martes, 22 de julio de 2014

El caballo de Troya en los medios de comunicación


Al menos un dilema de carácter moral debe formularse de entrada todo aquel que aspire a participar en la esfera pública en calidad de experto o de intelectual. Un dilema que surge, sobre todo, cuando pretende participar de modo regular en uno o más medios de comunicación. ¿Debe cobrar por participar en un debate o tertulia en un medio comercial o, por el contrario, debe limitarse a exponer su visión de la sociedad y su -en el caso de que la haya- crítica, despreciando todo tipo de remuneración? 

Por un lado, el medio de comunicación comercial, es decir, no público, con accionariado privado y, al menos en teoría, independiente tiene varios objetivos no excluyentes: ganar dinero para retribuir la inversión de sus accionistas y asegurarse su supervivencia, conquistar una posición influyente en la esfera pública que le otorgue capacidad negociadora con el gobierno de turno (este objetivo no es obligatorio, pero sí común entre los grandes medios, que suelen pertenecer a grandes holdings) y propagar una cierta visión del mundo de acuerdo con sus intereses o su ideología (la de los dueños). Es una empresa con ánimo de lucro y que, por tanto, opera con la lógica competitiva que le es propia. Por otro lado, y ya introduciéndonos en la retribución monetaria de empleados y colaboradores, no es extraño que en la parrilla de programación de una radio, por ejemplo, el conductor de un programa cobre un "extra" por gestionar la publicidad que se emita en él. Así, el periodista cobra, los técnicos cobran (salvo los becarios en su nueva modalidad de indigencia) y la empresa gana dinero (al menos, idealmente), pero quien aporta un  diferencial, quien en este caso ya sea experto o intelectual aporta un contenido más allá de la mera opinión, suele ser el único que no cobra, a pesar del enorme costo y esfuerzo que dicha formación ha supuesto a lo largo de la vida. 
(Nota: en el nuevo paradigma económico-mediático, no es raro encontrar a periodistas que no cobren, o que cobren por debajo del salario mínimo.)


Los presentes griegos no pasan de moda (Foto: Wikipedia)

Es evidente que no toda remuneración ha de ser monetaria. Hay otras retribuciones intangibles que también cuentan: la visibilidad en la esfera mediático-pública y los contactos con otros expertos, políticos y periodistas, sobre todo. Pero, ¿cuál es el fin, en todo caso, del intelectual que participa en la esfera pública? ¿No es, acaso, poner en duda el mismo marco político en el que actúa políticamente, el mismo marco comunicativo en el que interviene? No, si aceptamos la diferenciación que hace el filósofo Axel Honneth entre intelectual y crítico social. Resumiendo, el primero se encargaría de opinar sobre temas de actualidad, más o menos acuciantes, sobre los que se le pide su opinión ya en calidad de técnico experto, ya en calidad de su prestigio académico sociológico o periodístico. Es, en todo caso, una crítica en el sistema. El segundo bien puede hacer lo mismo, pero está más preocupado por poner en cuestión los mismos fundamentos del sistema en que se ha generado dicha polémica o asunto. Intenta hacer visibles, y así los pone en el disparadero, los valores, pensamientos y hábitos inconscientes sobre los que elaboramos nuestros juicios, ese habitus del que hablaba Bordieu.  Si hablamos, entonces, del crítico social, ¿no debería llevar a cabo su actividad crítica de modo, si no altruista, sí despreocupado por la remuneración y cualesquiera otros beneficios de tipo personal que pudieran derivarse de esa intervención en la esfera pública? 

La posibilidad de ser un caballo de Troya que, desde el interior de los medios, pudiera reventar el sistema aparece como una posibilidad tentadora, aunque quizá un tanto megalómana, por la dificultad de la empresa, sobre todo para una sola persona. Además, ¿acaso el percibir una remuneración por una actividad intelectual crítica es en sí mismo una mancha en el prestigio del crítico social o del mensaje que se intenta transmitir? Se podría pensar, por un lado, que si dicho crítico social cobra de un medio por participar, no es ilógico pensar que su discurso podría resultar sesgado o manipulado. Sin embargo, eso que puede ocurrir con un empleado de la empresa o incluso para un intelectual de la casa no rige para alguien a quien se le paga precisamente para que dé una opinión como sólo el crítico social puede dar. Por otro lado, también podría justificarse la aceptación del pago por la doble ironía que ejercería ese crítico: ¡no sólo procura dinamitar el sistema desde dentro sino que cobra por ello!


Intelectuales, críticos sociales... ¡No son lo mismo! (Wikipedia)

Sea como fuere, a nadie se le escapa que la actual eclosión de debates y tertulias políticas en los medios de comunicación responde, por un lado, a la difícil situación de nuestro país en todas las áreas y, por otro, a la gestión mediática que del conflicto ideológico se hace, en forma de espectáculo. Los debates tienen audiencia y, por tanto, terceras empresas están dispuestas a pagar por insertar sus anuncios. Salvo que se disponga de un medio de comunicación propio o, al menos, de un programa, el intelectual y el crítico social se acomodan al marco mediático existente, sobre el que no tienen control ni dirección algunos, salvo en los momentos en que se les concede la palabra. Por ello, de alguna manera, por muy caballo de Troya que uno pretenda ser, de algún modo está colaborando en el mantenimiento del statu quo. Su misma presencia -crítica incluida- tiene esa doble faz.


Ni consenso ni nada: democracia agonística.
¿Cuál es entonces la alternativa? Una posibilidad que debe introducirse en las discusiones es la de facilitar a la sociedad civil los instrumentos comunicativos básicos para que ciudadanos particulares y colectivos tuvieran también oportunidad de exponer sus ideas y reivindicaciones. Eso podría hacerse mediante la creación de plataformas de comunicación públicas, pero sin intervención estatal de contenidos (salvo, quizá, las atentatorias contra los derechos humanos o manifiestamente contrarias a los derechos fundamentales de la Carta Magna) en el que los colectivos más invisibilizados tuvieran presencia; espacios en los que ciudadanos competentes en su materia pudieran también hacerse oír. Que todo ciudadano preocupado por la política pudiera, en definitiva, expresarse y ser escuchado. El panorama actual es que sólo unos pocos pueden participar en la esfera pública y ejercer cierta influencia. Se da el caso que los mismos que tienen tribuna propia, como los directores de periódicos, además disfrutan de la posibilidad de participar en otros medios como en las radios y en las televisiones. Además, los columnistas de a diario nos sermonean desde sus púlpitos, y los así llamados líderes mediáticos pontifican de todo sin posibilidad de ser cuestionados.

En un sistema democrático-deliberativo, sin ninguna aspiración a llegar a un consenso político definitivo, pero precisamente por ello, resulta indispensable no circunscribir el debate a unos cuantos elegidos. La aportación de voces, visiones, conocimientos y valores hasta ahora fuera de la esfera pública no puede sino tener por consecuencia un enriquecimiento de la democracia. Dicho sistema tendría una doble vertiente epistémica y moral que lo  legitimaría de un modo que nuestro actual sistema liberal representativa nunca alcanzará. Quizá entonces, la discusión de cobrar o no cobrar carecerá de sentido.