martes, 27 de mayo de 2014

Absoluta normalidad


Este absurdo titular (resaltar la normalidad) solía encabezar la noticia comodín por antonomasia tanto de los medios de comunicación como de los portavoces políticos durante y tras una cita electoral. Imagino que en los albores de la democracia en nuestro país, ante la alargada sombra de los militares y las bombas de ETA, resaltar que la votación se llevaba a cabo sin sobresaltos constituía una buena noticia. Varios lustros después, el efecto me resultaba más bien siniestro. "¿Por qué no iba a a haber normalidad?", me preguntaba, cuando era más joven y todavía más ingenuo. Luego, por la tele, veía al anciano en silla de ruedas, a la monja, al pijo, a la punky, al rico y al pobre, todos en disciplinada fila hacia la ansiada urna: la fiesta de la democracia, para repetir otro tópico que, a fuerza de repetirlo, ha terminado por convertirse en una caricatura que ya sólo se pronuncia si es con ironía.


¿Anormalidad democrática?


En esta ocasión, y tras los resultados de estas elecciones para el Parlamento Europeo, justo lo que se destaca es la anormalidad, la irregularidad, la singularidad y el elemento estrambótico o friki. Pero no hubo amenazas de bomba, ni quema de urnas o de colegios electorales. No se produjeron altercados dignos de mención, salvo algún posible insulto, falta de papeletas o cosas así. Pero la absoluta normalidad no ha sido merecedora de titulares de ni ha servido de refugio retórico en la vacuidad del habitual discurso oficial. Como los partidos tradicionalmente mayoritarios han perdido la mitad de los votos y alrededor de un 25-30% de los diputados, los medios de comunicación (también tradicionalmente "grandes") no han considerado normal la cita electoral.


España tiene esencia, que lo sé yo (foto: El diario.es).
Por otro lado, la entrada (a los medios les gusta la palabra irrupción) en el Parlamento Europeo de fuerzas políticas que, al menos en España, quieren comenzar la discusión desde más atrás, es decir, que el debate no parta de premisas ya dadas como la moneda única, las instituciones que ya existen fuera del control democrático como los bancos centrales, o la obligación de pagar la deuda en primer lugar por mandato constitucional, por ejemplo, han provocado de inmediato su calificación como "populistas", "radicales", "extrema izquierda" y demás lindezas. Es llamativo, si se hace un ejercicio de extrañamiento, que la puesta en cuestión de los asuntos centrales que marcan el devenir de nuestras sociedades sea merecedora de epítetos de esa naturaleza. Ante todo, porque da la impresión de que proteger a los ciudadanos, no sólo en su dignidad y autonomía, sino incluso en su mera supervivencia orgánica, no resulta, para muchos, la prioridad de un Estado. Parecería, y aquí sin duda me aventuro, que para los portavoces políticos y los habituales caudillos mediáticos, España  consta de una esencia que debe perdurar, aun a costa de los miembros que la componen. Esa esencia de la españolidad sería un trasunto del Espíritu hegeliano que se desplegaría en la historia, y la vida de las personas que participan de esa esencia carecerían, naturalmente, de importancia. Ese espíritu se encarnaría en las cifras macroeconómicas, en el PIB o en las exportaciones, en la deuda del Tesoro, en el número de turistas que visitan el país, en el balance de los bancos o en la fiesta nacional, las matanzas de toros. Como dijo una conspicua política, "España tiene 3.000 años de historia". Por qué íbamos a preocuparnos, pues, de las personas, que viven tan poco.

Los que consideramos que España, o cualquier otra comunidad en general, carece de esencia y destino histórico alguno salvo el que decidamos colectiva y mayoritariamente los ciudadanos; los que nos oponemos a que una minoría imponga de modo más o menos velado su visión de la sociedad y su discurso político no podemos sino alegrarnos de que el descontento popular haya encontrado plataformas  en forma de partidos que, al menos en parte, representaran sus aspiraciones. Abogar por la democratización de las instituciones, por la participación de la ciudadanía en la política o por la transparencia de las cuentas publicas no deberían ser, a estas alturas, motivos de preocupación, sino de anhelo. A riesgo de volverme otro analista político más de batín y zapatillas, me inclino a pensar que, por el contrario, la subida de un partido como el Frente Nacional en Francia se debe a que los ciudadanos indignados y descontentos (y sí, con poca memoria histórica) no han encontrado ninguna opción mejor para expresar su rechazo al sistema político actual y sus reglas de juego






Nos hemos cansado estos meses de leer y oír a comentaristas políticos, periodistas de todo pelaje y sociólogos entusiastas del statu quo alertándonos del peligro del populismo, de la demagogia, de la amenaza a la estabilidad que supondría la quiebra del bipartidismo... Ellos mismos nos han glosado las bondades de la modélica transición, de la Constitución, del liberalismo (tal como entienden ellos), del sistema de partidos, de las instituciones de la democracia española y de la suerte que tenemos de vivir aquí, de tal modo que daban a entender que la actual crisis política, si entendemos por tal la desafección ciudadana hacia esos mismos partidos e instituciones, se debía casi de modo exclusivo a la incapacidad de la ciudadanía para entender el sistema político que nuestros padres de la patria habían tenido a bien regalarnos y que tanta estabilidad y prosperidad nos habían proporcionado. El idealismo de esta sociología de think tank de medio pelo y la miopía de estos expertos en marketing político se habían conjugado para intentar imponer resignación y conformidad, ya que no aprobación, en las mentes de los potenciales votantes. Ante las dimensiones de la crisis económica y la incapacidad de los sucesivos gobiernos para hacerle frente, la consiguiente crisis de legitimidad y las protestas ciudadanas, las direcciones de la mayoría de los partidos políticos y de los medios de comunicación se han mostrado, en esta línea, incapaces de entender la magnitud de los cambios en la concepción de la política y de la sociedad de gran parte de los españoles.  Sus propuestas se han limitado, en resumen, a proponer una abstracta "regeneración ética" y una "mejora en la comunicación con los ciudadanos".

Podríamos sugerirles que reformularan su idea de democracia; que ésta no es necesariamente sinónima de permanente estabilidad o de consenso. Democracia también es renovación, disenso, crítica hiperbólica, aspiraciones nunca colmadas, lucha por el reconocimiento, ideales contrafácticos, horizontes utópicos, incluso crisis, por qué no... Ni el bipartidismo conlleva plenitud democrática ni la fragmentación parlamentaria tiene que conducirnos a un Estado fallido más de lo que es ahora. Quizá deberíamos recordar que la democracia consiste en la participación ciudadana en los asuntos públicos, y urgir a los ciudadanos y a los así llamados líderes a imaginar un sistema que suponga más que la alternancia de ciertas élites en el poder y el ritual de unas elecciones periódicas que supuestamente indiquen las preferencias egoístas de los ciudadanos. Por qué no aspirar a una democracia en la que el interés y la manifestación de tales preferencias se guíen siempre por la idea del bien común, por muy diferentes que sean nuestras formas de pensar, sentir y creer. Aspiremos a la grandeza, sí, aspiremos a la democracia.