lunes, 28 de diciembre de 2015

Mientras Vds. veían debates, yo leía: mi lista de 2015


Estimados lectores, como el primero de mis buenos propósitos, les escribo a continuación la lista de los 10 mejores libros que recuerdo haber leído este año. No están en orden de importancia: simplemente son los que me han ido viniendo a la memoria. Espero que, si se animan, tras su lectura no aspiren a resolver las complejidades de la política sólo a base de podcasts o de debates televisivos. Los libros cuestan dinero, pero no muerden.

-Challenging Codes.Collective Action in the Information Age, de Alberto Melucci.

No es un libro seminal, ni el más citado, pero si quieren saber algo sobre movimientos sociales, éste es uno de los libros que hay que leer. Es ameno, profundo y presenta una extensísima bibliografía. Después no se quejen si la visión que les da la tele sobre revueltas y desórdenes públicos la encuentran un poco distorsionada cuando ponen un pie en la calle.

-El PCE y el PSOE en (la) transición, de Juan Andrade Blanco. 

Para saber más de las miserias (muchas) y grandezas (pocas) de estos partidos durante la modélica Transición. Este libro no les hará morir de aburrimiento: les sorprenderá (parece imposible) la tortuosidad y la doblez del comportamiento de los políticos. Y eso que creían saber mucho viendo los telediarios.

-En deuda. Una historia alternativa de la economía, de David Graeber.

Un sorprendente recorrido histórico de los (posibles) orígenes de la deuda desde los grandes imperios agrarios (de Babilonia en adelante) pasando por la Conquista/Descubrimiento de América hasta llegar a la actualidad. Como dirían en los suplementos de cultura, "imprescindible". 

-CeroCeroCero, de Roberto Saviano.

Después de leer este libro, uno se siente obligado a no consumir ni mucho menos comerciar con sustancias estupefacientes ilegales. Pero no tanto por razones médicas o legales, que también, sino por todas las barbaridades (y Saviano cuenta muchas) que se cometen por las riquezas multimillonarias que generan. Tremendo, no: lo siguiente.

-Constructing the Political Spectacle, de Murray Edelman.

No es un libro nuevo (1988), pero es bibliografía básica para comprender cómo se construye la opinión pública política en los medios. Hay traducción al español, para que no haya excusa. Si pretenden saberlo todo de política viendo debates electorales o siguiendo a líderes de opinión, este no es su libro: dañaría su ego.

-Sociofobia, de César Renduelles. 

Un jarro de ácido sobre las cabezas de los ciberutópicos y de todos aquellos que piensan que Internet es la solución a los problemas de la democracia participativa. Renduelles traza, por el contrario, un paralelismo entre las formas de colaboración en la Red: copyleft, crowdsourcing, mente colmena, etc., con las prácticas del neoliberalismo. Es un buen complemento (por lo opuesto) o antídoto al libro de Víctor Sampedro El cuarto poder en red, mucho más entusiasta con las posibilidades democratizadoras de Internet.

-Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva, de R. Wilkinson y K. Pickett.

Que la desigualdad deje de ser un concepto vacío que se blande con bravura en las discusiones de barra de bar y se convierta en otro útil para explicar muchas de las patologías sociales puede conseguirse con la lectura de este libro. Sencillo en la forma y complejo en sus implicaciones, Desigualdad tiene su hueco en la estantería para los que quieran ejercer de cuñao comprometido.

-Olygarchy, de Jeffrey Winters.

Este libro es importante porque nos recuerda (ay, Aristóteles) lo que quizá nunca deberíamos haber olvidado: la lucha social de fondo es la de los ricos contra todos los demás. No está en español, pero así es la vida de caprichosa.

-The Origins of Capitalism and "the rise of the West", de E. H. Mielants.

El título explica bien el contenido, pero no que su lectura es de lo más interesante. Otro libro clave para entender cómo es que el mundo es lo que es. La tesis del autor sobre cómo las ciudades-estado italianas primero, y los Países Bajos y el resto de países europeos después dominaron comercialmente el mundo resulta sugestiva. 

-Retirar la escalera. La estrategia del desarrollo en perspectiva histórica, de Ha-Joon Chang.

No tiene nada que ver con Wittgenstein, así que no corran, malditos. Este economista surcoreano nos explica sin tapujos el porqué de la insistencia de los países más poderosos en acabar con el proteccionismo y las barreras aduaneras de los demás. Un recorrido histórico sobre la supremacía económica. Sencillo, interesante y demoledor. No hace falta haber estudiado Económicas, ni mucho menos, para comprenderlo. Es una obra muy citada en tertulias radiofónicas de izquierda, por lo que siempre viene bien para apabullar al neoliberal de turno.

viernes, 16 de octubre de 2015

El movimiento ciudadano: crónica de una transformación

En una época en que los columnistas y caudillos mediáticos de variado pelaje multiplican sus esfuerzos por analizar todo lo imaginable a golpe de suceso de actualidad y de oportunidad política, tiendo a pensar que mis aportaciones a la esfera pública, extemporáneas e impredecibles, se diluyen sin remedio en este torrente de opiniones, frases y tópicos. Mi natural pudor a escribir sin tener una mínima competencia me impele al silencio y me impediría alcanzar, si así lo quisiera, un ritmo de publicación mensual, mucho menos semanal ni, líbrenme los dioses, diario.

