miércoles, 18 de septiembre de 2013

La mayoría silenciosa

Si bien es cierto que mis posts no pretenden seguir la actualidad de manera estricta, también lo es que ésta resulta una fuente continua de estímulos para la reflexión. Por ejemplo, numerosas han sido las noticias, declaraciones y opiniones de todo tipo que durante los últimos días han copado el tiempo y el espacio de la mayoría de los medios de lo comunicación como consecuencia de la Diada y de la cadena humana independentista, que, al parecer, gozó de considerable apoyo popular. Sin embargo, de lo que a continuación hablaré no es del independentismo catalán en sí, asunto que da para mucho más que mil palabras. Hablaré, en cambio, de un término que surge de manera intermitente desde las instancias gubernamentales respecto de este y otros asuntos: la mayoría silenciosa.

A este respecto, una portavoz del gobierno español, interpelada por su opinión sobre dicha cadena humana y demás manifestaciones independentistas, declaró: "Escuchamos a todos, también a la mayoría silenciosa", con el evidente sentido de que el Gobierno atendía y velaba por los derechos de los que se quedaron en casa ese día en Cataluña y que, interpretaba, no eran proclives a la causa independentista. Anteriormente, en septiembre del año pasado, tras las movilizaciones y manifestaciones contra los recortes presupuestarios, el presidente del Gobierno prestó, de palabra, un homenaje "a la inmensa mayoría de los españoles que no se manifiesta". Aún hace más tiempo, un presidente de una comunidad autonómica  indicaba, a raíz de una presentación por colectivos ecologistas de 30.000 firmas para paralizar un proyecto urbanístico, que eran muchos más los que no habían firmado. 



La Diada: fiesta oficial de Cataluña. ¿Alguien no lo sabía?


En todos estos casos, los representantes del poder político y administrativo han intentado contrarrestar el éxito de movilización y de publicidad en la esfera pública de grupos que consideran hostiles o, al menos, contrarios a sus políticas, ya sean rivales ideológicos, partidistas o provenientes de la sociedad civil. Precisamente, los ciudadanos y colectivos que intervienen en la esfera pública pretenden influir en el Legislativo y en el Ejecutivo, pues la participación en democracia no se limita a ejercer el voto en las fechas señaladas. El esfuerzo de los portavoces de los partidos o del Ejecutivo por deslegitimar la intervención en la esfera pública de aquella parte de la ciudadanía que va en su contra se manifiesta, entre otras maneras, por atribuirse en exclusiva la acción política al haber resultado elegidos en unas elecciones o, en el caso que nos ocupa, por erigirse en portavoces exclusivos de la otra parte de la ciudadanía que no participa ni se manifiesta en el espacio público. Sin embargo, la falacia salta a la vista cuando no puede asegurarse de manera absoluta que la opinión o las simpatías de los que no participan son idénticas a la del poder político contra el que se ha alzado la voz en la calle. Resulta algo más que descabellado pensar que los que por diversas razones se reservan su opinión o no muestran su apoyo o rechazo de manera explícita conforman un bloque homogéneo, una especie de macrosujeto,  al que se le pueda, entonces, atribuir una posición en un sentido u otro.



Ni oír, ni hablar, ni ver (Wikipedia).


 Además, resulta cuando menos fascinante hacerse cargo de la posibilidad de que, de repente, el Gobierno (estatal o de una Comunidad) se haya convertido en el portavoz de los que hasta entonces no eran visibles ni audibles. Claro está que el matiz con el que se prende zanjar el debate es el de la superioridad de la "mayoría" contra la minoría problematizadora, reformadora o rebelde. La paradoja consiste en que se pretende silenciar a los ciudadanos que ejercen su derecho a manifestarse y expresarse apelando a su supuesta condición de minoría, como si eso fuera un argumento en sí mismo. Es singular, a este propósito, que la fuerza y la insistencia con la que los políticos nos animan a votar a las elecciones es inversamente proporcional a su interés por que nos manifestemos y expresemos nuestras opiniones críticas en la esfera pública en el interregno entre aquellas, salvo que sea mediante el inofensivo procedimiento de las encuestas. 


