viernes, 28 de junio de 2013

Debatiendo en el chiringuito

Tras unos días digiriendo el éxito de mi último post, me he decidido a escribir de nuevo acerca de un asunto que no sólo estudio, sino (o porque) que me obsesiona: la formación de opiniones, el diálogo y el debate. Y no, no se apresuren a abandonar mi blog: ¡porque hoy no me meta con los artistas no significa que no tenga nada interesante que decir!

Como ya he señalado en varias de mis entradas anteriores, el debate político en los medios de comunicación es omnipresente, sin que eso signifique en la mayoría de los casos un enriquecimiento de la esfera pública. Ni los periodistas expertos ejercen de traductores de la complejidad de los asuntos a un lenguaje más comprensible al ciudadano no especialista, ni es habitual encontrar expertos académicos o profesionales de los asuntos en los medios de comunicación. Así, como hemos señalado, los debates-espectáculo no concretan ni dan forma a las preocupaciones de numerosos sectores de la ciudadanía y, como consecuencia, no los hacen llegar a los representantes legislativos o al Ejecutivo. Más bien, da la impresión de asistir a una representación con papeles bien asignados en la que, en una suerte de parodia del teatro ilustrado, se pretende educar entreteniendo. Se entiende educar, claro está,  como persuasión o disuasión sin apelación a la razón: más bien como la internalización por parte del público  de consignas o clichés mediante la emoción o la cantinela estratégica.

El Ejecutivo: ni más, ni menos.
Esperaríamos que las simplificaciones, los tópicos y las falacias más toscas permanecieran en el ámbito de la cafetería o de la barra de bar, donde se gestan de un modo casi natural. Sería mucho esperar, tanto por la Historia de España en general, como la de nuestro sistema educativo en particular, que las discusiones en ese nivel informal ciudadano cumplieran con las condiciones ideales del diálogo, tal y como las presenta Habermas (quien ha recogido y ampliado las aportaciones previas de Charles S. Peirce y George H. Mead).


Me llamo George y parezco simpático.
Sin embargo, no es insólito, ni mucho menos, que en este nivel quien esté a favor de alguna medida del Gobierno actual sea tildado de facha, y quien se defina como progresista, de tonto. En una fase más acalorada, al primero se le comparará con un nazi (aunque este adjetivo ya se emplea desde cualquier posición ideológica para denigrar a un adversario también de cualquier tendencia) y al segundo se le sugerirá que se vaya a vivir a Corea del Norte. Incluso en la conversación espontánea con ciudadanos de formación universitaria y carrera profesional consolidada, no es sencillo mantener la conversación a base de argumentos honrados, es decir, que los interlocutores no pretendan manipular al adversario a base de falacias, ni se sientan impelidos a echar mano de la descalificación personal. Esto no supone, empero, un desprecio de las emociones. Éstas, como guía del pensamiento, sirven para discernir lo que en nuestro código moral está bien o mal. El acaloramiento, la vehemencia, los sentimientos de simpatía o antipatía no deberían estar reñidos con la presentación de argumentos razonables y con la disposición a aprender o, al menos, a conocer puntos de vista diferentes u opuestos en asuntos de preocupación pública y respecto de los cuales no cabe esperar un consenso definitivo.

En este momento, podríamos observar que los medios de comunicación no hacen sino reflejar el nivel medio del debate político, al igual -suele argüirse- que la conducta de muchos políticos no es sino un trasunto de la moralidad del ciudadano medio. Aparte de las dificultades para encontrar o definir al ciudadano medio, el asunto es algo más complejo, por cuanto, al menos en un Estado democrático, tanto los medios de comunicación como los políticos y los partidos a los que pertenecen deben ser evaluados de manera constante y sistemática, pues  son elementos indispensables para su funcionamiento, al igual que la crítica, en cuanto supone detección de posibles errores o fallos y anhelo de perfeccionamiento. Por tanto, los argumentos descriptivos justificadores no contribuyen a mejorar el funcionamiento de las instituciones, algo que es propio de los argumentos prescriptivos. Es decir, no basta con decir que algo es, sino que es necesario señalar lo que debe ser. No es suficiente ni satisfactorio refugiarse en el argumento-espejo de la naturaleza de los medios de comunicación y de los políticos. Hay que ir más allá e imaginar modelos normativos tanto para unos como para otros.
El pragmatismo es lo mío.