Quizá el fenómeno político más llamativo de los últimos meses ha sido la constatación de que un movimiento ciudadano que pretende convertirse en un partido político es devorado por esa última identidad. Si el medio de regulación de un movimiento social es la comunicación, tanto entre sus miembros como en la relación del movimiento con el resto de la sociedad, como partido político el objetivo de sus esfuerzos y la misma manera de relacionarse con otros actores políticos y sociales es el poder. De la incompatibilidad entre los dos medios de integración resulta en un plano sociológico la decepción, el desánimo y el abandono de aquellos miembros del movimiento social que no han sido capaces o no han querido incorporarse al partido político transmutado. Por otro lado, gran parte de simpatizantes del movimiento, que en un primer momento devinieron potenciales votantes del nuevo partido, al cabo del tiempo comprueban que las exigencias de la lucha política, y, más en concreto, de las contiendas electorales obligan a un así llamado pragmatismo y a una moderación política que traicionan los principios y objetivos de aquel movimiento ciudadano.


 Ese nuevo partido político ya no aspira a convencer a los ciudadanos mediante la incorporación a la esfera pública de un nuevo discurso, con nuevos relatos y nuevos conceptos, la visibilización de asuntos hasta ahora opacados por consenso político y la inclusión de sujetos o grupos sociales secularmente marginados por su posición en la estructura económica o social. El nuevo partido aspira ahora a gustar al votante común. La diferencia resulta evidente: en el primer caso se aspira a un cambio cognitivo e, incluso, moral, transformando la visión del mundo del ciudadano y, por tanto, también sus preferencias e intereses. En el segundo caso, quien se transforma es el propio partido (si esta transformación es meramente asunto de propaganda es otro asunto) que pretende acomodarse a las opiniones del votante medio. Votante medio que, según se entiende, se encuentra en el centro político, que es el espacio político mayoritario. Así, el otrora movimiento ciudadano se ha convertido en un partido político cazavotos, es decir, en un partido que para ganar unas elecciones, según el manual estándar de ciencia política, debe deshacerse del lastre ideológico (el que sea) que pueda asustar al votante de centro, al que se le supone moderado. Por otro lado, aunque también merecería una entrada propia para hablar de su funcionamiento y de sus características estructurales, un partido al uso suele ser jerárquico, con un núcleo irradiador del que emana un líder, que en la tónica personalista de la política será sobre el que se centrarán los mensajes con los que se pretenda cautivar al electorado. Los movimientos ciudadanos suelen ser, por el contrario, asamblearios y deliberativos, con una dirección informal y horizontal (aunque no es una condición necesaria y en algunos casos no es así). 


Precisamente, la renuncia a conquistar el poder político es lo que caracteriza a los movimientos sociales. Más allá de que puedan ser movimientos de uno o más objetivos o reivindicaciones, dicha autolimitación les posibilita la crítica más allá de los límites de un consenso político establecido por las élites. Su independencia  del favor de una mayoría política le permite atacar tanto los conceptos como la práctica dimanantes de un sentido común que puede estar reñido con valores de justicia o de solidaridad, entre otros. En teoría, si se resisten a la cooptación por un partido político o por las instituciones del poder estatal, el movimiento puede influir de manera poderosa en la esfera pública y crear un nuevo estado de opinión. Los métodos que deba utilizar para conseguirlo serían materia de otro artículo, pero atraer la atención de los medios de comunicación masivos se encuentran entre ellos, así como también desde hace algo más de década y media la presencia en Internet con la creación de sus propia páginas o la inserción de perfiles en las redes sociales más populares; también es habitual la práctica de entablar demandas judiciales o las manifestaciones callejeras.


Así, en el caso del que hablamos, el antiguo movimiento ciudadano, trocado en partido político y con la vista puesta en las próximas elecciones, ha pasado de desafiar el relato fundacional de la democracia española como es el de la modélica Transición, de poner en tela de juicio prominentes instituciones como la Jefatura del Estado o de prometer la intervención en escenarios económico-sociales como el de los medios de comunicación a admitirlos como males menores. La pregunta que puede uno hacerse es que si la conversión de movimiento ciudadano a partido político obedecía a la cuestión de llevar a cabo, con el poder que confiere el control de las instituciones estatales, aquellos primeros objetivos, pero para poder ganar las elecciones y ocupar el poder ese partido debe renunciar a tales objetivos, ¿qué sentido tiene dicha conversión? Ya tenemos suficientes partidos posibilistas, que renuncian a profundizar en la democratización de la sociedad y de la Administración, que se resisten también a plantear una alternativa al sistema de mercado y al capitalismo tal y como están hoy establecidos, que tampoco confían en reformar las reglas del sistema político para hacerlo más inclusivo y participativo, y que se limitan a gestionar el estrecho ámbito que las reglas de funcionamiento económico mundial y el statu quo político internacional (OTAN y UE, por ejemplo) permiten. En ese sentido, el nuevo partido político no aporta nada nuevo o, al menos, nada que desafíe la deriva del actual sistema democrático-liberal, que se muestra incapaz, si no perpetúa, las desigualdades sociales y económicas, que tienen asimismo su reflejo en la menor capacidad de acción política de aquellas personas y colectivos que más las sufren. En cambio, da la impresión de que aquellas reivindicaciones del entonces movimiento ciudadano que despertaron a gran parte de la ciudadanía del sopor político de decádas de consenso entre los partidos tradicionales se han perdido por el camino. 