Por otro lado, la lucha en la arena política se libra en demasiadas ocasiones con una estrechez de miras y de conceptos que perjudica a la misma democracia. No resulta difícil imaginar que pueden blandirse buenos argumentos a favor y en contra de la independencia de Cataluña, tanto conceptuales a priori como evaluadores de las consecuencias políticas, económicas y sociales a posteriori. Igual que respecto de las medidas económicas con las que se pretende sortear la crisis, o con las decisiones más concretas como las de instalar un complejo gigante de casinos en la capital del Estado, o la de cambiar un terreno rústico a urbanizable. No obstante, la presencia de esos buenos argumentos suele ser escasa, y, al menos en los medios de comunicación y en las tribunas políticas, ceden terreno con facilidad al palabrerío, a la soflama, a la consigna y la retórica mal entendida, ejercida ésta como instrumento manipulador de mentes y voluntades. 



Algunos creen explicar la sociedad con la teoría de juegos


En este sentido, todos los actores que de manera estratégica juegan sus bazas en la esfera pública y aspiran a ser conformadores de opinión deberían encontrarse con una ciudadanía que hubiera interiorizado de manera fuerte no sólo los derechos de los modernos sino también de los antiguos, con los que no sólo aspiremos a que el Estado no se inmiscuya en nuestros asuntos privados sino a participar en los asuntos políticos de modo activo, en la promoción de los valores democráticos y en el ejercicio de la crítica. Pues es esa crítica como característica primordial en la acción de los ciudadanos, que no son sólo los receptores de las Leyes, sino el origen de su legitimidad, la que enriquece a la democracia y a la sociedad en su conjunto: gracias a ella, en particular, cuestionamos tradiciones que han dejado de sernos útiles o que ahora consideramos discriminatorias e injustas; visibilizamos grupos marginados y ayudamos a potenciar su dignidad y autonomía, mejoramos los procedimientos de toma de decisiones, luchamos por una mayor representatividad política, abogamos por la redistribución de la riqueza y evitamos polaridades sociales injustas, etc. Porque una sociedad democrática, como recuerda el filósofo John Dryzek, es en muchos aspectos importantes aquella que se esfuerza continuamente por mejorar la democracia misma, más que considerar esta un orden de cosas fijado de manera definitiva.


Concluyo señalando que si se cercena la posibilidad de que la ciudadanía exprese sus críticas, dejando la esfera pública como coto de los lobbies económicos y del poder político, si, además, no se posibilita una mínima transparencia de la administración pública y de partidos y sindicatos, y, finalmente, si no se ejerce un control de riesgos de la actividad de entidades financieras, bancos, grandes empresas y corporaciones transnacionales, podrán algunos voceros alardear todo lo que quieran de nuestro sistema político e, incluso, enumerar una larga lista de sus bondades, pero lo que de verdad no será nunca es una democracia.



martes, 10 de septiembre de 2013

Sondeo, luego existo

En  relación con los recientes acontecimientos que pugnan por atraer nuestra atención ciudadana,  ya sea la fallida tentativa de varias instituciones públicas por conseguir que Madrid fuera sede de los Juegos Olímpicos, ya la supuesta erosión de la confianza en el gobierno del país y del partido que lo sustenta o, incluso, el caso Bárcenas, un elemento omnipresente en la noticia es la presencia de la encuesta o sondeo de opinión. Empezando desde la más rudimentaria, en el sentido de una menor rigurosidad, casi cada periódico (al menos en su versión digital) pregunta diariamente a sus lectores sobre algún asunto de actualidad. No es infrecuente que nos encontremos con la pregunta: "¿Está Vd. a favor de ..? Sí/No". Incluso de asuntos que por su complejidad es difícil que pudieran tener una respuesta sensata de una persona no experta.



O, en el caso de las televisiones, esos programas cuyos reporteros salen a la calle, abordan a cualquier viandante y le preguntan cuál es su opinión sobre la noticia de turno en ese momento. Luego, se presentan esas opiniones como "la voz de la calle". La cadena "le toma el pulso" a la actualidad, etc., etc. Gracias al medio de comunicación, conocemos entonces, la "verdadera opinión" de la ciudadanía. En ambos casos, tanto la pregunta del diario digital como la grabación en la calle no está sujeta a ningún tipo de control mínimo con el que se pueda certificar la validez de la encuesta o, al menos, las condiciones en que se han planteado las preguntas. No se debería hacer pasar por la opinión de la ciudadanía lo que no son sino respuestas seleccionadas a preguntas a bocajarro. 