Lo que evidentemente no debe ser es que los platós de televisión o las radios sean la traslación de la barra del bar de la esquina o del chiringuito de playa, con el calamar atragantado o blandiendo el mondadientes mientras a voz en cuello se suelta el "y tú más" o el "tú antes". Resulta curioso cómo las personas se afilian identitariamente con un partido político o con un periódico de determinado sesgo partidista sin recibir nada a cambio, salvo, quizá (y aquí saco a relucir mi psicología folk) la gratificación que resulta de pertenecer real o de modo imaginario a un conjunto humano mayor e identificar a un enemigo al que atribuirle las desgracias comunes y las personales. Si en este plano informal, tal forma de proceder es llamativa, curiosa, digna quizá de estudios psicológicos y sociológicos, en el plano de concreción más formal que debería ser el de los medios de comunicación es inaceptable. No olvidemos que incluso los medios de comunicación privados realizan sus emisiones en virtud de una concesión pública, y si estamos de acuerdo en que no sólo son elementos inherentes a una democracia sino vitalmente necesarios para su sostenimiento, no sería descabellado pensar que su protección es una prioridad. Protección, aclaro, contra la absoluta subordinación de su diseño y contenidos a la obtención de beneficios empresariales o a las especulaciones bursátiles. Dando por sentado que como empresas privadas deben ser rentables para su continuidad, no sería demasiado difícil justificar, no obstante, la legitimidad del Estado para reestructurarlos en aras de una democracia más perfeccionada que esta en la que vivimos.



Hay cierto consenso en el diagnóstico de los problemas de los medios de comunicación y de los partidos políticos, que tienen un cariz estructural, por lo que su rediseño implica también someter a crítica y cambio otros procedimientos, usos y costumbres de nuestro sistema político. Además, como sugerí en un post anterior, no esperemos que sean ellos mismos (los responsables de los partidos políticos y de los medios) los encargados de encontrar soluciones definitivas o, al menos, propuestas encaminadas a una transformación radical. En un plano más general, es hora de que personas con ánimo altruista, verdaderos patriotas constitucionales y expertos de distintos ámbitos (que no se reduzcan a periodistas deseosos de promocionar su último libro ni a empleados de fundaciones afines) colaboren entre sí, recogiendo las inquietudes que se manifiestan en la esfera pública, para idear nuevas estructuras y procedimientos democráticos que canalicen las demandas de los diversos sectores de la ciudadanía. El objetivo no es otro, en definitiva, que imaginar un país mejor en el que todos podamos vivir en pie de igualdad, libertad y dignidad.


miércoles, 19 de junio de 2013

Dame un castillo, pero págalo tú

Cuando era mucho más joven, sin duda más inexperto e ingenuo hasta casi rayar la estupidez, tenía una idea de la Historia que, a tenor de diversas experiencias como las que escribo aquí, ha devenido infundada. Creía, simple de mí, que la Historia era el relato de los sucesos que habían ocurrido antes. Así, las grandes mujeres y los grandes hombres que permanecían en el recuerdo habían conseguido grandes gestas o provocado terribles males; la historia de los pueblos, de las naciones y de los países transcurría por tan tortuosos meandros y repentinos avatares que sólo los historiadores con talento habían descrito con éxito su continuidad... La historia de la Ciencia, de la Filosofía, del Arte, de la Literatura reflejaba sus avances o sus cambios de paradigma. Consistía, a fin de cuentas, en una narración del pasado, del que se podía aprender o abjurar. La característica general de los personajes históricos consistía en que todos estaban muertos. Sólo en las últimas páginas de los libros se sugería la pálida semblanza de alguno vivo, pero sus reseñas, o al menos esa era mi impresión, no poseían la fuerza, el aura, de los anteriores ya difuntos y que habían pasado a formar parte, ellos o sus obras, de un canon, por muy discutible que pueda ser.