La valentía política es un concepto que suele malinterpretarse, confundiéndolo con hablar con voz atronadora y mostrar el ceño fruncido delante de una cámara o blandir el puño en alto rodeado de correligionarios. A mi entender, consiste más bien en tomar decisiones que ayuden a los más desfavorecidos, que contribuyan a la igualdad social, que promuevan la participación política de los grupos marginados aun a sabiendas que dichas medidas suscitarán la ira de los sectores más poderosos que no quieren que nada cambie si no es en su beneficio. En definitiva, valentía política es atreverse a hacer lo posible por crear una sociedad más justa.






jueves, 20 de agosto de 2015

Tarea para septiembre

Pretendía dejar pasar agosto, con sus nimbos despanzurrados, el bochorno de media tarde y esa sensación de tiempo a cámara lenta, sin escribir en este espacio, tan personal y tan público a la vez. Sin embargo, esa misma sensación de estanque comunal, de aire petrificado entre telarañas, ha hecho surgir en mí un deseo inconsistente de ruptura, espasmódica rebeldía, que se ha plasmado en las siguientes reflexiones:

Como si uno despertara de un enamoramiento tan incontrolado como fugaz, tras el cual el objeto de ese sentimiento aparece no tal y como es en realidad, pues a esa realidad no se puede acceder tal cual es, sino de modo aún peor, ya que reparamos en rasgos que incitan, ahora, a la hostilidad o al asco, así me ha ocurrido con lo político. Los usos, modos y costumbres de los partidos tradicionales han acentuado su ranciedad, aun vistiéndose alguno de ellos con ropajes de marketing anglosajón. No cambiarán. Ni siquiera podrían, aunque algún líder clarividente así lo pretendiera. Su imbricación con el sistema político y económico es tan fuerte, al igual que sus prácticas de clientelismo social, que no es posible imaginar que una renovación democrática igualitaria provenga de ellos. Por otro lado, los partidos emergentes siguen siendo una incógnita en cuanto a su gestión de gobierno, al menos en Canarias. En su funcionamiento interno, ya he hablado en artículos anteriores, por lo que sólo me cabe recomendarles su lectura para no repetirme.

En Las Palmas de Gran Canaria, el gobierno municipal formado por un tripartito progresista (PSOE, LPGC Puede y Nueva Canarias) ha demostrado, en sus escasos dos meses, un continuismo político total con respecto al gobierno anterior (PP). Cuando digo "continuismo" no me refiero a que se limiten a prorrogar o renovar las partidas presupuestarias, no, sino a que su concepción de la política, la economía y la sociedad es, en esencia, idéntica. Lo mismo podría decirse del otro pacto progresista, el del Cabildo insular de Gran Canaria (en este caso, Nueva Canarias, PSOE y Podemos). Es más, hasta los miembros del partido que podía suponerse, a priori, más contestatario, declaran su "orgullo" por formar parte del consejo de administración de instituciones deportivas o culturales propiedad de la institución pública.

En ambos casos, Ayuntamiento y Cabildo, los partidos nuevos, hasta el momento, han evidenciado únicamente que la satisfacción por canalizar las expectativas de renovación y democratización de las instituciones de gran parte de la ciudadanía se ven colmadas con la ocupación del poder (o parte de él). Hasta el momento, las promesas de participación ciudadana se han evaporado tras los calores de los festejos electorales, y todo el repertorio de medidas simbólicas se ha reducido a no aceptar entradas gratis para los eventos culturales y deportivos. A este respecto, es justo señalar que tanto PSOE como NC han sido exquisitamente coherentes con su trayectoria histórica y con su concepción de las jerarquías sociales y en ningún momento han considerado conveniente hacer lo mismo.

Es un lugar común señalar que cuantas mayores sean las expectativas, más profunda será la decepción. Por lo tanto, parecería razonable no esperar demasiado de estos  grupos de gobierno y optar por refugiarnos de nuevo en la apatía política, cuando no en el desdén o en el cinismo. Sin embargo, no deberíamos volvernos coextensivos con las siestas de verano sino, en cambio, procurar mantener en alerta nuestra capacidad reflexiva y la conciencia crítica. No parece inteligente dejarlas en manos de nadie, ni de los partidos viejos ni de los nuevos. Éstos últimos no han demostrado nada todavía, y ni siquiera en el caso de que lo hicieran deberíamos delegar en ellos ni la responsabilidad ni la disposición a pensar las múltiples posibilidades de transformación democrática. Incluso, me atrevería a decir, sería un error cederles por completo la iniciativa, pues es dudoso que estén a la altura intelectual de la tarea y también que, en su caso, dispongan de la valentía política requerible. Necesitamos que los actores de la sociedad civil comprometidos con principios y valores democráticos y los ciudadanos que, tanto en la charla informal en la cafetería como en su particular tribuna en blogs como éste o por cualquier otro medio, muestran su interés por cómo se plantean, articulan y ejecutan decisiones que afectan a la colectividad no cejen en su actividad comunicativa de problematización, denuncia, protesta y visibilización. Sin ellos, tanto con partidos viejos como nuevos, con think tanks de derechas o de izquierdas, con sociólogos orgánicos de un lado o de otro, jamás conseguiremos hacer una sociedad más justa y más igualitaria, si es que es eso lo que queremos.

Por otro lado, no es descabellado pensar que salvo dos o tres colectivos prominentes, nuestra sociedad civil, la canaria, en particular, carece de la fuerza movilizadora necesaria para influir de manera significativa en las instituciones políticas. Más convincente es concebir nuestro espacio público como ocupado por grupos de interés, que, como tales, enfocan su actividad a sus propósitos particulares, a despecho o sin tener en cuenta el interés general. La concepción de una esfera pública en el que intereses egoístas dirimen sus fuerzas es quizá la que intuitivamente nos resulta más familiar. Grupos empresariales y partidos políticos, en interesadas, fluidas y sinérgicas relaciones con los medios de comunicación, acaparan los espacios de expresión. Los altavoces más potentes están a su disposición, las columnas de opinión se ocupan, de modo peculiar, de sus batallas, a veces en términos tales que resultan enigmáticos o incomprensibles para el lector ingenuo. Economía, política y comunicación se funden en una cópula asimoviana por la que se conciben leviatanes mucho más despiadados que el hobbesiano.