En segundo lugar, respecto de los sondeos serios, es decir, de los realizados por agencias especializadas, siempre nos queda la duda, en la mayoría de los casos, de conocer los datos relevantes en cuanto a su elaboración: quién la ha encargado, cuál es la metodología, qué características tienen los encuestados, qué se pretende con ella en realidad. Por ejemplo, la alcaldesa de Madrid en los días previos a la elección de la sede olímpica, manifestó que el 91% de los españoles estaban a favor de que Madrid se postulara. La mayoría de los medios repitieron sus palabras, y sólo en uno pude encontrar la empresa encargada de hacer el sondeo. Todo hay que decirlo, esa encuesta estaba encargada por la entidad que gestionaba la candidatura madrileña, por lo cual no es difícil suponer que su intención era reforzar la impresión de unanimidad que, a marchas forzadas y a última hora, debía suscitar en España dicha aspiración olímpica. Encuesta que, además, se sumaba al bombardeo de elogios en la televisión pública y en algunos periódicos de tirada nacional. No deja de ser significativa la nula cobertura de las opiniones en contra. De alguna manera, el ciudadano volvía a ser rehén de las consignas emanadas desde las instituciones y se limitaba, una vez más, a ser agente pasivo y mudo sorbedor de información sesgada, como es corriente.



La alcaldesa de Madrid (Wikipedia).
Por otro lado, entre filósofos, sociólogos y politólogos, los sondeos tienen una importancia relativa. Me explico: tienen un valor constatativo de opinión, a lo sumo; pero carecen de peso argumentativo. Con ello, quiero decir que al sondeado no se le confronta con sus propias opiniones, no se le exige argumentarlas, proceso mediante el cual podría verse impulsado a cambiarlas o a matizarlas. No obstante, los medios de comunicación y los políticos favorecidos en su caso por ellos tienden a considerarlas en calidad de juicios absolutos, como representativas. Así, en muchos casos se piden incluso dimisiones políticas, como si los procedimientos democráticos al uso, por insuficientes que podamos pensar que sean, debieran ceder paso a las encuestas hechas en tal o cual coyuntura.

De nuevo, la esfera pública es invadida por gabinetes de comunicación y especialistas en marketing que, en alianza con algunos medios informativos, pretenden constituir una opinión pública ad hoc que, en realidad, no representa a nadie, salvo a ellos mismos. Entonces, ¿qué peso debería tener todo este abigarrado conjunto de datos, barras, columnas y gráficos de colores varios en la esfera pública? Poco, aparte de aportar cifras cuyas interpretaciones  suelen ser muy variopintas (y pintorescas), y más si se entiende aquella esfera como el lugar donde debería producirse el entrecruzamiento y la competencia de argumentos. Y es que la encuesta refleja, en la gran mayoría de los casos, el momento prerreflexivo, a veces irracional, en el que predomina la intuición, la sensación o el simple capricho antes que la ponderación de argumentos y de buenas razones. 

¡A mí también me revientan los sondeos!

Además, no nos cansaremos de repetir que la esfera pública de un país con un régimen político democrático no debe ser cooptada por los partidos políticos ni abandonada al interés empresarial de los medios de comunicación o de otros conglomerados económicos, salvo que queramos arriesgarnos a que el impulso crítico y reformador que proviene de la problematización de los asuntos de diversa índole por parte de los ciudadanos quede ahogado y que, como consecuencia, la misma sociedad languidezca. Por otro lado, es posible que lo que se reprime en su espacio natural -la libre e igualitaria expresión de opiniones en la esfera pública-, bulla y rebose en otros ámbitos menos apropiados para ello. El peligro de querer controlar el espacio público puede tener  así el paradójico efecto de golpear la estabilidad del sistema. La famosa estabilidad de la que tanto hablan los políticos, y  en cuya defensa suelen enarbolarse las banderas de la unanimidad plebiscitaria y de la conformidad inducida, pone en peligro la esencia misma de la democracia, entendida esta como un régimen en el que los ciudadanos son libres e iguales.  
Planteémonos, si no, la pregunta de cómo podríamos defender los derechos protegidos en la Constitución y en las leyes si tuviéramos vedado el acceso a un espacio público donde reivindicarlos o denunciar su vulneración. Es fácil prever que los derechos quedarían reducidos a una nominalidad inane, pues en la práctica se los podría atropellar con impunidad.

Para terminar: sin un espacio donde plantear demandas e inquietudes, sin un foro público donde el ciudadano pueda exponer sus razones en pie de igualdad con las grandes corporaciones, partidos políticos y demás lobbies, la democracia pierde su razón de ser.