o de la ciudadanía para contratar o anular una actuación o vetar a un artista sin preguntarle a aquella?

Así las cosas, sería importante hacer una reflexión que busque romper el falso dilema entre Estado o mercado para la creación y recepción artístico-cultural. La sociedad hace cultura en sus interacciones diarias. La cultura no es producto, simplemente, de especialistas a tiempo completo. Si bien la producción artística está inmersa en un escenario económico capitalista y de mercado, nada obliga a que el artista le ponga un precio a su obra ni que tenga que vivir de ella. Es una opción vital tan legítima someterse a la oferta y a la demanda como no hacerlo. El problema es que, queriendo vivir de su obra, no encuentre un público dispuesto a pagar por ella o en la medida que el autor considera adecuada. Es entonces, cuando surgen las voces reclamando que el Estado apoye al artista, es decir, a la Cultura, o viceversa. Amparados en criterios morales (la cultura nos hace mejores), metafísicos (la Cultura nos eleva sobre la vil corporeidad) o economicistas (la industria cultural representa el X % del PIB), artistas, intermediarios y productores reclaman un trato especial por las instituciones públicas, dado que el mercado no los recompensa lo suficiente. Sin embargo, como vemos, el Estado, en su circunstancia de cooptación de hecho por los partidos políticos, no es una instancia que sea capaz de no inmiscuirse en contenidos ni de contenerse en juicios políticos. 

Es necesario, dada también la incapacidad del mercado de proveer bienes que no sean mensurables en precios, pero valorados por la sociedad, encontrar medios e idear formas para la expresión cultural sin que suponga una merma para el erario. En caso contrario, seguiremos asistiendo al gasto de dinero público en Cultura mientras, en paralelo, los ciudadanos empobrecidos hacen colas cada vez más largas a la puerta de instituciones privadas para su asistencia en recursos de primera necesidad; otros pierden su empleo y se quedan sin su casa, algunos se quitan la vida, desesperados por la miseria y la humillación. Seguiremos, asimismo, aunque sea un problema de menor importancia, viendo cómo se promociona a unos artistas en detrimento de otros, cómo se censura a unos y se ensalza a otros desde unas instituciones públicas que mejor harían en resolver los problemas colectivos de manera más eficaz de lo que vienen haciendo hasta ahora. Para decirlo con mayor claridad,  el problema básico de la relación del Estado con la promoción de la Cultura apunta a algo más serio que a la subvenciones y al patronazgo arbitrario. Es hora de que nos demos cuenta, sobre todo aquellas personas y colectivos que se consideran de izquierdas, de que es, en realidad, un problema de justicia social y, también, de compasión por nuestros semejantes.