Nunca lloriqueó por falta de ayuda institucional.
Viene todo esto a colación de que en los últimos años he asistido, al principio con asombro y luego con la aceptación resignada que produce la repetición del mismo suceso, al afán de varias personas por inscribirse en la Historia de modo prematuro. Es decir, personas que pugnaban por convertirse en personalidades sin que diera tiempo a que se formara el poso histórico a partir del cual emerge lo que merece ser rescatado. No obstante, reconozco que tampoco es asunto de poca enjundia saber quién, cómo y desde qué perspectiva o interés se escribe la Historia. 

Recuerdo a un poeta nacional, profusamente laureado, que, en un prólogo a un poemario suyo, describía con todo detalle su evolución poética, con ciclos y periodos, con adecuados adjetivos y fechas precisas, sin dudas ni vacilaciones, como un testador que escribiese con minuciosidad un testamento que no diera lugar a ningún tipo de confusión sobre sus intenciones. También en el terreno literario, que por alguna razón parece ser un ámbito favorable a la proliferación de los personajes en busca de autor, recuerdo  en nuestra Comunidad agrias polémicas suscitadas por la falta de mención a ciertos escritores o poetas en tal o cual Enciclopedia de Escritores Canarios o similares. Polémica avivada por ellos mismos, quienes, al parecer, no querían caer en el olvido. Curiosa anticipación, por cuanto ni siquiera había dado tiempo a que se les conociera más allá de su círculo académico o de entrañables conocidos.



¡Ay, la condición humana!
En este sentido, la mayoría de nosotros hemos leído narraciones o visto películas o documentales en las que un escritor/músico/artista injustamente olvidado o no reconocido en su tiempo conseguía que, por obra y gracia de algún investigador o editor/comisario espabilado, la sociedad por fin le prodigara el aplauso que se merecía. Esos relatos eran tanto más impresionantes cuanto más tiempo llevara muerto, claro. No es extraña a nuestro imaginario la romántica visión del artista como genio; y como tal, incomprendido. Hoy en día, en un alarde de prudencia, no son pocos quienes se apresuran a evitar que ese destino se convierta en el suyo. Artistas, pero también deportistas, empresarios e incluso aspirantes al show de Gran Hermano, se afanan por hacer brillar su nombre, más que su obra (si la hubiera), en la conciencia colectiva. Muchos, en este sentido, no se conforman con imponer a discreción sus esculturas en  rotondas urbana o calles peatonales, con publicitar sus creaciones en todos los medios disponibles, con firmar ejemplares en la feria del libro o con participar en todo coloquio y conferencia que alguna administración pública, en la figura de su responsable de Cultura y Festejos, haya tenido a bien invitarles; además, muestran su enfado con desparpajo al no ser invitados a esos congresos, jornadas o encuentros financiados con fondos públicos, o incluso a una firma colectiva de escritores locales, como si esas exhibiciones les proporcionaran un barniz  de prestigio y les aseguraran subir otro escalón hacia el Parnaso. 

Como el más reciente ejemplo, tenemos el caso de un conocido escultor que, con una eficacia digna de otros menesteres más allá de los meramente artísticos, ha conseguido que, con la aprobación de los partidos políticos que en la última década han gobernado la ciudad, se le haya otorgado todo un castillo para que se instale un museo dedicado a él... ¡en vida! Y no satisfecho con disponer de semejante edificación para albergar el museo a su mayor gloria, anuncia que donará obras propias, pero que otras, al pertenecer a sus herederos, tendrán que ser compradas, tarde o temprano, por el Ayuntamiento. 


El Castillo de La Luz (foto de Wikipedia).