Como conclusión, si tenemos una sociedad civil en general desmovilizada, una esfera pública ocupada por empresas y partidos políticos y unas instituciones políticas representativas que consideran que la legitimidad periódica de las urnas es toda la que necesitan para ejercer su labor, el panorama que se nos presenta resulta desalentador, y la tarea para transformarlo, hercúlea.
Ya tienen tarea para septiembre.




jueves, 2 de julio de 2015

Pactos de progreso, por llamarlos así

Han pasado cerca de dos meses desde que decidí compartir por última vez mis reflexiones con mis lectores. Dos meses en los que han ocurrido tantas cosas, elecciones autonómicas y locales en medio, que considero, con mirada retrospectiva, que era una época más propia para la reflexión que para la expresión, para la reordenación de conceptos aplicables al panorama político que para el análisis crítico inmediato. Así pues, voy a centrarme, en clave local, en las expectativas generadas en parte de la población por la llegada al poder político de los nuevos partidos.


Un pacto de progreso, según algunos. (foto: el diario.es)


Tras la llegada de éstos y de la conformación de pactos de progreso de variado pelaje en las instituciones canarias, como en el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria o en el Cabildo de la misma isla, la prudencia se ha adueñado de la esfera pública canaria, si por ella entendemos, meramente, los medios de comunicación locales. Dichos medios, sobre todo los diarios, en ese papel que se han arrogado ellos mismos de no sólo vigilantes de las instituciones públicas sino, además, de participantes en la misma mesa de las decisiones políticas, dan una de cal y otra de arena vía columnistas de opinión a los nuevos partidos: plataformas de confluencia y Podemos, básicamente. En cambio, si por esfera pública entendemos algo más amplio que los medios de comunicación tradicionales, las críticas han comenzado a surgir, así como la crítica a dichas críticas, por medio del mensaje de que éstas "dan munición" a la derecha (entendiendo por ella al PP), lo que no deja de ser preocupante por su mezquina concepción de la razón. A estas alturas, la disposición política de estas nuevas fuerzas mezcla una urgencia por ocupar parcelas de poder institucional con ciertos gestos de ostentación transgresora de carácter simbólico hacia la opinión pública y, en el caso por ahora exclusivo de Podemos, con la confirmación de la acelerada tendencia a controlar a las bases mediante exigentes procedimientos de primarias, convertidas en verdaderos plebiscitos, y el disciplinamiento de los elementos más díscolos tanto por marginación como por expulsión. 


¡Hacia el progreso y más allá! (foto: eldiario.es)


En este panorama político, la labor del ciudadano crítico, y no menos la del intelectual (figura de la que Canarias, por desgracia, ha estado tradicionalmente huérfana), es, por un lado, la de vigilar que el comportamiento de las instituciones públicas y, en especial, las de carácter representativo, se ajusten a criterios de legalidad, justicia e igualdad, y abogar por su democratización en la medida de lo posible. Por otro, es útil, dada la imposible omnisciencia y ubicuidad del individuo, valerse de los medios de comunicación. Pero servirse de ellos no debe significar que se asuman sus planteamientos, pues en numerosos casos dichos medios adolecen de evidentes (o más  secretos) conflictos de intereses, que se manifiestan de manera transversal en su contenido. Es decir, que se  reflejan tanto en editoriales, como columnas de opinión, entrevistas, artículos de fondo o noticias en general. Por poner un ejemplo, y sólo en su vertiente meramente económica, la perversión de un periodismo que se pretende de puertas afuera libre e independiente se plasma en la publicidad que se encubre como noticia, algo que, para el ojo entrenado, se percibe en los periódicos, y no sólo en los de papel. El cinismo ingente de dueños y directores de los medios en sus declaraciones públicas, profesiones de fe y discursos en jornadas sobre periodismo es ejemplarizante por la lección que representa para los que nos esforzamos por profundizar y mejorar nuestra democracia desde nuestro modesto espacio cotidiano, alejado de instituciones públicas y privadas fuentes de poder.