Es ese otro matrimonio feliz de nuestra democracia, el de los políticos y los artistas. Matrimonio cuyos miembros, juntos y por separado, habían justificado hasta ahora el dispendio del erario en sus obras haciendo referencias a conceptos como "cultura", "arte", "seña de identidad" y otros así. Sin embargo, no recuerdo que con dinero público se destinara una obra con tal propósito a un artista vivo, aunque es probable que mi ignorancia en este punto sobrepase a la cortedad de mis conocimientos, y que entre los planes de dicho artista estuviera que el Ayuntamiento tuviera que correr, tarde o temprano con los gastos de la adquisición de sus propias obras... Claro que si eso es una práctica habitual, me temo que son nuestra capacidad de sorpresa y de indignación las que se han embotado, por lo que aceptamos con normalidad lo que debería ser motivo de escándalo.


Insisto: estaba convencido de que, a causa de la crisis económica que padecemos, habíamos dejado atrás esa lamentable época en que para justificar dicho derroche (véase mi post Subvencióname por tu bien: soy artista) se aducía que las obras en cuestión, del género artístico que fueran, "irradiaban" cultura, a modo de ondas que de modo mágico nos volverían más cultos, más listos, mejores personas; pensaba que era una etapa superada aquella en la que un dirigente político, sin duda con un propósito pionero, pretendía dotar a la ciudad de una seña de identidad, sin caer en la cuenta de que tales señas no se imponen por decreto ni mediante ordenanza municipal, sino que en todo caso se gestan con el paso de las generaciones de sus conciudadanos. Una muestra más  de cómo se trata de imponer a la posteridad lo que solo ésta puede conceder.

En definitiva, al desprestigio de los políticos y de los medios de comunicación se ha sumado también el de los artistas (colectivos en los que existen, no obstante, individualidades que sí gozan de reconocimiento social). A la ciudadanía, a pesar de su indolencia y conformismo característicos, no se le puede forzar a que sienta admiración o cariño por nadie, y menos por aquellos que no sienten reparos en hacerle correr con los gastos de su fama.






lunes, 10 de junio de 2013

Si eres un excluido, es por tu culpa

En su edición del día el 6 de junio, un periódico local nos informaba de que el Gobierno de Canarias no tenía más dinero para "paliar la pobreza". En esta coyuntura de recesión económica en la que los ingresos han disminuido de manera extraordinaria y los gastos se mantienen o aumentan, esta circunstancia de escasez no debería sorprendernos. No obstante, se nos plantea en este caso el papel de las administraciones públicas en relación con las necesidades de la población.

Cualquier Estado, sea de la naturaleza política que sea, necesita velar por el bienestar de sus ciudadanos. Tanto por legitimación como por mera supervivencia, ese Estado requiere que, si no toda, al menos la mayoría de la población viva de manera aceptable (aunque los patrones de bienestar y pobreza varían) y que la minoría depauperada o marginada se considere culpable de su situación o la acepte como inevitable. En general, en nuestros días, y con salvedades, la ciudadanía no está a favor de que el Estado deje abandonados a su suerte a todas aquellas personas que no dispongan de los recursos mínimos para alimentarse, ya que no para una vida digna. Como un resto de nuestro Estado de Bienestar, las autoridades políticas no se atreven todavía a dejar a la caridad eclesial o privada toda la gestión asistencial, como Cáritas u otras ONG, y proponen, sin dejar de resaltar el sacrificio que supone, crear o mantener prestaciones, como la PCI (Prestación Canaria de Inserción) o el plan de abrir comedores escolares en verano para asegurar a muchos niños al menos una comida al día. No obstante, incluso esta última medida ha suscitado rechazo en algunos sectores políticos y mediáticos, como el caso de un conocido periodista que en el caso de Andalucía la tildó de "demagógica y populista". Sin embargo, y como señalé en un post anterior, no deja de ser paradójico que en la jerarquía de prioridades de las diferentes administraciones en un Estado social, democrático, y de Derecho no sea, precisamente, la primera la de velar por la suerte de los más necesitados y de los excluidos. 


Sin palabras.