En este papel de ciudadanos activos, vigilantes y críticos, pero no insertos en organizaciones políticas ni en lobbies privados centrados en sus propios intereses, no podemos por menos que mostrar sorpresa por la actitud de las nuevas formaciones, que, por ejemplo en asuntos urbanísticos, ya han manifestado su acatamiento a las decisiones de los grupos de gobierno anteriores. Además, el ciudadano crítico debe darse cuenta de que no sólo se trata, por ejemplo, del dichoso acuario de Las Palmas de Gran Canaria o del futuro parque acuático en el sur de Gran Canaria, entre otros, sino también de la incapacidad política de poner en tela de juicio, siquiera a nivel conceptual, la trama de subvenciones a festivales, espectáculos, organizaciones culturales y clubs deportivos profesionales, sumidero secular del dinero público, por la que, de una parte, se priman los gustos minoritarios de los sectores más acomodados de la sociedad y, de otra, se favorece un control de la población (suele llamarse, con más amabilidad, "cohesión social") por la vía de la expresión políticamente inocua de las emociones, sobre todo en tiempos de crisis como los actuales. Es esa incapacidad de imaginarse otro marco de relaciones de los ciudadanos con las instituciones y de los ciudadanos entre sí lo que provoca, al menos a este que escribe, una profunda desazón, pues la entrada de grupos a la gestión municipal como Equo  abría a priori la posibilidad de imaginar no sólo otro tipo de políticas, sino otra manera de pensar la política. Sin embargo, apenas han transcurrido unos días desde la constitución de alcaldías, cabildos y gobierno cuando comenzamos a despertarnos de los sueños de participación ciudadana. Si en los temas de enjundia y en los que no existe consenso social en absoluto (pese a que sí que lo haya periodístico y partidista) no se da traslado a la población para que opine (¡y  que dicha opinión vincule!), ¿qué se dejará para la decisión popular? Son precisamente esos temas vedados normalmente a la información y conocimientos ciudadanos, esos asuntos urbanísticos, sociales, culturales, etc., que marcarán el devenir de la ciudad o de la isla, justo esas operaciones político-empresariales de calado, las que son problematizadas, las que deben ser analizadas y discutidas por la población. Si la democracia es el sistema por el que la ciudadanía no sólo participa en el gobierno sino que se da leyes a sí misma, me temo que estos grupos políticos de pretendida confluencia progresista como LPGC Puede o aquellos con aires (en su momento) rupturistas de base popular y empoderamiento ciudadano como Podemos están condenados a contradecirse a cada momento y, como inevitable consecuencia, a traicionar aquellas esperanzas que muchos depositamos en su momento y que algunos siguen manteniendo todavía.





martes, 14 de abril de 2015

El lento cambio deliberativo

No deja de resultar paradójico que la intensidad creciente de la información respecto de los partidos en esta próxima campaña electoral ejerza en muchos un efecto lenitivo en el interés correspondiente. De algún modo, tanta información sobre política empuja a los márgenes la preocupación por la política. Establezco así una sinonimia entre política y las maniobras estratégicas de los partidos políticos por alcanzar el poder, y otra entre la política y la coordinación de acciones para la resolución de problemas comunes. Parece que es, más que nunca, la época de la primera. 


Tanto cerebro debería servir para algo (foto: eldiario.es).

Sutilezas conceptuales aparte, en esta etapa pre-electoral, hasta los partidos (o movimientos ciudadanos) que planteaban un modo de gestionar la política desde fundamentos participativos, por los que la iniciativa de las propuestas y reivindicaciones partiera desde la ciudadanía hasta la cúpula directiva parecen haberse sumergido en la estrategia a corto plazo de obtener buenos resultados en términos electorales, lo que se traduce en conformar algo parecido a un partido cazavotos corriente. Así, en algún otro artículo ya he hablado de la desnaturalización del ideal deliberativo de Podemos, por ejemplo. Este (ya) partido empieza a compartir la definición que de sí mismos hacía un dirigente de IU-LPGC hace algún tiempo, para diferenciarse, precisamente, de Podemos: "Es que nosotros somos un partido más ejecutivo". Me temo que las prisas por aprovechar "la ventana histórica de oportunidad" que ha abierto este contexto de crisis económica y su consiguiente crisis política pueden terminar por alienar a Podemos de esa base popular cuyo entusiasmo impulsó a esta fuerza política en sus no tan lejanos inicios. Sobre todo si se atisban indicios, por ambiguos e ilusorios que puedan ser, de recuperación de "las ilusiones de bienestar".


Lo importante ocurre detrás del escenario (foto: wikipedia).
Por otro lado, la democracia deliberativa significa justo eso: deliberación. No es lo mismo que el sufragio universal ni el mero sometimiento de cualesquiera cuestiones al voto de los ciudadanos o de los militantes de un partido. El voto sin deliberación previa, sin debates, no aporta gran cosa, salvo expresar un resultado obtenido por la mayoría. Así, como es bien sabido, desde el poder político, sólo se convocan referéndums cuando se está seguro de ganarlos. Además, el mismo acto del debate necesita estar reglamentado so pena de caer en el tumulto y en el intercambio de imprecaciones que solo ilustran el desprecio por las opiniones ajenas y adolecen de falta de interés en conocer los argumentos contrarios. El pastoreo de votos en asambleas políticas, sindicales y empresariales, por citar los foros más conspicuos, es bien conocido aunque no por ello menos aceptado. Al final, se trata sólo de movilizar los votos necesarios para que la propuesta o acción propia resulten ganadoras: el resto parece no ser sino una escenificación de la deliberación y de la democracia que esconde unas bambalinas goffmanianas en donde se sustancian de verdad las decisiones de peso. No deberíamos olvidar la crítica en ese sentido de Carl Schmitt respecto del parlamentarismo, que no ha perdido vigencia y que, como fue su caso, susceptible de engendrar soluciones de corte dictatorial.

Sin duda, la importancia central de la deliberación en la conformación de una voluntad democrática radica en no poca medida en su supuesto valor epistémico y en la aceptación racional de la mayoría. Ambas vertientes están relacionadas: en principio, tanto más aceptada será una política cuanto más razonable, lógica y necesaria parezca. Esa razonabilidad debería ser producto de la confrontación de argumentos y de su posterior afinación y pulimentado. Habría que añadir que la discrepancia de la minoría no sólo podría expresarse sin reservas, sino que, además de meramente tenerse en consideración, debería tener respuesta. En esta situación, la opinión de la minoría podría convertirse en la de la mayoría. Parece evidente que las reuniones ciudadanas a todos los niveles deberían tener como principio regulativo la satisfacción de los requisitos habermasianos de la situación ideal del habla (publicidad de las deliberaciones, reparto simétrico de los derechos de comunicación y no dominación excepto la ejercida por la coacción sin coacciones del mejor argumento). Esta colaboración subyacente a la deliberación y la toma de decisiones debería evitar el paternalismo político, la expertocracia y el autoritarismo en general, por no hablar de la democracia de audiencias. En todo caso, redundaría en su legitimidad.


Soy el azote del parlamentarismo.
Dicho esto, es justo reconocer las dificultades inherentes a la deliberación: el número, que hace difícil que todos los interesados puedan tener la palabra y desarrollar de manera óptima los argumentos; el tiempo; que hace que el debate deba tener un final fijado para no eternizarse (lo que puede, además, enquistar las posiciones) o que, por razones de urgencia, deba ser mucho más corto de lo deseable (o que dicho debate no se produzca en absoluto); la capacidad intelectual de desarrollar un discurso coherente y razonado, que es dispar entre las personas; la tradición, la ausencia en formación educativa de la enseñanza de técnicas y valores deliberativos, cuyos efectos se trasladan posteriormente al funcionamiento interno de los partidos políticos, sindicatos, asociaciones, etc.; las desigualdades ya presentes en la sociedad, que ejercen un efecto desmotivador: los individuos de los grupos menos representados y los excluidos suelen asimismo participar menos. John Dewey señalaba, allá por 1945: "La regla de la mayoría es tan absurda como sus críticos la acusan de serlo. Pero nunca es simplemente la regla de la mayoría (...) Lo importante es el medio por el que una mayoría llega a serlo: los debates antecedentes, la modificación de las perspectivas para atender las opiniones de las minorías (...). La necesidad esencial, en otras palabras, es la mejora de los métodos y condiciones de debate, discusión y persuasión".

Dicho todo lo anterior, concluyamos en que no es la así llamada democracia deliberativa la panacea de todos los problemas. Cualquiera que piense de esta manera corre el riesgo de caer en un buenismo que por su propia naturaleza no puede ser sino ingenuo, por lo que comporta de ceguera ante la complejidad de intereses y visiones del mundo de los grupos e individuos que conforman nuestra sociedad. Parece aspirar a una sutura definitiva de las contradicciones de aquella, un destino arcádico de sociedad autorregulada en la que se dejan atrás, resueltas como por arte de magia, las luchas por la supremacía económica, ideológica y de poder. Por no hablar de que campos específicos como la seguridad, la ecología o la economía, por ejemplo, quizás no requieran soluciones de tipo consensual, sobre todo en aspectos, como es evidente, de tipo técnico. 

Sin embargo, la incorporación de procedimientos deliberativos tomados en serio a la gestión de las instituciones podría contribuir no sólo a descubrir la voluntad mayoritaria de la ciudadanía a través de un proceso de reflexión informada, sino también a reforzar el apoyo de aquella a las decisiones que, finalmente, ejecute el poder político. Además, la constatación por los ciudadanos de que sus decisiones se tienen en cuenta, en algunos casos, o son imperativas, en otros, no podría por menos que retroalimentar su implicación en la política en los diferentes niveles barriales, municipales, regionales  y nacionales. Sería un modo incipiente y sin pretensiones maximalistas de fomentar la tan mencionada virtù republicana.
Tras décadas de gobiernos representativos y una democracia meramente procedimental en nuestro país, vale la pena recuperar las palabras de Alexis de Tocqueville: "(...) El medio más poderoso, y quizá el único que nos queda para interesar a los hombres en la suerte de su patria es el de hacerles participar en sus gobiernos".













viernes, 27 de marzo de 2015

Consenso por arriba, resignación por abajo


Parece que ha llegado la hora de que todos nos convirtamos en sociólogos de barra de bar a cuenta de las pasadas elecciones en Andalucía y de las futuras dentro de menos de dos meses en las autonómicas, insulares y locales. Podemos pensar que ha habido un progreso en la historia de nuestro país: de ser todos entrenadores de fútbol sin licencia, ahora somos todos politólogos sin título. Alguno incluso es adoptado por el periódico local de turno para que nos regale sus reflexiones diarias acerca del panorama político y cualquier otra cosilla que sea tema del día. De todos modos, este no es un artículo sobre el intrusismo y la ignorancia: defectos que todos poseemos en mayor o menor medida, aunque sólo algunos se empeñan en hacerlos públicos, con gran regocijo de deudos y allegados.



Equipamiento básico, según algunos (foto: diario.es).


Querría centrarme, más bien, en asuntos que, a pesar de pertenecer al ámbito local, son de carácter universal, en el sentido filosófico, digamos, de la palabra. En este caso, que tenga validez o pueda aplicarse/extrapolarse a muchos lugares diferentes al nuestro ; y no "universal", por ejemplo, en el sentido que se aplica, con cierta pomposidad, a artistas que gozan del favor de alguien, normalmente con capacidad de imponérnoslo cada vez que quiere en un titular o en un telediario. Adelanto que hablo de democracia y de la participación de los ciudadanos en las decisiones de su pueblo o ciudad. 

Al grano: hemos sido testigos en nuestra ciudad de Las Palmas de Gran Canaria de la puesta en marcha de proyectos que, al parecer, han gozado del consenso político y mediático. Huelga decir que una vez que políticos y responsables de medios de comunicación han  llegado a ese consenso se da por descontado que toda la sociedad está de acuerdo. Tanto los representantes políticos legalmente constituidos como los periodistas y editores (que se arrogan también un papel de representación) consideran, pues, que tal consenso es legítimo: unos en su calidad de representantes de los ciudadanos en las instituciones en que se deciden las medidas; otros como controladores de los primeros debido a supuesto un compromiso tácito con la ciudadanía. Esta, en sí, rara vez es consultada, pues con el consenso alcanzado entre los dos primeros grupos se cree agotada esa vía.