Los tiempos están cambiando, sin lugar a dudas. La ética de la responsabilidad individual se sigue imponiendo a machacamartillo mientras que al mismo tiempo se repite como un sonsonete la idea de que la crisis económica no tiene culpables sino que es producto de un "ciclo", o de la "especulación financiera", o de "los mercados". Actores invisibles a los que no se les pueden exigir obligaciones ni contra los que es posible ejercer acciones legales o hacer valer derechos. Otra manera de eliminar las responsabilidades concretas es culpar a la sociedad en su conjunto, plasmada en la frase: "Vivimos por encima de nuestras posibilidades", en la que insidiosamente el sujeto omitido no se refiere a los consejos de administración de bancos y cajas de ahorros, ni a los encargados de los organismos inspectores encargados de velar por las cuentas de los anteriores, ni a los políticos y constructores (y algún arquitecto de talla internacional) que en feliz connivencia alicataron España de arriba abajo. Porque negarnos a mirar al pasado nos privaría de señalar en la actualidad a aquellos que tuvieron y tienen responsabilidad en lo sucedido. Es lo que nos ocurriría si olvidáramos una "ley del suelo" como la que se promulgó bajo el mandato del PP, en la época en que Aznar era presidente del gobierno (que consistía, en esencia, en facilitar que el suelo público pasara a manos privados cuando se propusiesen proyectos viables de urbanización y en reducir las trabas administrativas para transformar terrenos rústicos y de otro tipo en urbanizables), o también si pasáramos por alto que en los felices años del gobierno de Zapatero nada se hizo por atajar la especulación del suelo y la inmobiliaria (aunque bien presente está en la Constitución, léase el art. 47) ni buscar alternativas con otros modelos productivos que no supeditasen el crecimiento económico y el empleo a un sector que por su propia lógica no podía durar de forma indefinida. Y qué decir de nuestra Comunidad, que a pesar de tantos años de crecimiento económico y de fondos europeos continúa siendo una de las regiones más pobres de España, sin que se haya reducido de forma significativa la polaridad social ni la marginalidad. Además, se ha seguido fiando casi todo el peso de la economía al monocultivo del turismo, y no se ha apostado en serio por la creación y fomento de otros sectores productivos. No es este el post para hablar de ello, pero la dependencia de una sola fuente de ingresos nos coloca en una situación de extrema debilidad, tanto por la posición de fuerza de algunos de los agentes foráneos intervinientes en el sector (touroperadores, líneas aéreas, etc.) como por la creciente fragilidad del ecosistema (cambio climático o el estallido de un volcán, como el de Islandia hace unos años, por ejemplo, que afectó a la navegación aérea).

Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, el parado, el excluido y el pobre, siguen siendo mal considerados. En una variante nacional del culpar a la víctima, se les achaca el ser responsables de su situación, o, al menos, como  el de sujetos que no han puesto todo su empeño en no constituir una carga para la sociedad. Como dicen los filósofos Martin Hartmann y Axel Honneth: 

          Quien desea disfrutar de las prestaciones del Estado de bienestar tiene que brindar contraprestaciones -por ejemplo, la disposición de aceptar cualquier trabajo en caso de quedarse sin empleo- para siquiera ser considerado como derechohabiente. El paternalismo amenaza en todas aquellas partes donde el derecho en general de recurrir a servicios sociales, es decir, la posibilidad de reclamar prestaciones asistenciales, es sistemáticamente minado por un discurso de responsabilidad propia. (...) queda claro que los sujetos en las condiciones de una sociedad que se vuelve cada vez más compleja apenas pueden asumir responsabilidades en el sentido pleno de la palabra por muchos aspectos de su existencia, (...) tienen que responsabilizarse por circunstancias de las cuales de facto no son responsables.(1)

Así, en el caso canario, la PCI no significa el derecho de cualquier ciudadano en situación extrema a que la sociedad le proporcione los medios mínimos para poder subsistir, sino que es una deuda que debe pagar o, mirado de otra manera, un favor por el que uno debe responder, ya que, según el artículo de periódico al que aludimos al principio se señala: "(...) para percibirla se le obliga a realizar las actividades de inserción social y profesionales que los servicios sociales le marquen" (las cursivas son mías).


Salgo mucho en este blog...