El acuario aún no construido (foto: eldiario.es).

Así pues, y sin irnos muy atrás en el tiempo, tenemos el nuevo pabellón de baloncesto, el llamado Gran Canaria Arena. En lo que respecta a obras de gran calado, seguimos con el futuro acuario de la ciudad. Por último, el Castillo de la Luz, destinado a una fundación privada. En los tres casos, un acuerdo político entre bambalinas, legitimado posteriormente por la votación oportuna, y anunciado con gran fanfarria y toque de corneta en los medios de comunicación locales, se ha trasladado, de arriba a abajo, a la ciudadanía. Esta solo cuenta con dos opciones: seguir su vida más o menos indiferente al nuevo proyecto urbano o expresar su conformidad resignada con las decisiones de los que manejan los asuntos públicos.


No todo parece consenso (foto: eldiario.es).

En el primer caso, la construcción del nuevo pabellón de baloncesto se justificó como necesario para alojar al equipo de baloncesto profesional de la ciudad (cuyo dueño es también el Cabildo de Gran Canaria), y ser sede de futuros eventos como el Mundobasket (que atraería a aficionados y turistas de todo el planeta) amén de ser un recinto que podría ser destinado a otros eventos, como así ha ocurrido, con conciertos de cantantes como Raphael o espectáculos de Walt Disney. Además, su construcción activaría (por un tiempo) el sector de la construcción, crearía puestos de trabajo (aunque fueran eventuales) y tendría un efecto de arrastre sobre otros sectores. El coste: alrededor de 70  millones de euros pagados por instituciones públicas (50 millones pagados por el Cabildo), es decir, costeado por los ciudadanos.

En el segundo caso, la aportación de las instituciones públicas ha consistido en la cesión de suelo, la disminución de impuestos y la aceleración de la tramitación de los permisos. La inversión millonaria, la creación de puestos de trabajo y su inserción en la construcción de una imagen urbana vendible a los potenciales turistas (y a los touroperadores, que son los que, sobre todo, harán negocio) parecen las principales razones para, a despecho de la ecología, la ética de respeto por los animales y la consulta ciudadana, dar vía libre a este proyecto, aún por realizar.


Otro proyecto brillante (foto: eldiario.es).


El último ejemplo resulta aún más sangrante: en el caso del Castillo de la Luz, no se trata simplemente de un proyecto ideado y llevado a cabo a espaldas de los habitantes, que, en todo caso, no manifiestan en el peor de los casos más que indiferencia y, en el mejor, cierto apoyo lánguido. Aquí nos encontramos que parte de la ciudadanía, en concreto la del barrio donde está enclavado el castillo, se opone a que este se destine a alojar una fundación de un artista y a sus obras escultóricas. Consideran muchos residentes en el barrio de La Isleta que dicho castillo podría destinarse a usos alternativos. En todo caso, sin profundizar en estas propuestas, el Ayuntamiento, que se supone que representa los intereses de los vecinos, considera que defiende mejor los intereses de la ciudad no sólo destinando el inmueble a una fundación privada sino, además, contribuyendo a su financiación y comprometiéndose a adquirir a plazos (a razón de 100.000 euros al año) al mismo artista y a sus herederos más obras, que pasaran a formar parte del patrimonio de aquella. Sin duda, una operación redonda para el escultor y su parentela. Para la ciudad, algo más discutible. Además, todo un despliegue mediático de apoyo al escultor y a la fundación aspira a presentar al resto de la ciudadanía un consenso social unánime. Unanimidad, me arriesgo a señalar, que sólo existe en ciertos despachos y reservados de restaurantes.

Tiempo atrás hubo otras ideas galvanizadoras como una noria gigante en el Parque Santa Catalina, cerca de la zona de atraque de cruceros, o un teleférico en la cumbre de la isla. Como siempre, intereses empresariales, chisporroteo de neuronas de algún iluminado político y acogida entusiasta, a veces hasta el empalago, de los medios de comunicación son todo uno. La ciudadanía es un figurante destinado solo a leer el pequeño texto que le escriban. Más allá del éxito o del fracaso de estos proyectos y obras, lo que resulta evidente es el déficit democrático que resulta de que la sistemática toma de decisiones que afectan a la ciudad jamás toma en cuenta la opinión de los vecinos. El sistema de delegación y representación políticas no excluye de forma necesaria dicha consulta y toma en consideración, pero el imaginario político que enmarca la actuación de los partidos, empresarios y medios de comunicación excluye siempre a la ciudadanía.

martes, 27 de enero de 2015

El liberalismo en España: historia de una ausencia.

En mis días más benignos, sueño con que en España sea posible la pluralidad política.Y con ella no me refiero, en este artículo, a la posibilidad de que gobiernen partidos de izquierda que contribuyan a configurar una idea diferente de lo político y de la política. Más bien, mi sueño sería ver en este país un partido liberal que, aunque pueda parecer sorprendente a algunos, no creo que esté en absoluto representado por el partido actualmente en el poder. Aunque no soy historiador, me arriesgaré en este artículo a esbozar un breve y tosco resumen del tránsito liberal en España, teniendo en el recuerdo la obra de José Luis Villacañas Berlanga Historia del poder político en España. En todo caso, me amparo en la condescendencia de mis lectores.


He escrito un libro muy gordo (foto: laopinióncoruña).

Liberal, en el siglo XVIII y XIX era ser un opositor a las monarquías absolutas imperantes en Europa. Era ser no sólo un defensor del libre mercado, con sus matices, y del desarrollo de la industria y de la riqueza económica en su propio país, sino también, como causa o consecuencia de lo anterior, paladín de los derechos de reunión, expresión, creencia, etc., los llamados "derechos de los modernos" o, más comúnmente, los derechos liberales, que hoy forman partes de los derechos fundamentales presentes en cualquier constitución democrática. La aparición de una esfera pública se sitúa, siguiendo a Habermas en Historia y Crítica de la Opinión Pública, en el siglo XVIII y primera mitad del siglo XIX con la aparición de una sociedad civil burguesa. Frente a la arbitrariedad y secreto de las monarquías absolutas, la pujante burguesía de ese tiempo, especialmente en Inglaterra y Francia, y también en Alemania (los tres países en los que Habermas centra su estudio) propone el uso público de la razón y, por tanto, la publicidad de las actuaciones gubernamentales. Se consideraba que la discusión pública por parte de ciudadanos autónomos (bien es cierto que se consideraba así sólo a los varones blancos propietarios) contribuiría a la mejor gestión. Se pretendía unir así la razón y la ley. Posteriormente, sobre todo a medida que la burguesía se iba haciendo con las palancas del poder estatal surgieron públicos alternativos y contrapúblicos como el cartista en Inglaterra y, más tarde, el proletario en todos los países que se incorporaban a la Revolución Industrial.

De contrapúblicos lo sé todo (foto: Univ. Yale)

Como es bien conocido, la burguesía en España nunca terminó de configurarse como una fuerza dominadora, y así el liberalismo nunca terminó de cuajar del todo, sobre todo porque en la lucha política competía no sólo contra la monarquía absoluta, sino contra el poder de la Iglesia Católica y, a pesar de numerosas excepciones, nunca pudo tener de su lado al Ejército. Además, la debilidad del Estado español truncó las posibilidades de un régimen liberal debido a la intervención extranjera, como la de los Cien mil hijos de San Luis. España. desde la Guerra de Sucesión, sobre todo, ha sido un país en cuyos asuntos internos ha intervenido siempre otra potencia foránea. Las fuerzas tradicionales, esas que hablan de la esencia eterna de España, nunca han sido liberales: los tradicionalistas monárquicos, la Iglesia, los grandes latifundistas y el Ejército. Soluciones de compromiso se ensayaron como con el periodo de la Restauración, pero sus contradicciones internas y las luchas políticas condujeron a la dictadura de Primo de Rivera y, posteriormente, a la II República. El resto de la historia es bien conocido.

¿Deseado o felón?
A lo que quiero llegar es que existe una línea conductora entre el partido que nos gobierna, el régimen franquista y esas fuerzas tradicionalistas y conservadoras cuyo ejemplo más ominoso es Fernando VII. De la defensa y promoción de los postulados liberales en el plano económico nunca fue abanderado (otra cosa es la propaganda) este partido. Por otro lado, aunque formalmente un estado liberal-democrático, la política económica nacida tras la Transición y el fin de la UCD se puede resumir, bajo los mandatos de los partidos que han ejercido desde entonces el poder estatal, en el desmantelamiento de la industria, de la venta de empresas estatales con beneficios, en la apuesta por los servicios turísticos y culturales y en la promoción de grandes grupos empresariales, sobre todo de la construcción, a golpe de Boletín Oficial del Estado.

Así, es erróneo confundir liberalismo con conservadurismo moral o con tradicionalismo clasista. Más bien, es todo lo contrario, por mucho que desde posturas socialistas o comunitaristas de distinto signo se le pueda reprochar la atomización social, la petrificación social en origen (como consecuencia, no como principio) y la generación de desigualdad que provoca el mercado capitalista no regulado. Es a raíz de la constatación de estos problemas y de coyunturas históricas como las guerras mundiales y el surgimiento de regímenes comunistas como el liberalismo del siglo XIX mutó en otro que tenía un ojo en la justicia social y que promovió acuerdos corporatistas (Estado, patronal y sindicatos). Lo que dio lugar, como es bien sabido a los diversos Estados del Bienestar. Es a partir de los años 70, en Estados Unidos y Gran Bretaña cuando este último modelo comienza a verse erosionado, en el plano económico, por la creciente inflación y el aumento del paro y, como consecuencia, en el plano ideológico, el neoliberalismo cuyos paladines se remontan a los años 40 (Hayek, Von Mises, Lippmann, Friedman) se vuelve predominante hasta convertirse en el sentido común por excelencia.

Monedero dice que yo debería ser poshabermasiano.

En España, un liberalismo moderno, con la posibilidad, incluso, de ser progresista no existió nunca con la fuerza suficiente para instalarse en el poder. Reconozco mi ignorancia si hay partidos en nuestro país, que representen esa visión política.Quizá la hora del liberalismo ha pasado, con el advenimiento del neoliberalismo y la canibalización de la socialdemocracia. En todo caso, aunque así fuera, es posible que una síntesis entre elementos liberales de esa corriente de pensamiento, sobre todo en su defensa de los derechos individuales (contra la visión de ingeniería social del neoliberalismo y del comunismo), y una visión socialista de la regulación, si no el control, de los medios de producción, y la redistribución de la riqueza, así como la democratización de la mayor parte de las esferas sociales (incluyendo la política y la economía) sea la vía para crear un país de ciudadanos preocupados por el bienestar de su comunidad. Un país en el que en puridad se pueda denominar democrático a su sistema político. Lo demás, me temo, es otra cosa.