No obstante, no sólo es culpa de los políticos. Más bien parece que es generalizada  la opinión de que el alcance de la responsabilidad personal es determinante en la posición social o en las circunstancias económicas de los individuos. Así, en el caso de las hipotecas se juzga ahora como irresponsabilidad que quien ahora no puede pagar comprase en su momento una vivienda que entonces sí podía. Que las circunstancias y efectos de la crisis lo hayan expulsado a esa persona (o parejas) del mercado laboral no merma un ápice su condena social ("Vivió por encima de sus posibilidades" o "sabía a lo que se arriesgaba"). Que los ciudadanos tienen derecho a un trabajo y a una vivienda (derechos recogidos en la Constitución), pero que no posean ninguno no parece ser una conculcación de la Carta Magna o una tara de nuestra sociedad, que es incapaz de satisfacer necesidades consideradas básicas, sino un fallo moral que sólo con renuencia la administración está dispuesta a paliar; y los demás ciudadanos que (todavía) vivimos en mejores condiciones, a tolerar.



(1) HARTMANN, M. y HONNETH, A. "Paradojas del capitalismo", en HONNETH, Axel, Crítica del agravio moral. Patologías de la sociedad contemporánea. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009.

lunes, 3 de junio de 2013

¿A quién le damos la medalla?

Aunque algunos de mis lectores me han recriminado que me haya vuelto demasiado denso en el tratamiento de los asuntos que he sacado a colación en este blog (asuntos que por propia naturaleza  han suscitado agrias disputas y afiladas controversias entre ciudadanos que por lo demás vivían en aparente armonía), me atrevería a decir que los sucesos y fenómenos que nos salen al paso sólo con dificultad y mucho más ingenio del que soy capaz permitirían un enfoque más alegre. En este post, escribiré de uno de los dos asuntos acerca de los que había reflexionado con cierta periodicidad y que convergieron, no sé si felizmente, el pasado 30 de mayo: el Día de Canarias y la entrega de premios.


Bandera de Canarias

Así pues, con motivo de la  celebración del Día de Canarias, el gobierno de la Comunidad tuvo a bien, como todos los años en la misma fecha, entregar premios  (Literatura, Bellas Artes e Interpretación, Investigación e Innovación, Acervo y patrimonio histórico, Internacional, Comunicación, Acciones altruistas y solidarias y Deportes) a diversos ciudadanos que, en opinión del jurado creado a tal efecto, se lo merecían. Tales premios se llaman, cómo no, Premios Canarias.

Pero no es el gobierno canario el único: las administraciones públicas, a todos los niveles, parecen aquejadas de la compulsión por otorgar  premios, medallas, honores y distinciones. Haciendo una rápida recapitulación local, aunque puede extrapolarse a todos los municipios, provincias y comunidades, el Ayuntamiento de Las Palmas otorga, cada año también, honores y distinciones (Hijo predilecto, Hijo adoptivo y Medalla de oro); el Cabildo de Gran Canaria, por medio de su Comisión de Honores y Distinciones concede premios (Hijo predilecto, Hijo adoptivo, Can de oro y premios Roque Nublo, en 6 modalidades) y el Gobierno de Canarias los ya mencionados Premios Canarias. Por no hablar de los premios estatales a nivel nacional, de ministerios, de universidades y  de todo tipo de fundaciones semipúblicas. En realidad, hacer una lista completa de todos sería una tarea hercúlea y aún más si incluimos los premios otorgados por instituciones privadas.

Voy a partir de la base que la concesión de la distinción pública obedece, al menos en su origen, a que la sociedad, de la mano de sus representantes democráticamente elegidos, quiere otorgar reconocimiento a aquellos de sus conciudadanos o entidades (asociaciones, organizaciones no gubernamentales, empresas, etc.) que han contribuido de algún modo u otro a su bienestar o mejora. En principio, el asunto parece sencillo. Sin necesidad de hacer aquí un estudio antropológico profundo, podemos convenir en que los seres humanos en general necesitamos y deseamos el reconocimiento de los demás; lo cual parece ser una característica universal, pues cada cultura establece su propio baremo de honores y distinciones. A este respecto, Hegel o, en nuestros días, Axel Honneth han teorizado filosóficamente al respecto,  en sus planos íntimo (amoroso), jurídica y social. Además, el reconocimiento de nuestros conciudadanos nada tiene que ver con las recompensas del mercado: la admiración que podemos sentir por aquellos no depende de su caché profesional o de la venta de sus productos. En este sentido, los honores que la comunidad dispensa a uno de los suyos deberían conllevar una admiración específicamente moral o ética. Es, al fin y al cabo, una recompensa a la virtud.
Le reconozco, Sr. Honneth.

Sin embargo, es dudoso que tales premios que pretenden otorgar reconocimiento social por parte de las autoridades públicas sean reconocidos como tales por la ciudadanía. Me explico: año tras año se otorgan todos estos honores y distinciones o bien de manera discrecional por el partido en el poder o bien entre acuerdo de las fuerzas políticas. El ámbito en el que se deciden tales premios (salvo los que están delegados en jurados, que serían un subnivel) se encuentra en la parte superior en la toma de decisiones políticas o administrativas. Más bien, parece que es o a iniciativa del grupo político en el poder o a petición de los lobbies (en el mejor de los sentidos) culturales, académicos o empresariales como se consideran los nombres candidatos. Es decir, como en tantas otras esferas, la ciudadanía finalmente se encuentra con los premiados y distinguidos. En ningún momento (no tiene que ser necesariamente desde el principio en todos los ámbitos, pues hay algunos muy especializados, como los científicos cuyo conocimiento general será, en general, escaso) se le consulta, sino que desde un etéreo consenso o acuerdo nunca explicitado desde arriba se nos señala quienes son los tocados por la gloria. Es difícil concebir que un político sea hasta tal punto omnisciente del favor de la ciudadanía o que tales lobbies la representen de manera significativa. Así que, como no puede ser de otro modo, la ignorante ciudadanía o bien se encoge de hombros o se limita a no darse por enterada. Al final, el premio, el honor, la distinción se limitarán a ser un guión más en el currículo profesional o un agasajo institucional inter pares, por mucho que los medios de comunicación dediquen páginas y fotografías al festival de trofeos y discursos e intenten convencernos de su importancia. La ciudadanía puede sospechar que las razones para las medallas no obedezcan al  mero merecimiento, sino que influyan otras no explicitadas. Como señala el filósofo Michael Walzer: "Si los funcionarios estatales seleccionan de manera sistemática a mujeres y hombres a quienes era políticamente oportuno honrar, devalúan los honores que distribuyen. De ahí el fenómeno de la distribución mixta, en la que unos cuantos individuos con merecimientos son incorporados a la lista de honores a fin de disimular a quienes son honrados por razones políticas; el artificio no funciona casi nunca" (Walzer, M. Las esferas de la justicia).
El muy reconocido Michael Walzer.

Esa necesidad de ser reconocidos es la que lleva a muchos, sobre todo si además se recompensa con dinero, a reclamar para sí tal distinción. Si la ciudadanía fuera consultada, poco se podría argüir en contra de la decisión mayoritaria; pero si se tiene la certeza, o al menos la sospecha, de que uno puede trabajarse la candidatura y la distinción, no resulta extraño que los aspirantes desplieguen toda su capacidad de influencia política y mediática para asegurarse el resultado. Tampoco, de que se quejen con una amargura rayana en lo cómico que ellos sí se lo merecían. O de que se lo deberían haber dado (el premio) hace tiempo.

Tal como están las cosas hoy en día, el mejor reconocimiento que puede tener cualquier persona en su actividad profesional o social es el que no se concede institucionalmente sino el que parte de sus colegas, conciudadanos, pacientes o clientes. Hemos llegado a tal punto de disociación entre la clase política y la ciudadanía que en muchos casos, y no de modo tan paradójico, suscita más admiración el que rechaza un premio que quien lo acepta, como son los casos del escritor Miguel Marías o del artista Santiago Sierra. Y es que, como señala Walzer: "El honor público no es un regalo o un soborno sino un discurso veraz acerca de la distinción y el valor".